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Pero el Señor, que ofrece su salvación a todos los hombres, sin discriminaciones de pueblo, raza, lengua o condición5, a nadie fuerza para que la acepte. Deja a los hombres en libertad: los hombres a veces no quieren, y obligan a Jesús a admitir sus excusas bajas y egoístas, sus negativas –habe me excusatum6– a la invitación amorosa de tomar parte en la gran cena.

Es un dolor ver que, después de veinte siglos, haya tan pocos que se llamen cristianos en el mundo y que, entre los que se llaman cristianos, haya tan pocos que tengan la verdadera doctrina de Jesucristo. Os he contado alguna vez que, contemplando un mapamundi, un hombre que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, me dijo: mire, de norte a sur, y de este a oeste, mire. ¿Qué quiere que mire?, le pregunté. Y esta fue su respuesta: el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el corazón de los hombres su doctrina y vea los resultados: no hay cristianos.

Me llené, al principio, de tristeza; pero, enseguida, de amor y de agradecimiento porque el Señor ha querido hacernos cooperadores libres de su obra redentora. Cristo no ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. Su redención es suficiente y sobreabundante, pero nos trata como a seres inteligentes y libres y ha dispuesto que, misteriosamente, cumplamos en nuestra carne –en nuestra vida– aquello que falta a su pasión pro corpore eius, quod est Ecclesia7.

La redención se continúa haciendo: y vosotros y yo somos corredentores. Vale la pena jugarse la vida entera, y saber sufrir, por amor, para sacar adelante las cosas de Dios y ayudarle a redimir el mundo, para corredimir. Ante esta consideración, es la hora de que vosotros y yo clamemos en alabanza a Dios: laudationem Domini loquetur os meum, et benedicat omnis caro nomini sancto eius8; que ensalce nuestra boca al Señor, y que todas las criaturas bendigan su santo nombre.

Notas
5

Cfr. Ga 3,28; Col 3,11.

6

Cfr. Lc 14, 15-24.

7

Col 1,24.

8

Sal 145[144],21.

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