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Los frutos de la templanza
Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.
Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia. La facultad de engendrar –que es una realidad noble, participación en el poder creador de Dios– la utilizan desordenadamente, como un instrumento al servicio del egoísmo.
Pero no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.
La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.
Se puede decir que nuestro Señor, cara a la misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una de las enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os inquietéis, en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Importa más la vida que la comida, y el cuerpo que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen despensa, ni granero; y, sin embargo, Dios los alimenta. Pues, ¡cuánto más valéis vosotros!... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y, no obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con vosotros, hombres de poquísima fe?13.
Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos14, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todopoderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!15, y Él proveerá. Creedme que solo así nos conduciremos como señores de la Creación16, y evitaremos la triste esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios, afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán.
Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son solo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo: no queráis amontonar tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; atesorad en cambio bienes en el cielo, donde no hay orín, ni la polilla los consume, ni tampoco ladrones que los descubran y los roben. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón19.
Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo –he sido testigo de verdaderas tragedias–, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento. Pero, sobre todo, os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. Ninguno puede servir a dos señores, porque tendría aversión a uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, despreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas2020. «Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices... Deseemos los tesoros del cielo»21.
El desprendimiento que predico, después de mirar a nuestro Modelo, es señorío; no clamorosa y llamativa pobretería, careta de la pereza y del abandono. Debes ir vestido de acuerdo con el tono de tu condición, de tu ambiente, de tu familia, de tu trabajo..., como tus compañeros, pero por Dios, con el afán de dar una imagen auténtica y atractiva de la verdadera vida cristiana. Con naturalidad, sin extravagancias: os aseguro que es mejor que pequéis por carta de más que por carta de menos. Tú, ¿cómo imaginas el porte de Nuestro Señor?, ¿no has pensado con qué dignidad llevaría aquella túnica inconsútil, que probablemente habrían tejido las manos de Santa María? ¿No recuerdas cómo, en casa de Simón, se lamenta porque no le han ofrecido agua para lavarse, antes de sentarse a la mesa?25. Ciertamente Él sacó a colación esa falta de urbanidad para realzar con esa anécdota la enseñanza de que en los detalles pequeños se muestra el amor, pero procura también dejar claro que se atiene a las costumbres sociales del ambiente. Por lo tanto, tú y yo nos esforzaremos en estar despegados de los bienes y de las comodidades de la tierra, pero sin salidas de tono ni hacer cosas raras.
Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder. En los Centros del Opus Dei encontraréis una decoración sencilla, acogedora y, sobre todo, limpia, porque no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con la suciedad. Sin embargo, comprendo que tú, de acuerdo con tus posibilidades y con tus obligaciones sociales, familiares, poseas objetos de valor y los cuides, con espíritu de mortificación, con desprendimiento.
Hace muchos años –más de veinticinco– iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local grande, que atendía un grupo de buenas señoras. Después de la primera distribución, para recoger las sobras acudían otros mendigos y, entre los de este grupo segundo, me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico.
Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, Grande de España. Delante de Dios esto no cuenta nada: todos somos iguales, todos hijos de Adán y Eva, criaturas débiles, con virtudes y defectos, capaces –si el Señor nos abandona– de los peores crímenes. Desde que Cristo nos ha redimido, no hay diferencia de raza, ni de lengua, ni de color, ni de estirpe, ni de riquezas...: somos todos hijos de Dios. Esta persona de la que os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos26.
Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades. En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta27. Y como el Apóstol, también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el corazón desasido, libre de ataduras.
«Todos los que venimos a la palestra de la fe, dice San Gregorio Magno, tomamos a nuestro cargo luchar contra los espíritus malignos. Los diablos nada poseen de este mundo y, por consiguiente, como acuden desnudos, nosotros debemos luchar desnudos también. Porque si uno que está vestido pelea con otro sin ropa, pronto será derribado, porque su enemigo tiene por donde agarrarle. ¿Y qué son las cosas de la tierra sino una especie de indumentaria?»28.
Lc XII, 22-24, 27-28.
Lc XII, 30.
Lc XII, 30.
Cfr. Gen I, 26-31.
Mt VI, 19-21.
Mt VI, 24.
S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3 (PG 58, 607).
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/book-subject/amigos-de-dios/2177/ (02/10/2024)