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Comprendéis ahora por qué no se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible. La Iglesia es, a la vez, cuerpo místico y cuerpo jurídico. Por el hecho mismo de que es cuerpo, la Iglesia se discierne con los ojos14, enseñó León XIII. En el cuerpo visible de la Iglesia -en el comportamiento de los hombres que la componemos aquí en la tierra- aparecen miserias, vacilaciones, traiciones. Pero no se agota ahí la Iglesia, ni se confunde con esas conductas equivocadas: en cambio, no faltan, aquí y ahora, generosidades, afirmaciones heroicas, vidas de santidad que no producen ruido, que se consumen con alegría en el servicio de los hermanos en la fe y de todas las almas.
Considerad además que, si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística -clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos- que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre.
La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. Es sociedad divina por su origen, sobrenatural por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin; pero, en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana15. Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo.
Se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática -que sería la verdaderamente fundada por Cristo-, de otra jurídica o institucional que sería obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica.
Y no es posible dejar de recordar que, cuando el Señor instituyó su Iglesia, no la concibió ni formó de modo que comprendiera una pluralidad de comunidades semejantes en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hacen a la Iglesia indivisible y única… Y así, cuando Jesucristo habló de este místico edificio, recuerda sólo a una Iglesia a la que llama suya: edificaré mi Iglesia (Matt. XVI, 18). Cualquier otra que fuera de ésta se imagine, al no haber sido fundada por El, no puede ser su verdadera Iglesia16.
Fe, repito; aumentemos nuestra fe, pidiéndola a la Trinidad Beatísima, cuya fiesta celebramos hoy. Podrá ocurrir todo, menos que el Dios tres veces Santo abandone a su Esposa.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/amar-a-la-iglesia/22/ (04/12/2024)