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Derecho a la intimidad
Volvamos a la escena de la curación del ciego. Jesucristo ha replicado a sus discípulos que aquella desgracia no es consecuencia del pecado, sino ocasión para que se manifieste el poder de Dios. Y, con maravillosa sencillez, decide que el ciego vea.
Comienza entonces, junto con la felicidad, el tormento de aquel hombre. No le dejarán en paz. Primero son los vecinos y los que antes le habían visto pedir limosna11. El Evangelio no nos cuenta que se alegrasen, sino que no acertaban a creerlo, a pesar de que el ciego insistía en que ese, que antes no veía y ahora ve, es él mismo. En lugar de permitirle disfrutar serenamente de aquella gracia, lo llevan a los fariseos, que le preguntan de nuevo cómo ha sido. Y él responde, por segunda vez: puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo12.
Y los fariseos quieren demostrar que lo que ha pasado, un bien y un gran milagro, no ha pasado. Algunos recurren a razonamientos mezquinos, hipócritas, muy poco ecuánimes: ha curado en sábado y, como trabajar en sábado está prohibido, niegan el prodigio. Otros inician lo que hoy se llamaría una encuesta. Van a los padres del ciego: ¿es este vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? Pues, ¿cómo ve ahora?13. El miedo a los poderosos induce a que los padres contesten con una proposición, que reúne todas las garantías del método científico: sabemos que este es hijo nuestro y que nació ciego; pero cómo ahora ve no lo sabemos, ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos. Preguntádselo a él: ya es mayor y dará razón de sí14.
Los que realizan la encuesta no pueden creer, porque no quieren creer. Llamaron otra vez al que había sido ciego y le dijeron: ... nosotros sabemos que ese hombre —Jesucristo— es un pecador15.
Con pocas palabras, el relato de San Juan ejemplifica aquí un modelo de atentado tremendo contra el derecho básico, que por naturaleza a todos corresponde, de ser tratados con respeto.
El tema sigue siendo actual. No costaría trabajo alguno señalar, en esta época, casos de esa curiosidad agresiva que conduce a indagar morbosamente en la vida privada de los demás. Un mínimo sentido de la justicia exige que, incluso en la investigación de un presunto delito, se proceda con cautela y moderación, sin tomar por cierto lo que sólo es una posibilidad. Se comprende claramente hasta qué punto la curiosidad malsana por destripar lo que no sólo no es un delito, sino que puede ser una acción honrosa, deba calificarse como perversión.
Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio. En esta defensa suelen coincidir todos los hombres honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo, a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás y, mucho menos, de poner al descubierto la intimidad de su alma ante la mirada indiscreta y oblicua de gentes que nada alcanzan ni desean alcanzar de vida interior, si no es para mofarse impíamente.
Pero, ¡qué difícil resulta verse libres de esa agresividad oliscona! Los métodos, para no dejar al hombre tranquilo, se han multiplicado. Me refiero a los medios técnicos, y también a sistemas de argumentar aceptados, contra los que es difícil enfrentarse si se desea conservar la reputación. Así, se parte a veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es hipócrita y arrogante.
En ocasiones, se procede de otro modo: el que habla o escribe, calumniando, está dispuesto a admitir que sois un individuo íntegro, pero que otros quizá no harán lo mismo, y pueden publicar que eres un ladrón: ¿cómo demuestras que no eres un ladrón? O bien: usted ha afirmado incansablemente que su conducta es limpia, noble, recta. ¿Le molestaría considerarla de nuevo, para comprobar si —por el contrario— esa conducta suya es acaso sucia, innoble y torcida?
No son ejemplos imaginarios. Estoy persuadido de que cualquier persona, o cualquier institución un poco renombrada, podría aumentar la casuística. Se ha creado en algunos sectores la falsa mentalidad de que el público, el pueblo o como quieran llamarlo, tiene derecho a conocer e interpretar los pormenores más íntimos de la existencia de los demás.
Permitidme unas palabras sobre algo que está bien unido a mi alma. Desde hace más de treinta años, he dicho y escrito en mil formas diversas que el Opus Dei no busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente difundir, entre multitudes de todas las razas, de todas las condiciones sociales, de todos los países, el conocimiento y la práctica de la doctrina salvadora de Cristo: contribuir a que haya más amor de Dios en la tierra y, por tanto, más paz, más justicia entre los hombres, hijos de un solo Padre.
Muchos miles de personas —millones—, en todo el mundo, lo han entendido. Otros, más bien pocos, por los motivos que sean, parece que no. Si mi corazón está más cerca de los primeros, honro y amo también a los otros, porque en todos es respetable y estimable su dignidad, y todos están llamados a la gloria de hijos de Dios.
Pero nunca falta una minoría sectaria que, no entendiendo lo que yo y tantos amamos, querría que lo explicásemos de acuerdo con su mentalidad: exclusivamente política, ajena a lo sobrenatural, atenta únicamente al equilibrio de intereses y de presiones de grupos. Si no reciben una explicación así, errónea y amañada a gusto de ellos, siguen pensando que hay mentira, ocultamiento, planes siniestros.
Dejad que os descubra que, ante esos casos, ni me entristezco ni me preocupo. Añadiría que me divierto, si se pudiera pasar por alto que cometen una ofensa al prójimo y un pecado, que clama delante de Dios. Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos. Siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad.
Me ha venido a la cabeza con frecuencia la respuesta del ciego de nacimiento a los fariseos, que preguntaban por enésima vez cómo había sucedido el milagro: os lo he dicho ya, y lo habéis oído. ¿Para qué queréis oírlo de nuevo? ¿Será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?16.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/book-subject/es-cristo-que-pasa/109/ (03/10/2024)