Carta nº 29
Hemos sido elegidos por el amor de Dios, hijas e hijos queridísimos, para vivir este camino –siempre joven y nuevo– de la Obra, esta aventura humana y sobrenatural, que es corredención con Cristo, participación estrecha e íntima en el ansia impaciente de Jesús por extender el fuego que había venido a traer a la tierra1.
Él, con su cruz y su triunfo sobre la muerte, rasgó el decreto de condenación de los hombres2 y los ganó a todos con el precio inmenso e infinito de su sangre: empti enim estis pretio magno3, hemos sido comprados con un gran precio. A toda la humanidad, sin excepción, abrió la posibilidad de una nueva vida, de renacer en el Espíritu, de iniciar una existencia de vencedores que pueden exclamar: si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos ha de dar con Él todas las cosas?... Porque tengo la convicción de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni criatura alguna podrá arrebatarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Nuestro Señor4. ¡Himno espléndido de seguridad, de plenitud, de endiosamiento, que el pobre barro humano jamás pudo soñar en entonar!
Pero el Señor, que ofrece su salvación a todos los hombres, sin discriminaciones de pueblo, raza, lengua o condición5, a nadie fuerza para que la acepte. Deja a los hombres en libertad: los hombres a veces no quieren, y obligan a Jesús a admitir sus excusas bajas y egoístas, sus negativas –habe me excusatum6– a la invitación amorosa de tomar parte en la gran cena.
Es un dolor ver que, después de veinte siglos, haya tan pocos que se llamen cristianos en el mundo y que, entre los que se llaman cristianos, haya tan pocos que tengan la verdadera doctrina de Jesucristo. Os he contado alguna vez que, contemplando un mapamundi, un hombre que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, me dijo: mire, de norte a sur, y de este a oeste, mire. ¿Qué quiere que mire?, le pregunté. Y esta fue su respuesta: el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el corazón de los hombres su doctrina y vea los resultados: no hay cristianos.
Me llené, al principio, de tristeza; pero, enseguida, de amor y de agradecimiento porque el Señor ha querido hacernos cooperadores libres de su obra redentora. Cristo no ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. Su redención es suficiente y sobreabundante, pero nos trata como a seres inteligentes y libres y ha dispuesto que, misteriosamente, cumplamos en nuestra carne –en nuestra vida– aquello que falta a su pasión pro corpore eius, quod est Ecclesia7.
La redención se continúa haciendo: y vosotros y yo somos corredentores. Vale la pena jugarse la vida entera, y saber sufrir, por amor, para sacar adelante las cosas de Dios y ayudarle a redimir el mundo, para corredimir. Ante esta consideración, es la hora de que vosotros y yo clamemos en alabanza a Dios: laudationem Domini loquetur os meum, et benedicat omnis caro nomini sancto eius8; que ensalce nuestra boca al Señor, y que todas las criaturas bendigan su santo nombre.
No podemos olvidar, hijos míos, que el Señor ha dicho que su reino no es de este mundo9 porque, al permitir el mal uso de la libertad humana, ha tolerado que, hasta el día de la cosecha, crezca la cizaña al tiempo que el buen trigo10. ¡Y el mal ha prosperado! Ya desde la cuna de la Iglesia, aun en vida de los Apóstoles, surgen las herejías y los cismas. Persecuciones de los paganos, en los primeros tiempos de la cristiandad, mahometismo, protestantismo, y comunismo ahora. En el campo que Dios se ha hecho en la tierra, que es heredad de Cristo, hay cizaña. No solo cizaña, ¡abundancia de cizaña!
Hasta que descienda del cielo la ciudad santa, la nueva Jerusalén –cielo nuevo y tierra nueva11–, no habrá tregua en la batalla que se libra entre el Señor de los señores y Rey de reyes y los que están con él, llamados, escogidos y fieles12 por una parte, y los servidores de la bestia y del hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo13.
Optimismo fundado en Cristo
Nuestro optimismo no es un optimismo necio y presuntuoso: es realismo. Por eso no podemos ignorar la presencia del mal en el mundo, ni dejar de sentir la responsabilidad acuciante de haber sido convocados por Cristo, para batallar con Él su hermosa batalla de amor y de paz.
Hace bastantes años ya, en un retiro espiritual que daba a vuestros hermanos, les hacía observar la situación del mundo, que no ha cambiado mucho desde entonces. Les movía a contemplar –acudiendo a un modo gráfico– esa mancha roja que se extiende rápida por la tierra, que lo arrasa todo, que quiere destruir hasta el más pequeño sentido sobrenatural. Y el avance de otra ola muy grande de sensualidad –perdonadme–, de imbecilidad, porque los hombres tienden a vivir como bestias.
Y continuaba haciéndoles notar que aún se distingue otro color, que avanza y avanza, especialmente en los países latinos; de manera más hipócrita en otras naciones: el ambiente anticlerical –de anticlericalismo malo–, que intenta relegar a Dios y a la Iglesia al fondo de la conciencia o, dicho de otra forma más clara, quiere relegar a Dios y a la Iglesia a la vida privada, sin que el hecho de tener la fe se manifieste en la vida pública. No exagero: esos tres peligros son constantes, evidentes, agresivos.
No podéis –sería una comodidad intolerable– cerrar los ojos a esta realidad. No, para llenaros de pesimismo inerte e inactivo, sino para enardeceros y llenaros de las santas impaciencias de Cristo que, con paso rápido, adelantando a sus discípulos –praecedebat illos Iesus14–, hacía su último viaje a Jerusalén, para ser bautizado con un bautismo que había urgido continuamente su espíritu15.
Que haya siempre en vuestros labios y en vuestras almas una afirmación rotunda, juvenil y audaz: possumus!16, ¡podemos!, cuando sintáis la invitación del Señor: ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber y ser bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado?17.
Un hijo de Dios en su Obra, aunque sereno siempre con la serenidad de su filiación divina, no puede permanecer indiferente ante un mundo que no es cristiano ni siquiera humano. Porque muchos hombres no han llegado todavía a alcanzar aquellas condiciones de vida –en el orden temporal– que permiten el desarrollo del espíritu, y están como embotados para todo lo que no sea carnal. Se les pueden aplicar las palabras de la Escritura: son hombres animales, sin espíritu18. Se cumple, en esas pobres almas, lo que lamentaba San Pablo: animalis autem homo non percipit ea quae sunt Spiritus Dei19, porque esas pobres criaturas no ven la luz espiritual, no disciernen las cosas que son del espíritu de Dios.
Pero volved los ojos a esos pueblos, que han alcanzado un crecimiento casi increíble de cultura y de progreso; que, en pocos años, han llevado a cabo una evolución técnica admirable que les proporciona un alto nivel de vida material. Sus investigaciones –es una maravilla cómo Dios ayuda a la inteligencia humana– deberían haberles movido a acercarse a Dios, porque, en la medida en que son realidades verdaderas y buenas, proceden de Dios y conducen a Él.
Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre –por mucha perfección material que alcance– es vida animal. Solo cuando se abre al horizonte religioso culmina el hombre su afán por distinguirse de las bestias: la religión, desde cierto punto de vista, es como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia.
En el orden religioso, hijas e hijos míos, no hay progreso, no hay posibilidad de adelanto. La cumbre de ese progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin20. Por eso, en la vida espiritual no hay nada que inventar; solo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos –ipse Christus–, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in sæcula21. ¿Comprendéis que yo os repita, una y otra vez, que no tengo otra receta que daros más que esta: santidad personal? No hay otra cosa, hijos míos, no hay otra cosa.
Fermento para divinizar a los hombres
Se hace necesario un fermento, una levadura que divinice a los hombres y, al hacerlos divinos, los haga al mismo tiempo verdaderamente humanos. Aun muchos de los que se llaman discípulos de Jesús, aun los que se muestran oficialmente piadosos, tienen necesidad de fermento. La levadura hace la pasta tierna y ligera, la esponja, la elabora, dándole las condiciones propias para la alimentación. Sin fermento, la harina y el agua no producirían más que una masa compacta, indigesta, malsana.
Dios Nuestro Señor, en medio de las grandes deserciones, siempre se ha reservado un resto de hombres fieles, que actuasen en la masa como levadura. Volverá un resto, un resto de Jacob, al Dios fuerte; porque, aunque fuera tu pueblo, Israel, como las arenas del mar, solo un resto volverá22; el fruto restante queda en el olivo, cuando se sacude, cuando se hace el rebusco23, decían los profetas. También en el tiempo presente –escribía San Pablo a los romanos– ha quedado un resto, en virtud de una elección hecha por pura gracia24. Jesús puso como levadura unos pocos: aquel grupo de hombres santos y de santas mujeres, que colaboraban con los primeros, en cuyos corazones había hecho una siembra maravillosa.
A los primeros hermanos vuestros les hacía notar que éramos pocos. Y con una firme seguridad, les decía: ¡mejor! ¿Que enfrente hay muchedumbres? Pero nosotros estamos unidos por el amor. Y ellos, aunque aparentemente están unidos, de hecho viven disgregados, porque los unió el odio: el odio que ha existido siempre, el odio que brota de la vida egoísta, de la lucha eterna de las criaturas rebeldes contra su Creador. Y les añadía: ¿queremos ser más? ¡Pues seamos mejores!
Hijos de mi alma, el efecto de la levadura no se produce bruscamente, ni violenta ni parcialmente, sino con lentitud, sin prisa, por la virtud intrínseca que actúa sobre toda la masa. Y podéis comprobar –hoy que somos, por la gracia de Dios, multitud– la acción de un fermento: de aquellos pocos de la primera hora que tuvieron fe en Dios y en este pobre pecador, que han sido –como lo sois actualmente vosotros, en un ambiente casi universal– una levadura eficaz, por la fuerza de la vida sobrenatural, del trabajo y del gustoso espíritu de sacrificio.
Durante años, me encendía en amor de Dios la consideración del afán de Jesús por incendiar el mundo con su fuego. Y no podía contener dentro de mí aquel hervor que se abría impetuosamente en mi alma y que, expresándose en las palabras mismas del Maestro, salía a gritos de mi boca: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?... Ecce ego quia vocasti me25; he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?... Aquí estoy, porque me has llamado.
Todos mis hijos han de sentir ese deseo magnánimo de poner todo el empeño, con el sacrificio que haga falta, para que se activen las energías agarrotadas y entumecidas de los hombres en servicio de Dios, haciendo propio aquel clamor del Señor: misereor super turbam26, teniendo cariño a la muchedumbre.
Nadie puede vivir tranquilo, en el Opus Dei, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, os dije alguna vez. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia, cuántas posibilidades! Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno, como Jesús hacía –singulis manus imponens27–, para tornarlos a la vida, para curarlos, para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles! Y haremos entonces del rebaño, ejército; de la manada, mesnada; y extraeremos de la piara a quienes no quieran ser inmundos.
Tiene hoy la Obra fragancia de campo cuajado28 y –ante la fecundidad de la labor– no hace falta fe, para darse cuenta de que el Señor ha bendecido a manos llenas nuestro trabajo. Hace años que, haciendo oración, con agradecimiento al Señor, cantaba yo a la Obra aquella copla de mi tierra: capullico, capullico, / ya te estás volviendo rosa: / ya se está acercando el tiempo, / de decirte alguna cosa. Hijos míos, hoy tenéis en vuestras manos unas bellísimas rosas, espléndidas, aunque tengan espinas. Este es el momento de no dormirse, de vibrar, para recoger –y entregarla a Jesucristo y a su Iglesia Santa– la cosecha ganada con tanto esfuerzo.
Labor de San Gabriel: dar sentido cristiano a toda la sociedad
Toda nuestra labor apostólica va directamente a dar sentido cristiano a la sociedad humana, pero con la obra de San Gabriel llenamos todas las actividades del mundo de un contenido sobrenatural, que –a medida que se vaya extendiendo– irá contribuyendo eficazmente a solucionar los grandes problemas de los hombres.
Entre los Supernumerarios, hay toda la gama de condiciones sociales, de profesiones y de oficios. Todas las circunstancias y las situaciones de la vida son santificadas por esos hijos míos –hombres y mujeres–, que dentro de su estado y de su situación en el mundo, se dedican a buscar la perfección cristiana con plenitud de vocación.
Digo con plenitud de vocación, porque –en las circunstancias en las que providencialmente Dios los ha colocado– se esfuerzan por corresponder con generosidad total a cuanto el Señor les pide, llamándoles a su Obra: un servicio sin reservas, como ciudadanos católicos responsables, a la Iglesia Santa, al Romano Pontífice y a todas las almas.
La mayor parte de mis hijos Supernumerarios viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor y los deberes conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación. Llevo más de treinta años tratando de meter en el alma de tantas gentes el sentido vocacional del matrimonio; y enseñando –esto no lo digo yo, lo ha definido la Iglesia[1]– que la virginidad, y también la castidad perfecta, es superior al matrimonio, hemos exaltado el matrimonio hasta hacer de él una vocación. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez cuando, creyendo –ellos y ellas– incompatibles en su vida la entrega y un amor noble y limpio, me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra! Volveré más adelante a hablar de este punto.
Entre los discípulos de Cristo, estaba representada toda la sociedad de su tiempo: le seguían lo mismo las gentes del pueblo que los hombres influyentes. Con frecuencia os he hecho fijar la atención en aquellos dos discípulos: Nicodemo, doctor de la ley y hombre principal –miembro del sinedrio tal vez– y José de Arimatea, rico, de la aristocracia laica del supremo tribunal de Jerusalén. Actuaban discreta y calladamente, firmes en la vida pública a los imperativos de su conciencia29, y valientes y audaces, a cara descubierta, en la hora difícil30. Siempre he pensado –y os lo he dicho– que estos dos varones comprenderían muy bien, si viviesen hoy, la vocación de los Supernumerarios del Opus Dei.
Lo mismo que entre los primeros seguidores de Cristo, en nuestros Supernumerarios está presente toda la sociedad actual, y lo estará la de siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos. Una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa; especialización verdadera y auténtica del apostolado, porque todas las vocaciones humanas –limpias, dignas– se hacen apostólicas, divinas.
Nos interesan gentes que procedan de todas las profesiones y oficios, de todas las condiciones sociales, de las situaciones más diversas, que se dan o puedan darse, en ese entretejido de mutuos servicios que es la sociedad humana: porque todo ese conjunto de interrelaciones vivas ha de ser penetrado por el fermento de Cristo.
Daos cuenta, hijos míos, de que no destacamos unas profesiones o condiciones sociales sobre las demás[2]. El valor que buscamos en todas ellas –sin discriminaciones, sin mentalidad clasista– es lo que tienen de servicio a la comunidad, de forma que elevamos y engrandecemos incluso los oficios que, a los ojos de algunos, tienen poca consideración social. Todas esas tareas cooperan al bien temporal de la humanidad entera y, si se cumplen con perfección y por un motivo sobrenatural –si se espiritualizan–, cooperan también en la obra divina de la Redención, fomentan la fraternidad entre todos los hombres, haciéndoles sentirse miembros de la gran familia de los hijos de Dios.
No sacamos a nadie de su sitio: ahí, en esas circunstancias en las que el Señor le llamó, ha de santificarse cada uno y santificar su ambiente, la parcela humana a la que se encuentra vinculado, por la que se encuentra justificada su existencia en el mundo. También en esto tenemos el mismo sentir de los primeros cristianos.
Recordad lo que San Pablo escribía a los fieles de Corinto: cada uno permanezca en el estado en que fue llamado. ¿Fuiste llamado en la servidumbre? No te importe y, aun pudiendo hacerte libre, aprovéchate más bien de tu servidumbre[3]. Pues el que, siendo siervo, fue llamado por el Señor, es liberto del Señor, y del mismo modo, el que recibió la llamada siendo libre, es siervo de Cristo. Habéis sido comprados a gran precio: no os hagáis esclavos de los hombres. Hermanos: persevere cada uno ante Dios, en la condición en que por Él fue llamado31.
Empapar de espíritu cristiano todas las actividades del mundo
En todos los niveles de la sociedad, buscad especialmente –con la gracia de Dios– vocaciones a su Obra entre aquellas personas que, por su trabajo, se encuentran en centros vitales de la convivencia humana, en aquellas situaciones que constituyen, por decir así, nudos o lugares de encuentro e intersección de densas relaciones sociales.
No me refiero solo a los puestos rectores de una comunidad nacional o superior, desde los que –con espíritu de servicio– tanto bien se puede hacer, para lograr que la sociedad se estructure de acuerdo con las exigencias de Cristo, que son garantía de paz verdadera y de auténtico progreso social.
Me refiero también –porque interesan tanto o más– a aquellos puestos, profesiones u oficios que, en la esfera de las sociedades menores, son, por su naturaleza, medios de contacto con multitud de gentes, desde los que se puede formar cristianamente su opinión, influir en su mentalidad, despertar su conciencia, con ese constante afán por dar doctrina, que debe caracterizar a todos los hijos de Dios en su Obra.
Por eso, os he dicho con frecuencia que interesa –interesa a Dios Nuestro Señor– que haya muchas vocaciones entre las gentes que son claves en los pueblos: personal de las corporaciones municipales –secretarios de ayuntamiento, concejales, etc.–, maestros, barberos, vendedores ambulantes, farmacéuticos, comadronas, carteros, mozos de restaurantes, sirvientas, voceadores de periódicos, dependientes de comercios, etc.
Nuestra labor debe llegar hasta el último pueblo, porque el afán de amor y de paz, que nos mueve, empapará de espíritu cristiano todas las actividades del mundo, a través de este trabajo capilar, que cuida de informar cristianamente las células vivas que forman las comunidades superiores. No deberá haber ningún pueblo, donde no irradie nuestro espíritu algún Supernumerario. Y, según nuestro modo tradicional de hacer, ese hijo mío procurará enseguida pegar a otros su inquietud santa: y pronto habrá allí un grupo de hijos de Dios en su Obra, que se atenderá convenientemente –con los viajes y visitas que sean necesarios–, para que no se agoste, sino que se mantenga vibrante y activo.
Se comprende perfectamente, después de haber señalado la completa diversidad de los socios de la Obra, nuestra pluralidad: en las cosas de fe o en las del espíritu del Opus Dei, que son el mínimo denominador común, podemos hablar de nosotros; en todas las demás, en todo lo temporal y en todo lo teológico opinable –numerador inmenso y libérrimo–, ninguno de mis hijos puede decir nosotros: debéis decir yo, tú, él.
Sabéis muy bien, hijos míos, que no tiene nuestra labor apostólica una finalidad especializada[4]: tiene todas las especializaciones, porque arraiga en la diversidad de especializaciones de la misma vida; porque enaltece y eleva al orden sobrenatural, y convierte en auténtica labor de almas, todos los servicios que unos hombres prestan a los otros, en el engranaje de la sociedad humana.
En los últimos siglos, los religiosos de vida activa, tratando de acercarse al mundo –aunque siempre desde fuera–, han intentado especializar sus apostolados e infundir el espíritu cristiano en determinadas tareas humanas: educación, beneficencia, etc. Labor benemérita, aunque con frecuencia no tenía tanto la finalidad de configurar o expresar la vocación propia de los religiosos como la de suplir la falta de iniciativa de los ciudadanos católicos. Estos, quizá porque se había descuidado su formación cristiana, no sentían la responsabilidad de cristianizar las instituciones temporales.
Pero los religiosos, en esa tarea –no específica de su vocación, sino de suplencia–, al buscar la especialización, se encontraban limitados, ya que hay muchos campos humanos que, siendo nobles y limpios, son absolutamente incompatibles con el estado propio de esas almas, cuya principal misión común es ofrecer al mundo –del que se han segregado santamente– el testimonio de su vida consagrada. Además, el laicismo de los últimos tiempos –en muchos países, aun católicos– va echando a los religiosos de las escuelas, de las instituciones benéficas, o –al menos– limitando sus actividades no estrictamente religiosas.
Con el apostolado de la Obra, los laicos, sin suplencias de ningún tipo[5], sino tomando posesión –con conciencia plena y responsable– del campo específico que Dios les ha señalado como lugar de su misión en la Iglesia, llevan a cabo un apostolado, cuyas posibilidades de especialización son imprevisibles, porque se confunden con las posibilidades del trabajo humano y de sus funciones sociales y, sin inmovilismos, ese apostolado está abierto a todos los cambios de estructuras que puedan ocurrir, con el curso del tiempo, en la configuración de la sociedad.
No puedo, ahora, dejar de considerar que es muy difícil que los religiosos se sientan con vocación profesional secular y corriente –si la hubieran tenido, no serían religiosos–, y que formarlos para un trabajo profesional es difícil, caro, superpuesto y artificial: pienso que solamente un número muy pequeño de personas podría, en esas condiciones, llegar al nivel medio profesional de la gente de la calle.
Preocupación y responsabilidad de toda la Iglesia Santa
Por ese motivo, podemos decir, hijos míos, que pesa sobre nosotros la preocupación y la responsabilidad de toda la Iglesia Santa –sollicitudo totius Sanctae Ecclesiae Dei–, no de esta parcela concreta o de aquella otra. Secundando la responsabilidad oficial –jurídica, de iure divino– del Romano Pontífice y de los Reverendísimos Ordinarios, nosotros, con una responsabilidad no jurídica, sino espiritual, ascética, de amor, servimos a toda la Iglesia con un servicio de carácter profesional, de ciudadanos que llevan el testimonio cristiano del ejemplo y la doctrina hasta los últimos rincones de la sociedad civil.
Demuestra la historia el papel decisivo que, en momentos difíciles para la unidad de la Iglesia, jugaron las obras de carácter universal, como las Órdenes y las Congregaciones religiosas. Nosotros, con una vocación que nada tiene que ver con la de los religiosos, constituimos una Asociación de carácter universal, con una jerarquía interna universal también, que nos distingue claramente de los llamados movimientos de apostolado[6] y nos hace un instrumento cohesivo y eficaz al servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice.
Vuestra eficacia, hijos míos, será consecuencia de vuestra santidad personal, que cuajará en obras responsables, que no se esconden en el anonimato. Cristo Jesús, Buen Sembrador, nos aprieta –como al trigo– en su mano llagada, nos inunda con su sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha! Y luego, generosamente, nos echa por el mundo uno a uno, como deben ir sus hijos del Opus Dei, esparcidos: que el trigo no se siembra a sacos, sino grano a grano.
Sois luz en el Señor: comportaos, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad32. Es inconcebible –sería una falsedad, una doble vida, una comedia– la vida de un hijo mío que no dé frutos abundantes de apostolado. Os digo una vez más que ese hijo mío estaría muerto, ¡podrido!: iam foetet33. Y yo –lo sabéis bien– a los cadáveres los entierro piadosamente.
A través del trato individual con vuestros compañeros de profesión o de oficio, con vuestros parientes, amigos y vecinos, en una labor que muchas veces he llamado apostolado de amistad y de confidencia, sacudiréis su modorra, abriréis horizontes amplios a su existencia egoísta y aburguesada, les complicaréis la vida, haciendo que se olviden de sí mismos y comprendan los problemas de quienes les rodean. Y estad seguros de que, al complicarles la vida, los lleváis –tenéis experiencia– al gaudium cum pace, a la alegría y a la paz.
Ese apostolado personal –que no es labor anárquica, porque seguís en él las orientaciones doctrinales o prácticas de vuestros Directores–, si lo realizáis con constancia, creará un ambiente sereno en torno vuestro y reproducirá en vuestros hogares la imagen de aquellas casas de los primeros fieles cristianos.
Al ejercitar esa labor apostólica individual, procuráis acercar –a las personas que tratáis– a los medios colectivos de formación espiritual y doctrinal que la Obra organiza –retiros espirituales, conferencias, círculos, etc.– y a la dirección espiritual con nuestros sacerdotes: porque esos medios son eficacísimos –necesarios– para completar la atención de esas almas, que cada uno de vosotros cuidáis, sirviéndoos de vuestra vida profesional, del lugar que ocupáis en el mundo, de vuestra situación familiar; sirviéndoos de todo, porque todo es medio de apostolado.
Pero no os podéis detener ahí. No os podéis quedar satisfechos, cuando ya habéis llevado a algunos de vuestros parientes o amistades a un retiro espiritual, o cuando los habéis puesto en contacto con algún sacerdote de la Obra. No se acaba ahí vuestro trabajo apostólico. Porque es preciso también que os deis perfecta cuenta de que hacéis un apostolado fecundísimo, cuando os esforzáis por orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajáis y os movéis.
Procurar que esas instituciones y esas estructuras se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida, es realizar un apostolado de base muy amplia, porque –al encarnar de ese modo el espíritu de justicia– aseguráis a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitáis a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana.
Cuando me oigáis hablar de justicia, no entendáis esta palabra en un sentido estrecho, porque –para que los hombres sean felices– no es suficiente establecer sus relaciones sobre la justicia, que da a cada uno lo suyo con frialdad: yo os hablo de caridad, que supone y desborda la justicia; y de caridad de Cristo, que no es caridad oficial, sino cariño.
Siembra de paz y de amor
Por eso, al actuar en la sociedad, huid siempre de enfrentar a unos hombres con los demás, porque un cristiano no puede tener mentalidad de clase, de casta; no hundáis a unos para levantar a otros, porque en esa actitud se esconde siempre una concepción materialista: dad a todos la oportunidad de desarrollar su personalidad y de elevar su vida por el trabajo; y no os conforméis con evitar los odios, porque ha de ser denominador común nuestro hacer una siembra de paz y de amor.
Al acometer vuestro trabajo, cualquiera que sea, haced, hijos míos, un examen para comprobar, en la presencia de Dios, si el espíritu que inspira esa tarea es, en realidad, espíritu cristiano, teniendo en cuenta que el cambio de las circunstancias históricas –con las modificaciones que introduce en la configuración de la sociedad– puede hacer que lo que fue justo y bueno en un momento dado, deje de serlo. De ahí, que deba ser incesante en vosotros esa crítica constructiva, que hace imposible la acción paralizante y desastrosa de la inercia.
Hemos de conquistar para Cristo todo valor humano que sea noble: estad atentos a cuanto existe de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de virtuoso y digno de alabanza34. Cualquier realidad que aparezca en la vida de los hombres, hemos de conducirla enseguida a Dios, descubriendo su sentido divino. Por eso, como os he repetido tantas veces, es necesario que no perdáis nunca el punto de mira sobrenatural. Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él35.
Siempre adheridos a las estructuras temporales, siempre al día, no necesitaréis nunca –como se dice hoy– aggiornamento, porque tendréis en todo instante una esperanza comprensiva y responsable con el mundo de todas las épocas, exigiendo que sean afirmados los valores de la libertad, de la dignidad de la persona, siempre con voluntad de unidad y de amor en ese servicio.
Ha querido el Señor que, con nuestra vocación, manifestemos aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo. No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias36, procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo37, todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas.
Cometen estos el gran pecado de olvidar el pecado, que algunos incluso piensan haber ya quitado de en medio. No consideran que forma parte de la economía redentora que el grano de trigo, para que sea fecundo, debe ser hundido en la tierra y morir38. El final de esos hombres será la perdición, su Dios es el vientre, y la confusión será la gloria de quienes tienen el corazón puesto en las cosas terrenas. Porque nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que transfigurará la miseria de nuestro cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas39.
Con ese sentido de profunda humildad –fuertes en el nombre de nuestro Dios y no en los recursos de nuestros carros de combate y de nuestros caballos40–, estad presentes sin miedo en todas las actividades y organizaciones de los hombres, para que Cristo esté presente en ellas. Yo he aplicado a nuestro modo de trabajar aquellas palabras de la Escritura: ubicumque fuerit corpus, illic congregabuntur et aquilae41, porque Dios Nuestro Señor nos pediría cuenta estrecha, si, por dejadez o comodidad, cada uno de vosotros, libremente, no procurara intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad.
Es muy propio de vuestra vocación la intervención prudente –y cuando digo prudente, no digo tímida–, activa y discreta, a la manera de como actúan los ángeles, que tienen una acción invisible pero eficacísima, en las diversas asociaciones y corporaciones –públicas o no– de ámbito local, nacional o de extensión internacional.
No podéis estar ausentes –sería una criminal omisión– de las asambleas, congresos, exposiciones, reuniones de científicos o de obreros, cursos de estudio, de toda iniciativa, en una palabra, científica, cultural, artística, social, económica, deportiva, etc. A veces las promoveréis vosotros mismos; la mayor parte de las veces habrán sido organizadas por otros y vosotros acudiréis. Pero, en todo caso, os esforzaréis por no asistir pasivamente, sino que, sintiendo la carga –amable carga– de vuestra responsabilidad, procuraréis haceros necesarios –por vuestro prestigio, por vuestra iniciativa, por vuestro empuje–, de forma que deis el tono conveniente e infundáis el espíritu cristiano en todas esas organizaciones.
Individualmente, sin formar grupo –es imposible que lo forméis pues todos y cada uno gozáis de una libertad ilimitada en todo lo temporal–, tomad parte activa y eficaz en las asociaciones oficiales o privadas, porque nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres. Hasta una sociedad de cazadores o de coleccionistas, por poner algún ejemplo, se puede aprovechar para hacer mucho bien o mucho mal: todo depende de los hombres que las rigen o las inspiran.
Aunque, como os he dicho, trabajáis individualmente –con libertad y responsabilidad personales– en esos terrenos, sabed que hacéis un servicio a Dios Nuestro Señor cuando formáis a vuestro alrededor a otros hermanos vuestros –orientándolos; sin torcer, como es lógico, sus propias inclinaciones–, que os puedan sustituir o suceder, para que nunca, por falta de uno de vosotros, quede una parcela de campo al descubierto.
Así actuaron los primeros cristianos
Así actuaron los primeros cristianos. No tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían.
Con un apostolado personal semejante al nuestro, fueron haciendo prosélitos y, durante su cautividad, ya enviaba Pablo a las iglesias los saludos de los cristianos que vivían en la casa del César42. ¿No os conmueve aquella carta encantadora que dirige el Apóstol a Filemón, que es un testimonio vivo de cómo el fermento de Cristo –sin pretenderlo directamente– había dado un nuevo sentido, por el influjo de la caridad, a las estructuras de la sociedad heril?43.
Somos de ayer y llenamos ya el orbe y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, las aldeas, los municipios, los concejos, los mismos campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro: solo os hemos dejado vuestros templos, escribía –poco después de un siglo– Tertuliano44.
Hijos míos, llenaos de esperanza y de ánimo: sin pausa trabajemos por la paz y por nuestra mutua edificación45. No volváis mal por mal; procurad obrar el bien, no solo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres. A ser posible y en cuanto de vosotros depende, tened paz con todos46.
Recordad muchas veces, para que os sirva de acicate, la queja del Señor: filii huius sæculi prudentiores filiis lucis in generatione sua sunt47; los hijos de las tinieblas son más prudentes que los hijos de la luz. Palabras duras pero muy exactas, porque, por desgracia, se cumplen cada día.
Entretanto, los enemigos de Dios y de su Iglesia se mueven y se organizan. Con una constancia ejemplar, se preparan sus cuadros, mantienen escuelas donde forman directivos y agitadores, y con una acción disimulada –pero eficaz– propagan sus ideas y llevan, a los hogares y a los lugares de trabajo, su semilla destructora de toda ideología religiosa.
Hoy, hijos míos, el marxismo –en sus diferentes formas– está activo: sistemáticamente, intenta dar fundamento científico al ateísmo y, con una propaganda incesante, no tanto clamorosa como individual, critica todo asomo de religión y, configurándose como una fe y una esperanza terrenas, quiere sustituir la verdadera Fe y la Esperanza verdadera.
No comprendo a esas personas que se llaman católicas y que abren los brazos al marxismo –tantas veces condenado por la Iglesia como incompatible con su doctrina–, que dan la mano a los enemigos de Dios, y a los católicos que no piensan como ellos los tratan como enemigos. El católico que maltrata a otros católicos, y trata con aparente caridad a los que no lo son, yerra gravemente, yerra contra la justicia, encubriendo su error con una falsa caridad. Porque la caridad, si no es ordenada, deja de ser caridad.
Hijos míos, del enemigo el consejo[7]. Sed avisados y prudentes y no os durmáis: hora est iam nos de somno surgere48, es hora de sacudir la pereza y la somnolencia. No olvidéis que lugares de la tierra, que fueron en otro tiempo testigos de iglesias florecientes, son actualmente un erial, donde no se pronuncia el nombre de Cristo. Sería comodidad tratar de justificar ese fracaso, pensando que está en los planes divinos escribir derecho con renglones torcidos y que, al final, la causa de Dios triunfa siempre. Es verdad que Cristo triunfa siempre, pero, muchas veces, a pesar de nosotros.
Sin espíritu belicoso ni agresivo, in hoc pulcherrimo caritatis bello, con una comprensión que acoge a todos y colabora con todos los hombres de buena voluntad –también, sin transigir con los errores que profesan, con los que no conocen o no aman a Jesucristo–, no olvidéis que el Señor dijo: no penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada49. Es muy fácil prestar atención solo a la mansedumbre de Jesús y orillar –porque estorban a la comodidad y al conformismo– sus palabras, divinas también, con las que nos aguijonea para que nos compliquemos la vida.
Defensa de la verdad, ahogando el mal en abundancia de bien
No nos gusta a los hombres, por lo general, decir y mantener la verdad, porque es más cómodo procurar ser aceptados por todos, no correr el riesgo de disgustarnos con alguno. Nuestra actitud ha de ser, hijos míos, de comprensión, de amor. Nuestra actuación no se dirige contra nadie, no puede tener nunca matices de sectarismo: nos esforzamos en ahogar el mal en abundancia de bien. Nuestro trabajo no es labor negativa: no es antinada. Es afirmación, juventud, alegría y paz. Pero no a costa de la verdad.
Porque cultivamos la libre personalidad de cada uno, los hijos de Dios en su Obra somos gente que sabe pensar por cuenta propia, que no acoge, sin más, los tópicos, los lugares comunes que hacen furor –son moda– durante un determinado tiempo. Nuestra formación nos enseña a realizar una labor de criba, que aprovecha lo que es bueno y deja lo demás. Muchas veces habrá que ir –hemos ido casi siempre– contra corriente, abriendo cauces y caminos nuevos. No por afán de originalidad, sino por lealtad a Jesucristo y a su doctrina. Lo fácil es dejarse llevar, pero las posturas fáciles son también frecuentemente actitudes que demuestran falta de responsabilidad.
Es cierto que habéis de vivir, en todo momento, entre las gentes de vuestro tiempo, de acuerdo con su mentalidad y sus costumbres, pero siempre prontos a dar razón de vuestra esperanza50 en Jesucristo, no vaya a ser que, porque no tenéis que adaptaros –ya que os encontráis en medio de vuestros iguales–, no se pueda distinguir que sois discípulos del Señor. ¡Cuánto sentimentalismo, miedo, cobardía hay en ciertos afanes de adaptación!
Hijos de mi alma, no veáis detrás de mis palabras más que un amor muy grande a todos los hombres, un corazón abierto a todas sus inquietudes y problemas, una comprensión inmensa, que no sabe de discriminaciones ni de exclusivismos. Y entended que es, no el temor –porque no tenemos miedo a nada ni a nadie, ni a Dios que es nuestro Padre–, sino el sentimiento de responsabilidad de que un día hemos de dar cuenta al Señor de nuestra misión corredentora, lo que nos urge –caritas enim Christi urget nos51– a no desmayar, a encontrarnos siempre insatisfechos de las etapas adquiridas, ¡a no dormirnos sobre los laureles!
Sin flojera, fervorosos de espíritu52, aprovechad el tiempo53, porque la vida es breve: mientras hay tiempo, hagamos bien a todos, especialmente a los hermanos en la fe54. Llenad de amor este pobre mundo nuestro, porque es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad: dabo tibi gentes hereditatem tuam et possessionem tuam terminos terrae55. Tened en cuenta que lo posible lo hace cualquiera, y Dios Nuestro Señor nos pide –y nos da su gracia para conseguirlo– que hagamos cosas que os parecerán imposibles.
No os quedéis en idealismos: sed realistas. Veis cosas tan grandes, tanto campo para trabajar, tanta labor y tantas posibilidades, que, después de contemplarlas, puede ser que ya os quedéis satisfechos y os olvidéis de las cosas concretas –hodie, nunc–, que han de hacer posible que todo eso llegue a ser realidad algún día.
En medio de esta hermosísima lucha, permaneced serenos. Son perniciosas las inquietudes enredadoras. Corripite inquietos56, amonestaba Pablo a la comunidad cristiana de Tesalónica. Porque hemos oído –les decía– que algunos viven entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada, ocupados en entrometerse en todo57. Y les daba el remedio único, que no es otro que el cumplimiento del deber: cuando hacemos aquello que tenemos que hacer y estamos en lo que hacemos, cuajamos en realidad los grandes proyectos de Dios. A esos tales –continuaba el Apóstol– les ordenamos y rogamos por amor del Señor Jesucristo que, trabajando con serenidad, coman su pan58.
Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas
¡Cuánto espera el Señor de vuestro trabajo constante, ilusionado y lleno de entusiasmo –aunque sin ilusión y entusiasmo sensibles, con frecuencia–, con el que tratáis de cristianizar todas las actividades del mundo: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas!
Esa labor es particularmente propia de mis hijos y también de mis hijas Supernumerarias, tan recias –a veces más que los varones– en llevar la sal y la luz de Cristo a los ambientes en que se mueven: el hogar y la vida de relación social y el ejercicio de las profesiones más varias.
Releed aquel pasaje del Viejo Testamento, en el que Judit tuerce la voluntad del pueblo y de sus jefes, dispuestos a entregar la ciudad a los ejércitos enemigos. Llegaron a los oídos de Judit –dice el sagrado texto– las desatinadas palabras que el pueblo había dirigido al jefe... e hizo llamar a los ancianos de la ciudad, Ocías, Cabris y Carmis, y cuando llegaron les dijo: escuchadme, príncipes de la ciudad de Betulia. No es acertado lo que hoy habéis dicho al pueblo... ¿Quiénes sois vosotros para tentar a Dios, los que estáis constituidos en lugar de Dios en medio de los hijos de los hombres? ¿Pretendéis poner a prueba al Dios omnipotente? ¿No acabaréis de aprender?59 Reprensión llena de energía y audacia que es un exponente de lo que una mujer sobrenatural y valiente, fiel a su conciencia, puede influir en el curso de la vida pública –normalmente de un modo callado, discreto y eficacísimo– a la hora de defender los intereses de Cristo. No dejéis de meditar tampoco en la fortaleza de María Santísima y de aquellas santas mujeres, que se mantuvieron enteras y firmes al pie de la cruz, cuando desertaron los varones, a la hora de la cobardía general.
Hijas e hijos míos, si conserváis este buen espíritu, se podrá aplicar a vosotros hoy lo que el libro de los Hechos dice de los Apóstoles de Jesús: por las manos de los Apóstoles se realizaban muchos milagros y prodigios en el pueblo60. Serán –los vuestros– milagros sin espectáculo, pero estad seguros de que serán verdaderos milagros.
En el ejercicio de vuestras profesiones, en vuestra vida pública y, generalmente, en todo lo que es temporal, actuáis cada uno con personal libertad y responsabilidad, formando vuestras opiniones, siempre según los dictados de vuestra conciencia, pero con una diversidad maravillosa. No comprometéis –no podéis comprometer– ni a la Iglesia ni a la Obra, porque tenéis mentalidad plenamente laical y, por tanto, amiga de una libertad que no se limita por otras trabas que aquellas que vienen señaladas por la doctrina y la moral de Jesucristo.
El fin y los medios de la Obra de Dios no son temporales: son plena y exclusivamente sobrenaturales, espirituales. La Obra está al margen, es ajena a intereses humanos, políticos, económicos, etc. Es, por su naturaleza, trascendente a la sociedad terrena y nunca, por tanto, podrá anclarse en una cultura determinada, ni ligarse a unas concretas circunstancias políticas, ni vincularse a una cierta época de la historia humana.
Algunas veces, el Opus Dei, como corporación, promueve tareas e iniciativas apostólicas. Son labores –de enseñanza, de propaganda cristiana, asistenciales, etc.– conocidas por todos y abiertas a todos, también a los no católicos y a los no cristianos, que se realizan dentro de los términos señalados por las leyes civiles de cada país. No constituyen estas labores corporativas una actuación eclesiástica, porque son, simple y sencillamente, actividades profesionales de ciudadanos, aunque con entraña y fines apostólicos.
Conciencia cristiana al vivir las obligaciones cívicas
Pero el hecho de que nuestra Obra sea completamente ajena a los intereses de la sociedad terrena, a las empresas de orden económico o social, a las actividades políticas, etc., no quiere decir que permanezca indiferente ante el espíritu –o la falta de espíritu– que anime las instituciones de la ciudad temporal. Nos interesa que los ciudadanos tengan conciencia clara de sus obligaciones cívicas, que las cumplan con recto criterio humano y con cristiano sentido de la vida.
He dicho muchas veces que, en el Catecismo de la Doctrina Cristiana, que se hace aprender a los niños, deberían incluirse unas cuantas preguntas y respuestas, en las que se recogiesen esos deberes, para que, desde la infancia, se grabase en sus inteligencias que son preceptos divinos y, más tarde, al hacerse hombres, sintiesen la responsabilidad en conciencia de cumplirlos.
Se malentiende, a veces, aquella distinción que hizo el Señor entre las cosas de Dios y las cosas del César61. Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: la Iglesia y el Estado y, con ello, previno los efectos nocivos del cesarismo y del clericalismo. Sentó la doctrina de un anticlericalismo sano, que es amor profundo y verdadero al sacerdocio –da pena que la alta misión sacerdotal se rebaje y envilezca, mezclándose en asuntos terrenos y mezquinos–, y fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica.
Pero la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana. Porque esto sería la negación de la fe de Cristo, que exige la adhesión del hombre entero, alma y cuerpo; individuo y miembro de la sociedad.
El mensaje de Cristo ilumina la vida íntegra de los hombres, su principio y su fin, no solo el campo estrecho de unas subjetivas prácticas de piedad. Y el laicismo es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Por eso, entenderéis que a la Obra –como a la Iglesia, de la que es un órgano vivo– le interesa la sociedad humana, porque hay en ella derechos inalienables de Cristo, que es preciso proteger. Hasta el punto de que se puede decir que todo el apostolado del Opus Dei se reduce a dar doctrina, para que todos sus miembros y las gentes que se acercan a su formación ejerciten individualmente –como ciudadanos– una acción apostólica de carácter profesional, santificando la profesión, santificándose en la profesión y santificando a los demás con la profesión.
En repetidas ocasiones os he dicho que la Obra de ordinario no actúa exteriormente: como si no existiese. Son sus miembros quienes, respetuosos con las leyes civiles de cada país, dentro de esas leyes trabajan. La actividad del Opus Dei se dirige principalmente a dar a sus socios una intensa formación espiritual, doctrinal y apostólica.
Es la labor de la Obra como una gran catequesis, como una inmensa dirección espiritual que ilustra, aconseja, mueve, espolea y alienta la conciencia de muchas almas para que no se aburguesen, mantengan viva su dignidad cristiana, ejerciten los derechos y cumplan los deberes de ciudadanos católicos responsables.
Formación de los Supernumerarios
Hijas e hijos míos Supernumerarios, la formación que os da el Opus Dei es flexible: se adapta, como el guante a la mano, a vuestra situación personal y social. Debéis ser muy claros, en la dirección espiritual, para exponer las circunstancias concretas del trabajo, de la familia, de las obligaciones sociales, porque, siendo en nosotros único el espíritu y únicos los medios ascéticos, se pueden y se deben hacer realidad en cada caso sin rigideces.
Hablad sinceramente con vuestros Directores, para que nunca se turbe la libertad y la paz de vuestro espíritu ante dificultades que encontréis –muchas veces imaginarias–, que tienen siempre solución. Tened en cuenta que la formación espiritual, que recibimos, es opuesta a la complicación, al escrúpulo, a la cohibición interior: el espíritu de la Obra nos da libertad de espíritu, simplifica nuestra vida, evita que seamos retorcidos, enmarañados; hace que nos olvidemos de nosotros mismos, y que nos preocupemos generosamente de los demás.
Para recibir la formación, solo excepcionalmente debéis ir por las casas, en las que hacen vida de familia los socios Numerarios: es más discreto que veáis a los Directores y Celadores en vuestros lugares de trabajo, en vuestras casas, en la calle, que es el lugar donde el Señor nos ha llamado. Y, para recibir la formación colectiva, no resulta indiscreto ir a la sede de alguna de nuestras obras corporativas, que tienen las puertas y las ventanas de par en par, porque están abiertas a todas las almas.
La Obra, junto a la formación ascética, os da una formación doctrinal sólida que es parte integrante de ese denominador común –aire de familia– de todos los hijos de Dios en su Opus Dei. Necesitáis esa base de ideas claras sobre los temas fundamentales, para estar en condiciones de iluminar tantas inteligencias y de defender a la Iglesia de los ataques, que recibe a veces de todas las partes: ideas claras sobre las verdades dogmáticas y morales; sobre las exigencias de la familia y de la enseñanza cristiana; sobre los derechos al trabajo, al descanso, a la propiedad privada, etc.; sobre las libertades fundamentales de asociación, de expresión, etc. De esta manera podréis experimentar gozosamente la verdad de aquellas palabras: veritas liberabit vos62, porque la verdad os dará alegría, paz y eficacia.
En las Convivencias anuales –que os ayudan a conservar el fervor primitivo, mejoran vuestra cultura religiosa y os robustecen para el apostolado–, en los Círculos de Estudios, en las conferencias, en los cursos especializados, etc., recibís con asiduidad abundante doctrina, al tiempo que se os informa de cuestiones candentes de actualidad, enfocadas con criterio cristiano. Formación que completáis con lecturas, porque siempre habrá a vuestra disposición bibliotecas circulantes, a las que acudís como suscriptores, procurando suscribir también a otros, que no pertenezcan a la Obra.
Poned mucho empeño en asimilar la doctrina que se os da, de manera que no se estanque; y sentid la necesidad y el deber gustoso de llevar a otras mentes la formación que recibís, para que cuaje en buenas obras, llenas de rectitud, también en los corazones de otros.
Por lo que acabo de decir, es del todo necesario que los gobiernos locales, que atienden a los Supernumerarios, tengan dedicación a la labor, porque ninguno de ellos –ninguno de mis hijos– deberá sentirse nunca solo; y habrá que prever con cuidado su formación, durante las épocas de vacaciones y los períodos de aislamiento.
Los hijos míos que tienen encomendado el gobierno y la dirección de sus hermanos habrán de renunciar con frecuencia al brillo de una labor personal para, como sillares ocultos, poner el fundamento de un trabajo de mucho mayor alcance. Y no deben olvidar que esas actividades de gobierno y de formación, lo mismo que las de aquellos otros que se dedican por entero a nuestros apostolados corporativos, son también siempre un trabajo profesional.
Cada caminante siga su camino
La Obra forma a sus miembros, para que cada uno de ellos –con libertad personal– actúe cristianamente en el ejercicio de su profesión, en medio del mundo. En los asuntos temporales, los Directores de la Obra nunca podrán imponer una opinión determinada: cada uno de vosotros –repito– se comporta con plena libertad, de acuerdo con el dictamen de su conciencia bien formada.
En 1939, recién acabada la guerra civil española, dirigí en las proximidades de Valencia un curso de retiro espiritual, que tuvo lugar en un colegio universitario de fundación privada. Había sido utilizado, durante la guerra, como cuartel comunista. En uno de los pasillos, encontré un gran letrero, escrito por alguno noconformista, donde se leía: cada caminante siga su camino. Quisieron quitarlo, pero yo les detuve: dejadlo –les dije–, me gusta: del enemigo, el consejo[8]. Especialmente desde entonces, esas palabras me han servido muchas veces de motivo de predicación. Libertad: cada caminante siga su camino. Es absurdo e injusto tratar de imponer a todos los hombres un único criterio, en materias en las que la doctrina de Jesucristo no señala límites.
Libertad absoluta en todo lo temporal, porque no existe una única fórmula cristiana para ordenar las cosas del mundo: hay muchas fórmulas técnicas para resolver los problemas sociales, científicos, económicos, políticos: y todas serán cristianas, con tal de que respeten esos principios mínimos, que no se pueden abandonar sin violar la ley natural y la enseñanza evangélica.
Libertad en lo temporal y también en la Iglesia, hijos míos. Soy muy anticlerical –con ese anticlericalismo sano, del que os hablo tantas veces– y quien tenga mi espíritu lo será también. Con demasiada frecuencia en los ambientes clericales –que no tienen el buen espíritu sacerdotal– se organizan monopolios con pretextos de unidad, se trata de cerrar a las almas en grupitos, se atenta a la libertad de las conciencias de los fieles –que deben buscar la dirección y la formación de sus almas donde lo juzguen más oportuno y con quien prefieran–, y se multiplican preceptos negativos innecesarios –ya sería mucho que se cumpliesen los mandamientos de Dios y de la Iglesia–, preceptos que ponen enfrente psicológicamente a quienes han de cumplirlos.
Libertad
Libertad, hijos míos. No esperéis jamás que la Obra os dé consignas temporales. No tendría mi espíritu quien pretendiese violentar la libertad que la Obra concede a sus hijos, atropellando la personalidad propia de cada uno de los hijos de Dios en el Opus Dei.
Sois vosotros –libremente– quienes habéis de estar sensibilizados por la formación que recibís, de tal manera que reaccionéis espontáneamente ante los problemas humanos, ante las circunstancias sociales inciertas que precisan ser encauzadas con criterios rectos. A vosotros, con vuestros conciudadanos, os toca correr con valentía ese riesgo de buscar soluciones humanas y cristianas –las que en conciencia veáis: no hay una sola– a las cuestiones temporales que surjan en vuestro camino.
Porque esperaríais inútilmente que la Obra os las dé hechas: eso ni ocurrió, ni ocurre ni podrá ocurrir jamás, porque es contrario a nuestra naturaleza. No es la Obra paternalista, aunque esta palabra es ambigua y, por lo tanto, me refiero a la significación peyorativa. Vuestros Directores confían en la capacidad de reacción y de iniciativa, que tenéis: no os llevan de la mano. Y, en el orden espiritual, tienen hacia vosotros sentimientos de paternidad, ¡de maternidad!, de buen paternalismo.
Por eso, es imposible que formemos, en el seno de la sociedad, lo que hoy se llama un grupo de presión, por la misma libertad de que gozamos en el Opus Dei: ya que, en cuanto los Directores manifestaran un criterio concreto en una cosa temporal, se rebelarían legítimamente los demás miembros de la Obra que piensan de distinta manera, y me vería en el triste deber de bendecir y alabar a los que tajantemente se negaran a obedecer –tendrían que poner cuanto antes el asunto en conocimiento de los Directores Regionales, o del Padre–, y de reprender con una santa indignación a los Directores que pretendieran hacer uso de una autoridad, que no pueden tener. También serían dignos de reprensión grave aquellos hijos míos que –en nombre de la libertad de ellos– pretendieran limitar la libertad legítima de sus hermanos, tratando de imponer un criterio personal, en asuntos temporales u opinables.
Los que se obstinan en no ver estas cosas claras y en inventarse secreteos, que nunca han existido ni nunca se necesitarán, lo hacen seguramente ex abundantia cordis, porque ellos obran de esa manera. Y no podrán jamás llevar, como nosotros, la frente alta y mirar a los ojos de los demás con luz clara: porque no tenemos nada que ocultar, aunque cada uno tenga sus miserias personales, contra las que lucha en su vida interior.
Sucede que algunos, en estos treinta y un años, han mirado con celotipia nuestra labor; otros, con poca simpatía, porque no tienen simpatía a la Iglesia, a la que servimos en bien de todos los hombres; no han faltado incluso –pocos, por fortuna– quienes, por su mentalidad clerical, no son capaces de entender el trabajo esencialmente laical de mis hijos; ha habido también otros, que no saben o no quieren recordar que Dios Nuestro Señor concede su gracia –gracia específica– a las almas que se le dedican, y para explicar la intensidad, la extensión y la eficacia de los apostolados de la Obra, inventan causas humanas, falsas en absoluto, puesto que sus fines son sobrenaturales y los medios que empleamos también son exclusivamente espirituales, sobrenaturales: la oración, el sacrificio y el trabajo santificado y santificante.
Hay quienes no son capaces de respetar y de comprender la libertad personal de los demás, que parecen impermeabilizados para entender que los miembros del Opus Dei tienen una finalidad común, que es solamente de carácter espiritual, y que únicamente concuerdan en esa finalidad; que son ciudadanos libres en las cuestiones temporales, igual que los otros laicos –sus conciudadanos–, y que deben convivir fraternalmente con todos.
Algunas de esas personas –os decía– proceden de ambientes cerrados de sacristía, y están habituadas a ver que los religiosos acostumbran a manifestar sus opiniones, de acuerdo con la escuela de la respectiva familia religiosa o de acuerdo con el modo de pensar de sus Superiores; y han querido así, con este prejuicio de mentalidad clerical, colocar al Opus Dei o a mí personalmente como una etiqueta, de monárquico o de republicano –cuando no me han llamado masón–, por el hecho de que yo no he excluido a ningún alma de nuestra actividad de hijos de Dios.
Vuestro trabajo apostólico, hijos míos, no es una tarea eclesiástica[9]. Y, aunque no hay de suyo inconveniente en que algunos forméis parte de asociaciones de fieles, no será esto lo normal, porque el apostolado específico para el que os prepara la Obra –el que Dios quiere de nosotros– no tiene matiz confesional[10].
Vivimos, con esa discreción, una maravillosa humildad colectiva, porque al trabajar silenciosamente, sin alardear de éxitos o de triunfos –pero, vuelvo a decir, sin misterios ni secreteos, que no necesitamos para servir a Dios–, pasáis inadvertidos entre los demás fieles católicos –porque eso sois: fieles católicos–, sin recibir aplausos por la buena semilla que sembráis.
Con todo, especialmente en lugares rurales –donde lo contrario podría resultar extraño–, algunos podéis trabajar en las cofradías y otras obras apostólicas parroquiales, procurando animarlas, vivificarlas, pero, de ordinario, sin ocupar cargos. Por eso, los que dirijan asociaciones de fieles que –por desgracia– tengan afanes de monopolio, no deben temer que les arrebatemos su dictadura exclusivista, porque nuestro criterio es que, para hacer su labor, ya están ellos. Nosotros debemos actuar con nuestro modo propio, bien diverso.
Pero, como fieles cristianos que sois, si las circunstancias del ambiente y la mayor eficacia del apostolado no aconsejan otra cosa, no estéis ausentes del culto público, que la sociedad como tal está obligada a rendir al Señor. He sufrido tantas veces al contemplar manifestaciones de culto en las que faltaba la comunidad, no aparecía en ellas la familia, el pueblo de Dios. Estoy seguro de que, si sois fieles, será una realidad ese culto público, sobrio y digno, sin alharacas ni extremismos que lo convierten a menudo en algo pintoresco.
Apostolado en el ejercicio de los deberes y derechos ciudadanos
Vuelvo a deciros, hijos míos, que el apostolado específico que habéis de realizar, lo lleváis a cabo como ciudadanos, con una plena y sincera fidelidad al Estado, conforme a la doctrina evangélica y apostólica63; con fiel obediencia a las leyes civiles; observando todos los deberes cívicos, sin sustraeros al cumplimiento de ninguna obligación y ejercitando todos los derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno.
De ese ejercicio de los derechos ciudadanos, encontramos un ejemplo vivo que imitar en la reiterada actitud de San Pablo, según se describe en el libro de los Hechos. Con una firmeza viril, que a los timoratos podrá parecer arrogancia y que es hombría de bien sin ñoñerías, el Apóstol exhibe, cuando hace falta, su condición de ciudadano romano y exige, ausente toda humildad de garabato, que se le trate como a tal: después que a nosotros, ciudadanos romanos, nos han azotado públicamente sin juzgarnos y nos han metido en la cárcel ¿nos quieren sacar ahora en secreto? No será así. Que vengan ellos (los lictores) y nos saquen64.
Con esa entereza hablaba al carcelero de Filipos. Y es estupenda la conversación, llena de garbo humano, que Pablo, a punto de ser azotado, sostiene en Jerusalén con el tribuno: cuando lo sujetaron para azotarlo, dijo Pablo al centurión que estaba presente: ¿os es lícito azotar a un romano sin haberle juzgado? Al oír esto el centurión, fue al encuentro del tribuno y se lo comunicó, diciendo: ¿qué ibas a hacer? Este hombre es romano. El tribuno se le acercó y dijo: ¿eres tú romano? Él contestó: sí. Añadió el tribuno: yo adquirí esa ciudadanía por una gran suma. Pablo respondió: pues yo la tengo por nacimiento65. Hijos míos, huelgan los comentarios: tomad ejemplo.
Os he subrayado algunas veces el hecho lamentable de la progresiva invasión del Estado en la esfera privada, con la consiguiente esclavitud que esto supone para los ciudadanos, que se ven privados de legítimas libertades. Y os he puesto de relieve que el Estado es frío y sin entrañas, con lo que su totalitarismo viene a convertirse en algo peor que la más dura situación feudal.
Dejando a un lado otras razones, si esto ocurre así, es debido, en gran parte, a la inhibición de los ciudadanos, a su pasividad para defender los derechos sagrados de la persona humana. Esta inactividad, que tiene su origen en la pereza mental y en la voluntad inerte, se da también en los ciudadanos católicos, que no acaban de ser conscientes de que hay otros pecados –y más graves– que los que se cometen contra el sexto precepto del Decálogo.
Hijas e hijos míos, de la misión que Dios nos ha confiado y del carácter plenamente secular de nuestra vocación se deduce que ningún acontecimiento, ninguna tarea humana nos puede ser indiferente. Por ese motivo, insisto en deciros que es necesario que estéis presentes en las actividades sociales, que brotan de la misma convivencia humana o que ejercen en ella un influjo directo o indirecto: debéis dar aire y alma a los colegios profesionales, a las organizaciones de padres de familia y de familias numerosas, a los sindicatos, a la prensa, a las asociaciones y concursos artísticos, literarios, deportivos, etc.
Cada uno de vosotros participará en esas actividades públicas, de acuerdo con su propia condición social y del modo más adecuado a sus circunstancias personales y, por supuesto, con plenísima libertad, tanto en el caso de que actúe individualmente, como cuando lo haga en colaboración con aquellos grupos de ciudadanos, con quienes haya estimado oportuno cooperar.
Comprendéis muy bien que esta participación en la vida pública, de que os hablo, no es actividad política, en el sentido estricto del término: muy pocos de mis hijos trabajan –por decirlo así– profesionalmente en la vida política. Yo os hablo de la participación que es propia de todo ciudadano, que sea consciente de sus obligaciones cívicas. Vosotros os debéis sentir urgidos a actuar –con libertad y responsabilidad personales–, por todas y las mismas razones nobles que mueven a vuestros conciudadanos. Pero, además, os sentís urgidos de modo particular, por vuestro celo apostólico y por el deseo de llevar a cabo una labor de paz y de comprensión en todas las actividades humanas.
Trabajando de esta forma, unidos a vuestros conciudadanos y removiéndolos, haciendo ambiente para que las cosas no vengan impuestas sin expresar el legítimo sentir de la sociedad, podréis orientar cristianamente la legislación de vuestras comunidades nacionales, sobre todo en aquellos puntos que son clave en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio, sobre la enseñanza, sobre la moralidad pública, sobre la propiedad, etc.
¿Cómo va a ser cristiana una legislación, en la que el respeto a la familia se basa en el divorcio? ¿Qué lógica se puede encontrar en algunas sociedades que se enorgullecen de su diversidad religiosa y no admiten esa diversidad en las escuelas públicas, donde cada alumno tendría derecho a recibir la educación religiosa conforme a su fe?
¿No os dais cuenta de que la propiedad privada –con las limitaciones que exija el bien común– es un instrumento de libertad para el hombre, un bien que se ha de colocar entre los fundamentales para el desarrollo de la persona humana y de la familia? Los países donde no se respeten esos derechos no son países católicos ni humanos. ¿Veis el panorama, que se os presenta? En estos y en otros puntos capitales, tendréis que luchar, ¡y bien!
Trabajad activamente con nuestros Cooperadores. Aumentad su número sin miedo: cuantos más, mejor. Atendedlos, formadlos: que tengan siempre labor entre manos, algo que hacer. Mantenedlos en movimiento, como en ejercicios deportivos. Ampliad continuamente la base de vuestras amistades y hacedles llegar, de un modo y de otro, la doctrina y el ánimo. Tendréis así la mayor extensión de la red divina, endeble, pero eficaz. Y si mantenéis la vibración de este buen espíritu apostólico, haréis un bien incalculable –suave y enérgico– a la humanidad entera.
Nos ayudarán también con su oración y su vida escondida las comunidades religiosas –en especial de clausura–, que admitimos como Cooperadoras y que entienden muy bien nuestro espíritu de contemplativos en medio del mundo. Ellas son contemplativas desde su apartamiento del siglo; nosotros, contemplativos en el seno y en las estructuras de la sociedad civil. Dos manifestaciones –diversas, específicamente distintas– del mismo amor a Jesucristo.
Entre nosotros, noblemente trabajando unidos codo con codo en las tareas apostólicas o ayudando, para que podamos trabajar, hay tantos amigos y Cooperadores. Y algunos viven lejos de Dios Nuestro Señor o no le conocen. Meditad aquellas palabras de San Pedro: satagite ut, per bona opera, certam vestram vocationem et electionem faciatis66. Procurad que esos amigos nuestros, tan fraternalmente queridos, continúen en el ejercicio de sus buenas obras; y no dudéis de que, si les ayudamos con nuestra oración y con nuestra leal amistad –siempre en el máximo respeto a la libertad personal–, muchos recibirán la gracia para hacer su elección de cristianos.
No olvidéis que la esencia de nuestro apostolado es dar doctrina[11], porque, como os he dicho una y mil veces, la ignorancia es el mayor enemigo de la fe. Escribía San Pablo a los romanos: ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán, sin haber oído hablar de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?67. Porque sentís esta responsabilidad de predicar, dais una gran importancia a la labor docente –privada o pública; personal o colectiva; de grado primario, medio o superior–, aunque la enseñanza es una pequeña parte de nuestro trabajo profesional.
Por la misma razón, procuráis animar los medios a través de los cuales se forma la opinión pública: la prensa, la radio, la televisión, el cine, etc. Los que desempeñáis vuestra labor profesional en esos medios, dais doctrina, no ya a un grupo pequeño de personas –como hacéis cuando dirigís un Círculo o pronunciáis una conferencia– sino que, como el Señor, predicáis a la multitud, al aire libre.
Hay una ignorancia religiosa brutal. Y mucha culpa la tenemos nosotros, los cristianos, que no damos doctrina por todos esos medios, cada día técnicamente más perfectos y más influyentes y que, con tanta frecuencia, controlan los enemigos de Dios.
Proclamar la verdad sin descanso
Lo peor del mundo, hijos míos, es que la gente haga barbaridades y no sepa que las hace. Proclamad la verdad sin descanso, opportune, importune68, aunque algunos no nos crean o no nos quieran creer. Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur[12]: por eso no nos creen. Ya les podemos dar el vino de las bodas de Caná, aquel que fue testimonio del primer milagro de Jesús, la primera manifestación pública de su divinidad, que, echado en la conciencia de esa gente, se convertirá en vinagre. Pero ¡sigamos echando vino bueno, diciendo la verdad! Como Jesús, cada uno de nosotros –ipse Christus– debe poder decir: Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad69.
Hijos míos, despojándoos de la mentira, hable cada uno la verdad con su prójimo, porque todos somos miembros unos de otros70. Algo sabemos nosotros, y aquí va muy bien el nosotros –lo hemos sufrido en la propia carne–, del dolor de la maledicencia, de la mentira y de la calumnia: oleadas de cieno provocadas a veces por católicos y hasta por sacerdotes. Omnia in bonum!: como el Nilo, después de salirse de madre, fecundaba los campos con el cieno, en su retirada; a nosotros, hijos míos, aquellas oleadas de basura nos llenaron de fecundidad.
No dejéis de organizar pequeñas tertulias periódicas con vuestros amigos y colegas –son especialmente interesantes las tertulias con profesionales de los medios de opinión pública–, y suscitar en ellas temas de actualidad, dando criterio con don de lenguas. Sacad conversaciones oportunas en oficinas o en lugares públicos.
No perdáis ocasión –fomentadlas– para decir la verdad y sembrar la buena semilla. Conversad discretamente con los de fuera, aprovechando las ocasiones: sea vuestra conversación agradable, salpicada de sal, de manera que sepáis cómo os convenga responder a cada uno71.
Pienso con ilusión en aquellos hijos míos, que atienden puestos y quioscos de diarios y revistas, en los que trabajan en editoriales o en redacciones de periódicos y en las empresas de las artes gráficas; y en aquellos otros que, por su trabajo –aunque sea modesto, en apariencia–, tienen ocasión cada día de tratar mucha gente.
Fomentad vosotros, padres y madres de familia, diversiones sanas y alegres, tan lejanas de la mojigatería como del tono mundano que ofende la moral cristiana. De esas reuniones saldrán –los bendecirá el Señor– matrimonios entre vuestros hijos, que heredarán la felicidad y la paz que han aprendido en vuestros hogares luminosos y alegres.
En el campo de este apostolado de la diversión, no olvidéis que el principal de los puntos claves, que habéis de defender con vuestra acción ciudadana, es la moralidad de los espectáculos públicos: una juventud, que viva en un ambiente colectivo de fácil libertinaje, es difícil que llegue a formar hogares cristianos.
Toda labor honesta se puede orientar con espíritu cristiano y apostólico
Sería deformación dar cabida al pensamiento de que la esfera de la economía y de las finanzas no puede ser materia de labor apostólica. Esta idea, extendida entre personas que proceden de ambientes clericales, va acompañada de la paradoja de que muchos de esos mismos hombres, no pocas veces, están metidos –al socaire de la Iglesia– en negocios y en empresas, manejando dinero abundante de los demás, que se fían de ellos porque se llaman católicos. Alguno ha dicho –no tan maliciosamente– de estos tales que tienen los ojos en el cielo y las manos donde caigan. La reserva y la prevención, hacia las empresas económicas, no es cristiana, porque es una tarea más que se debe santificar.
Sin embargo, ha tenido –y sigue teniendo– un gran influjo ese recelo entre los católicos y, en no pocas ocasiones, los ha retraído de hacer el bien con su trabajo en ese campo de la economía, o han trabajado, pero con conciencia culpable, si no es que dejaron esas tareas humanas al arbitrio de personas hostiles a la Iglesia, que han sabido y saben utilizarlo para hacer abundante daño a las almas.
Hasta tal punto es esto así, que resulta divertido leer alguna consideración piadosa de la tradición eclesiástica –que se justifica sin duda por la mentalidad y el ambiente de la época–, donde se afirma que Pedro, después de la resurrección del Señor, pudo volver a su oficio de pescador –porque es oficio honesto pescar– pero que a Mateo no le fue lícito volver a su profesión, porque hay negocios que es imposible ejercitar sin grave riesgo de pecado o, simple y llanamente, sin cometer pecado. Y el oficio de Mateo era de éstos72.
Hay que acabar con esos errores, creados por gentes que profesaban el contemptus saeculi: vuestra mentalidad laical no entiende que haya ningún mal en el hecho de ejercer los negocios o las finanzas, porque sabéis sobrenaturalizar esas tareas, como todas las demás, y orientarlas con espíritu cristiano y apostólico.
Y ya que hablamos de esta materia, quiero deciros que –por desgracia– no es verdad lo que dicen quienes hablan de nuestras actividades en el campo económico, que son poco menos que inexistentes: las normales, para la vida y el desarrollo de una familia numerosa y pobre. ¡Ojalá fueran mil veces más!
Todas las sociedades –de cualquier estilo– tienen que mover fondos económicos, para cumplir su fin. ¡Lástima que no tengan razón, cuando murmuran así de nosotros! Aun entonces –cuando tuvieran razón–, la Obra seguiría siendo pobre, como lo será siempre; porque ha de sostener en todo el mundo tantas labores apostólicas, que son deficitarias; porque ha de formar a sus miembros, durante toda la vida, y eso cuesta dinero; porque ha de atender a los socios enfermos y ancianos; porque siempre tendremos, y cada día en más número, la bendita carga de ayudar económicamente a los padres de los miembros de la Obra, ancianos o enfermos, que necesitan ayuda para sostenerse, etc.
En todo caso, esas actividades económicas, si existen –y deben existir cuanto antes–, las haremos siempre respetando las leyes del país, pagando contribuciones y tasas, como el ciudadano que cumpla mejor: no queremos, no es nuestro modo, vivir de privilegios.
En ocasiones, esas gentes murmuradoras pertenecen a algún grupo oficial, que se reparte el dinero de los contribuyentes, contra la voluntad de los ciudadanos del país; y a la vez querrían que nosotros no pudiéramos respirar, que no tuviéramos derecho al trabajo ni a sacrificarnos, viviendo de una manera pobre, para sostener y sacar adelante obras de beneficencia, de educación, de cultura, de propaganda cristiana. Son enemigos de la libertad –se entiende, de la libertad de los demás–, y quieren hacer discriminaciones entre los ciudadanos.
Todas las asociaciones, de cualquier género que sean –religiosas, artísticas, deportivas, culturales, etc.–, necesariamente han de tener y mover algún dinero, para sostener los medios necesarios en el cumplimiento de sus fines: quien de esto haga motivo de escándalo, demuestra por lo menos ser un insensato.
Cuando se habla de asociaciones religiosas, vienen inmediatamente como ejemplo la Sociedad Bíblica o el Ejército de salvación[13], que posee bancas, sociedades de seguros, etc. Nadie se escandaliza: necesitan esos medios para hacer sus labores de propaganda y de beneficencia. En muchos Estados, además de no criticar las actividades económicas de esas asociaciones religiosas, no les ponen impuestos; les dispensan de pagarlos, por la labor social que hacen.
Es de justicia, por tanto, que –en todo el mundo– las entidades oficiales nos hagan préstamos e incluso donativos. Cuando sea así, no harán más que cumplir con su deber; porque, con nuestra labor pública y social, les descargamos de parte de sus obligaciones: esas autoridades, si ayudan de la misma manera que a otras instituciones culturales y de beneficencia, no harán más que lo que es justo.
Mentalidad de servicio
El Opus Dei, operatio Dei, trabajo de Dios, exige de todos sus miembros que trabajen: porque el trabajo es medio de santificación y de apostolado. Por eso, en todo el mundo, tantos millones de personas, católicas y no católicas, cristianas y no cristianas, admiran y aman y ayudan con cariño a nuestra Obra. Y de eso damos gracias al Señor.
Hay también algunos entre vosotros que –porque se sienten bien preparados para resolver activamente los problemas públicos de su patria–, trabajan, con plena libertad y con personal responsabilidad, en la vida política. Sois pocos: el porcentaje acostumbrado en la sociedad civil. Y, como todos los demás miembros de la Obra en sus ocupaciones temporales, al actuar en ese campo, lo hacéis siempre sin hacer valer vuestra condición de católicos ni de socios del Opus Dei, sin serviros de la Iglesia ni de la Obra: porque sabéis que no podéis mezclar, ni a la Iglesia de Dios, ni a la Obra, en cosas contingentes. Y al trabajar en la vida pública, no podéis olvidar que los católicos deseamos una sociedad de hombres libres –todos con los mismos deberes y los mismos derechos frente al Estado–, pero unidos en un concorde y operativo trabajo para conseguir el bien común, aplicando los principios del Evangelio, que son la fuente constante de la enseñanza de la Iglesia.
Tenéis todo el derecho para vivir esa vocación de políticos. Si algún Estado os pusiese dificultad, tendría que ponerla también a los miembros de las demás asociaciones de fieles y, después, por el mismo motivo –la obediencia que los fieles deben a las autoridades eclesiásticas– pondrían los mismos impedimentos –en buena lógica– a todos los católicos practicantes, negándoles su plenitud de derechos y de responsabilidades en la sociedad temporal. Es injusto tratar a los católicos practicantes como a ciudadanos de peor condición, pero no faltan ejemplos de discriminaciones de este género en la historia contemporánea.
Los que os encontráis con vocación para la política, trabajad sin miedo y considerad que, si no lo hacéis, pecaréis de omisión. Trabajad con seriedad profesional, ateniéndoos a las exigencias técnicas de esa labor vuestra: con la mira puesta en el servicio cristiano a todas las gentes de vuestro país, y pensando en la concordia de todas las naciones.
Es un síntoma de mentalidad clerical que, en los elogios –redactados por gentes apartadas del mundo– que hace la liturgia de los gobernantes que llegaron a los altares, se les alaba porque rigieron sus reinos más con la piedad que con el ejercicio de la autoridad regia, pietate magis quam imperio, más con afecto que con el justo mando.
Vosotros, al cumplir vuestra misión, hacedlo con rectitud de intención –sin perder el punto de mira sobrenatural–, pero no mezcléis lo divino con lo humano. Haced las cosas como las deben hacer los hombres, sin perder de vista que los órdenes de la creación tienen sus principios y leyes propias, que no se pueden violentar con actitudes de angelismo. El peor elogio que puedo hacer de un hijo mío es decir que es como un ángel: nosotros no somos ángeles, somos hombres.
Quienes habéis dedicado vuestra actividad a la vida pública, debéis sentiros urgidos a no absteneros de trabajar en todos los regímenes, también en aquellos que no están informados por el sentido cristiano, a no ser que la Jerarquía Ordinaria del país dé otro criterio a los ciudadanos católicos. Porque no os permite vuestra conciencia que gobiernen los que no son católicos y, aun en las circunstancias más adversas para la religión, siempre podréis impedir que se hagan males mayores.
Conviene que no abandonéis el campo en ningún tipo de régimen[14], sin que por ello os tachen –sería injusto– de colaboracionistas. Hijos míos, más si se trata de naciones con una mayoría católica, sería incomprensible que no hubiese en el gobierno católicos practicantes y responsables y, por tanto, miembros de las distintas asociaciones de fieles. Si no fuese así, podría decirse que esos católicos ni son practicantes ni responsables ni católicos, o que la Iglesia está perseguida.
Cuando hayáis de participar en tareas de gobierno, poned todo el empeño en dictar leyes justas, que puedan cumplir los ciudadanos. Lo contrario es un abuso de poder y un atentado a la libertad de la gente: deforma sus conciencias, además, porque –en esos casos– tienen perfecto derecho a dejar de cumplir esas leyes que solo lo son de nombre.
Respetad la libertad de todos los ciudadanos, teniendo en cuenta que el bien común debe ser participado por todos los miembros de la comunidad. Dad a todos la posibilidad de elevar su vida, sin humillar a unos, para levantar a los demás; ofreced, a los más humildes, horizontes abiertos para su futuro: la seguridad de un trabajo retribuido y protegido, el acceso a la igualdad de cultura, porque esto –que es justo– llevará luz a sus vidas, cambiará su humor y les facilitará la búsqueda de Dios y de realidades más altas. Hijos de mi alma, no olvidéis –sin embargo– que la miseria más triste es la pobreza espiritual, la carencia de la doctrina y de la participación en la vida de Cristo.
El matrimonio es camino divino en la tierra
Hijas e hijos míos Supernumerarios, pienso ahora en vuestros hogares, en esas familias vuestras, que han brotado de ese sacramentum magnum73 del matrimonio. En un tiempo, en el que persevera aún la tarea destructora de la familia, que hizo el siglo pasado, nosotros hemos venido a llevar el afán de santidad a esa célula cristiana de la sociedad.
Vuestro primer apostolado está en el hogar: la formación que os da el Opus Dei os lleva a valorar la belleza de la familia, la obra sobrenatural que significa la fundación de un hogar, la fuente de santificación que se esconde en los deberes conyugales. Aunque, conscientes de la grandeza de vuestra vocación matrimonial –así: ¡vocación!–, sentís una especial veneración y un profundo cariño hacia la castidad perfecta que sabéis que es superior al matrimonio74 y, por eso, os alegráis de verdad, cuando alguno de vuestros hijos, por la gracia del Señor, abraza ese otro camino, que no es un sacrificio: es una elección hecha por la bondad de Dios, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor de Jesucristo.
Normalmente, en los centros de enseñanza, aunque sean llevados por religiosos, no se forma a la juventud de manera que aprecien la dignidad y la limpieza del matrimonio. No lo ignoráis. Es frecuente que, en los ejercicios espirituales –que se suelen dar a los alumnos, cuando ya cursan los últimos estudios secundarios–, se les ofrezcan más elementos para considerar su posible vocación religiosa que su orientación al matrimonio; y no faltan quienes desestiman a sus ojos la vida conyugal, que puede aparecer a los jóvenes como algo que la Iglesia simplemente tolera.
En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo y, dejando muy claro que la castidad perfecta es superior al estado matrimonial, hemos señalado el matrimonio como camino divino en la tierra. No nos ha ido mal, al seguir este criterio: porque la verdad es siempre liberadora, y hay mucha generosidad en los corazones jóvenes, para volar por encima de la carne, cuando se les pone en libertad de elegir el Amor.
A nosotros no nos asusta el amor humano, el amor santo de nuestros padres, del que se valió el Señor para darnos la vida. Este amor lo bendigo yo con las dos manos. No admito que ninguno de mis hijos deje de tener un gran amor al santo Sacramento del matrimonio. Por eso, cantamos sin miedo las canciones del amor limpio de los hombres, que son también coplas de amor humano a lo divino[15]; y quienes hemos renunciado a ese amor de la tierra, por el Amor, no somos solterones: tenemos el corazón jugoso.
Os digo a vosotros, hijas e hijos míos, que habéis sido llamados por Dios para formar un hogar, que os queráis, que os tengáis siempre el amor ilusionado que os tuvisteis cuando erais novios. Pobre concepto tiene del matrimonio, que es un ideal y una vocación, el que piensa que la alegría se acaba cuando empiezan las dificultades y contratiempos que la vida lleva consigo.
Es entonces cuando el amor se enrecia, cuando se hace más fuerte que la muerte: fortis est ut mors dilectio75. Las torrenteras de las penas y de las contradicciones no son capaces de apagar el verdadero amor: os une más el sacrificio generosamente compartido –aquæ multæ non potuerunt extinguere caritatem76– y las muchas dificultades, físicas o morales, no podrán apagar el cariño.
Vuestro matrimonio será, de ordinario, muy fecundo. Y, si Dios no os concede hijos, dedicaréis vuestras energías con mayor intensidad al apostolado, que os dará una fecundidad espiritual espléndida. El Señor suele coronar a las familias cristianas con corona de hijos, os he dicho muchas veces. Recibidlos siempre con alegría y agradecimiento, porque son regalo y bendición de Dios y una prueba de su confianza.
La facultad de engendrar es como una participación del poder creador de Dios, de la misma manera que la inteligencia es como un chispazo de luz del entendimiento divino. No ceguéis las fuentes de la vida. ¡Sin miedo! Son criminales –y no son ni cristianas ni humanas– esas teorías que intentan justificar la necesidad de limitar los nacimientos con falsas razones económicas, sociales o científicas que, en cuanto se analizan, no se tienen en pie. Son cobardía, hijos míos; cobardía y afán de justificar lo injustificable.
Es de lamentar que esas ideas procedan muchas veces de casuísticas, planteadas por sacerdotes y religiosos, que se entrometen imprudentemente donde nadie les llama, manifestando en ocasiones una curiosidad morbosa y demostrando que tienen poco amor a la Iglesia –entre otras cosas–, porque el Señor ha querido poner el sacramento del matrimonio como medio, para el crecimiento y extensión de su Cuerpo Místico.
No dudéis de que la disminución de los hijos en las familias cristianas redundaría en la disminución del número de vocaciones sacerdotales, y de almas que se quieran dedicar de por vida al servicio de Jesucristo. Yo he visto bastantes matrimonios que, no dándoles Dios más que un hijo, han tenido la generosidad de ofrecérselo a Dios. Pero no son muchos los que lo hacen así. En las familias numerosas es más fácil comprender la grandeza de la vocación divina y, entre sus hijos, los hay para todos los estados y caminos.
Vosotros sed generosos y sentid la alegría y la fortaleza de las familias numerosas. A los matrimonios que no quieren tener hijos, los avergüenzo: ¡si no queréis tener hijos, sed continentes! Pienso, y lo digo sinceramente, que no es cristiano recomendar que los cónyuges se abstengan en épocas en las que la naturaleza ha dado a la mujer la capacidad de procrear[16].
En algún caso concreto, siempre de acuerdo el médico y el sacerdote, podrá y deberá incluso permitirse. Pero no se puede recomendar como regla general. Os he dicho, con palabras muy fuertes[17], que seríamos muchos los que iríamos a escupir a la tumba de nuestros padres, si supiésemos que habíamos venido al mundo contra su voluntad, que no habíamos sido fruto de su amor limpio. Gracias a Dios, generalmente hemos de agradecer al Señor el haber nacido en una familia cristiana, a la que –en gran parte– debemos nuestra vocación.
Recuerdo que un hijo mío, que trabajaba en un país en el que estaban muy extendidas las teorías sobre la limitación de los nacimientos, respondió –bromeando– a una persona que le preguntaba sobre este tema: así, dentro de poco tiempo, no habrá en el mundo más que negros y católicos[18]. Pero esto no lo comprenden los católicos de naciones donde son minoría, porque no profundizan en esa realidad –que tiene hondo fundamento teológico– de que el matrimonio cristiano es el medio que el Señor ha dispuesto, en su providencia ordinaria, para hacer crecer al Pueblo de Dios.
En cambio, los enemigos de Cristo –más sagaces– parecen tener más sentido común y así, en países de régimen comunista, se reconoce cada vez más importancia a las leyes de la vida y a las energías creadoras del hombre, que insertan, como factores determinantes, en sus planes ideológicos y políticos.
Hogares luminosos y alegres
En vuestros hogares, que siempre he calificado de luminosos y alegres, se educarán vuestros hijos en las virtudes sobrenaturales y humanas, en un clima de libertad, de sacrificio alegre. ¡Y cuántas vocaciones vendrán a la Obra, desde esos hogares que yo he llamado las escuelas apostólicas del Opus Dei! Una de las grandes y frecuentes alegrías de mi vida es ver una cara, que me recuerda a aquel chico que yo conocía hace tantos años. Tú –le pregunto– ¿cómo te llamas?, ¿eres hijo de fulano? Y gozo, dando gracias a Dios, cuando me responde afirmativamente.
El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano: en encontrar la alegría escondida, que hay en la llegada al hogar; en la educación de los hijos; en el trabajo, en el que colabora toda la familia; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer el hogar agradable –nunca nada que huela a convento, que sería anormal–, la formación más eficaz, la vida más sencilla.
Vosotros ayudaréis también con vuestro trato a que las familias –pocas– de algunos de mis hijos, que no acaban de comprender su camino de dedicación al servicio de Dios, lleguen a agradecer al Señor ese favor inestimable de haber sido llamados para ser padres y madres de los hijos de Dios en su Obra. Nunca pensaron que sus hijos se dedicasen a Dios y, por el contrario, habían hecho para ellos planes bien distantes de esa entrega, que no esperaban, y que viene a destruir sus proyectos, muchas veces nobles, pero terrenos. De todas formas, mi experiencia –ya no breve– me enseña que los padres, que no recibieron con alegría la vocación de sus hijos, acaban por rendirse, se acercan a la vida de piedad, a la Iglesia, y terminan por amar a la Obra.
Son, por gracia de Dios, cada día más abundantes, a pesar de las consideraciones anteriores, las familias –padres, hermanos y parientes– que reaccionan de modo sobrenatural y cristiano, ante la vocación; y que ayudan, piden la entrada como Supernumerarios o son, al menos, grandes Cooperadores.
Al hablar con las madres y los padres de mis hijos, suelo decirles: no ha acabado vuestra misión de padres. Les tenéis que ayudar a ser santos. ¿Y cómo? Siendo vosotros santos. Estáis cumpliendo un deber de paternidad ayudándoles, ayudándome a que sean santos. Dejadme que os lo diga: el orgullo y la corona del Opus Dei sois las madres y los padres de familia, que tenéis pedazos de vuestro corazón entregados al servicio de la Iglesia.
Audacia al cumplir nuestra misión
Voy a terminar, hijas e hijos míos queridísimos. Os he escrito con libertad, para despertar de nuevo vuestra memoria77, aunque conozco vuestro afán por ser fieles a la llamada del Señor.
Cumplid vuestra misión con audacia, sin miedo a comprometeros, a dar la cara, porque los hombres fácilmente tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas, para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma –renunciando a la libertad–, por temor a arriesgarse.
La Obra os forma para que, con valentía, seáis –cada uno en su ambiente– hombres o mujeres de iniciativa, de empuje, de vanguardia. Debéis corresponder a esa formación con vuestro ánimo y con vuestro esfuerzo: sin esa decisión vuestra, de nada valdría la abundancia de medios espirituales. Recordad aquella leyenda, que se acostumbraba a grabar en los puñales antiguos: no te fíes de mí, si te falta corazón.
Sed decididos, tenaces, tozudos, porque no hay ningún no definitivo. Sed muy comprensivos con todos, procurando especialmente la unidad de los católicos. Si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad que acabaréis por destruiros unos a otros78, decía San Pablo. Hemos de conocernos y de amarnos, por tanto, los católicos.
Dad a todos los hombres el ejemplo de vuestra austeridad cristiana y de vuestro sacrificio. El Señor nos ha dicho: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo79. Él nos ha hecho sentir, hijos míos, la fecundidad de vernos pisoteados, deshechos en el lagar, como la uva, para ser ¡vino de Cristo!
En todo momento, sed serenos –ni violentos, ni agresivos, ni exaltados–, con esa serenidad, que es un modo de comportarse que exige el ejercicio de las virtudes cardinales. La conciencia viva de nuestra filiación divina os dará esa serenidad, porque este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra, y en 1931 tomó forma[19]: en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible –de lo que hoy contempláis hecho realidad–, sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración. Probablemente hice aquella oración en voz alta, y la gente debió tomarme por loco: Abba! Pater! Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede.
Hijos míos, os exhorto a que sigáis adelante y a que os esforcéis por llevar una vida serena, laboriosa en vuestros negocios, trabajando con vuestras manos como os lo hemos recomendado, a fin de que viváis honradamente a los ojos de los extraños y no padezcáis necesidad. Y la paz de Cristo reine en vuestros corazones80.
Os bendice con toda el alma vuestro Padre.
Roma, 9 de enero de 1959
Cfr. Jn 18,6.
Cfr. Mt 13,24-30.
Cfr. Ap 21,1-2.
Ap 17,14.
2 Ts 2,3-4; cfr. Ap 13,1-17.
Lc 12,49; 1 S 3,9. «ignem veni mittere...»: en diversas ocasiones aludió a este hecho, que aparece recogido en sus Apuntes íntimos (n.º 1741, 16 de julio de 1934, cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, ed. crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, 3ª ed., Madrid, Rialp, 2004, pp. 899-902). (N. del E.)
Mc 8,2.
Lc 4,40.
Cfr. Gn 27,27.
«lo ha definido la Iglesia»: lo hizo el Concilio de Trento (Sesión XXIV, 11 de noviembre de 1563, Canones de Sacramento Matrimonii, n.º 10), en Conciliorum oecumenicorum decreta, ed. de Hubert Jedin y Giuseppe Alberigo, Bologna, Istituto per le scienze religiose di Bologna, 1973, p. 755. (N. del E.)
«no destacamos unas profesiones o condiciones sociales sobre las demás»: san Josemaría señaló como uno de los fines específicos del Opus Dei el influjo cristiano entre los intelectuales, por su repercusión en el resto de la sociedad (cfr. José Luis González Gullón – John F. Coverdale, Historia del Opus Dei, Madrid, Rialp, 2021, p. 56, nota), pero desde los primeros años de su actividad fundacional resuena esta afirmación «somos para la muchedumbre, nunca viviremos de espaldas a la masa» (Carta de Josemaría Escrivá a Francisco Morán, Burgos 4 de abril de 1938, en Camino, ed. crítico-histórica, op. cit., p. 250; cfr. com. al n.º 914, inspirado en un apunte de 12 de octubre de 1931, donde ya aparece el tema de la “muchedumbre”). En la documentación más antigua que conservamos se percibe su anhelo por llegar a obreros, dependientes de comercio, artistas, enfermeras, etc., a personas de todas las profesiones y condiciones sociales, entre quienes encontrará gente dispuesta a incorporarse al Opus Dei. Por ejemplo, en Apuntes íntimos, n.º 373 (3 de noviembre de 1931) se lee: «Con la ayuda de Dios y la aprobación del padre confesor, procuraré reunir pronto un grupito aparte de obreros selectos», cit. en Luis Cano, “Los primeros supernumerarios del Opus Dei (1930-1950)”, en Santiago Martínez Sánchez e Fernando Crovetto (ed.), El Opus Dei. Metodología, mujeres y relatos, Thomsom Reuters Aranzadi, Pamplona, 2021, p. 379. (N. del E.)
«aprovéchate más bien de tu servidumbre»: la traducción oficial castellana de la Conferencia Episcopal Española (2008) ofrece otra versión posible: «si tienes la posibilidad de ser libre, aprovéchala». (N. del E.)
1 Co 7,20-24.
«una finalidad especializada»: en el ámbito del apostolado seglar, se discutió durante años si era mejor seguir el modelo centralizado y tradicional de la Acción Católica, que se orientaba a la colaboración de los seglares en las diversas actividades parroquiales, o el modelo “especializado”, que apuntaba a la inserción del militante católico en los problemas sociales del ambiente. Para el Opus Dei, según su Fundador, cualquier trabajo o actividad honesta es instrumento de apostolado, por lo que el Opus Dei «tiene todas las especializaciones» propias de la vida misma. (N. del E.)
«sin suplencias de ningún tipo»: el Autor quiere señalar que el apostolado de los laicos del Opus Dei en el mundo es «su misión en la Iglesia» y que se articula a través de la «vocación profesional secular», como dirá en el párrafo siguiente. Es decir, no invade, ni se considera mejor o superior al apostolado que llevan a cabo abnegadamente los religiosos en el mundo: simplemente es distinto, porque no procede de una vocación a la vida consagrada, sino del Bautismo, por el cual Dios llama a todos a ser discípulos misioneros de Cristo. (N. del E.)
«nos distingue claramente»: en realidad, desde el punto de vista sociológico y apostólico, las diferencias con los movimientos de hoy día son pequeñas; la diversidad –para san Josemaría– estriba aquí en la universalidad, tanto del fenómeno pastoral y de comunión que representa el Opus Dei, como de su jerarquía interna. Pero esta distinción no significa lejanía con quienes comparte un mismo anhelo de santidad en el mundo, de evangelización y de servicio a la Iglesia, y lazos de comunión y fraternidad. (N. del E.)
Cfr. Sal 20[19],8.
Mt 24,28. «Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres». (N. del E.)
Flp. 4,22.
Cfr. Flm 8-12; Ef 6,5 ss.; Co 3,22-25; 1 Tm 6,1-2; 1 P 2,18 ss.
Tertuliano, Apologeticum, 37,4 (Fontes Christiani 62, ed. de Tobias Georges, Freiburg-Basel-Wien, Herder, 2015, p. 230).
«del enemigo el consejo»: refrán popular que invita a ser prudentes con los adversarios, especialmente si se presentan pareciendo que buscan nuestro bien: en este caso, san Josemaría invita a desconfiar del marxismo. El tema aparece en la fábula del león y la cabra, atribuida a Esopo; aquí proviene de la versión de Félix María Samaniego (1745-1801), en su fábula del perro y el cocodrilo. Curiosamente, en el § 35b de esta misma Carta, Escrivá lo usa de nuevo, pero en sentido opuesto: a veces, la opinión de un enemigo puede revelar una verdad aprovechable. (N. del E.)
Rm 13,11.
Mt 10,34.
«no es una tarea eclesiástica»: es decir, para Escrivá el apostolado es tarea de cada persona, no de la institución, la cual se limita a orientar y a asistir pastoralmente a las personas que pertenecen o se acercan al Opus Dei. Su idea es que la acción apostólica es siempre responsabilidad y fruto de la iniciativa de los miembros, cooperadores o amigos, que se benefician de la orientación y ayuda espiritual que se les proporciona. (N. del E.)
«no tiene matiz confesional»: la misión como discípulos de Jesús en el mundo brota de la conciencia bautismal y se despliega en las relaciones personales que cada uno cultiva. Por eso, puede no tener un matiz oficialmente católico o “confesional”, pues brota de la vida de fe personal y se expresa en el ejercicio de la propia profesión o actividad secular. (N. del E.)
2 P 1,10 (Vg). La versión de la Neovulgata ha cambiado el texto de la Vulgata que aquí cita san Josemaría, eliminando «per bona opera». La traducción de la Conferencia Episcopal Española (2008) es la siguiente: «poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección». (N. del E.)
«dar doctrina»: a menudo san Josemaría utiliza esta expresión como sinónimo de exponer la verdad cristiana, el depósito de la fe, en los más variados contextos y formas, o, en otras palabras, difundir el mensaje evangélico por medio de la propia actividad personal y profesional. (N. del E.)
Rm 10,14.
2 Tm 4,2.
«Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur»: «lo que se recibe, se recibe según la capacidad del recipiente», es un aforismo filosófico típicamente escolástico. El concepto lo emplea, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae, I, q. 75, a. 5; cfr. también Scriptum super Sententiis, lib. 4, d. 49, q. 2. (N. del E.)
Jn 18,37.
Ef 4,25.
Cfr. S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, XXIV, en Corpus Christianorum (Series Latina) CXLI, p. 197.
«Sociedad Bíblica»: originalmente llamada The British and Foreign Bible Society, o simplemente The Bible Society, fue fundada en 1804. Con otras sociedades bíblicas, forma parte de las United Bible Societies, que trata de hacer accesible la Biblia en todo el mundo. «Ejército de salvación»: The Salvation Army es una denominación cristiana protestante y una organización benéfica, fundada en 1865. (N. del E.)
«no abandonéis el campo en ningún tipo de régimen»: la opción que propone Escrivá es seguir la propia vocación profesional, a menos que la Jerarquía católica disponga otra cosa. En el caso del Opus Dei, es conocida la acusación de colaboracionismo con el régimen del general Franco, desde que dos de sus miembros entraron en el gobierno español en 1957 y otros lo hicieron en años sucesivos. Sin embargo, la Jerarquía católica española no desaconsejó, más bien apoyó, la colaboración de los católicos con el régimen franquista pues –aunque no reconocía las libertades políticas– parecía garantizar la presencia del mensaje evangélico en la vida pública. Cfr. González Gullón – Coverdale, Historia del Opus Dei, pp. 221-225; 227-234. (N. del E.)
Cfr. Ef 5,32.
Cfr. Mt 19,11 ss; 1 Co 7,25-40; «es superior al matrimonio»: así lo definió el Concilio de Trento, cfr. nota a 10d. (N. del E.)
«coplas de amor humano a lo divino»: referencia implícita a la obra poética de san Juan de la Cruz (1542-1591), que escribió “a lo divino”, es decir, con significado espiritual, algunas de sus inmortales poesías, en todo semejantes a las coplas de amor humano de otros autores renacentistas. (N. del E.)
«no es cristiano recomendar»: san Josemaría está proponiendo un ideal muy alto de vocación matrimonial, una llamada a la santidad, en medio del clima cada vez más permisivo, que se estaba difundiendo en la sociedad occidental de los años sesenta. No quiere que se entienda la continencia periódica como un método anticonceptivo “católico”, que se podría aplicar sin tener en cuenta los aspectos médicos, humanos y espirituales que tal opción comporta para cada persona. En el siguiente párrafo dirá que, en casos concretos, «podrá y deberá incluso permitirse», pero recomendará aconsejarse con el médico y con el sacerdote. Desea ayudar a quienes desean vivir cristiana y santamente su matrimonio y, al mismo tiempo, necesitan distanciar los nacimientos. En general, sus palabras siguen la orientación pastoral y la praxis moral católica vigentes entre 1959 y 1966, fechas en las que la Carta está datada y en que se imprimió, como puede verse en algunas obras de teología moral de esos años, que se encontraban en la biblioteca personal de san Josemaría. Esta doctrina fue precisada y perfeccionada después por la encíclica Humanae vitae (1968), de san Pablo VI. La Humanae vitae alude a los «serios motivos» que deben concurrir para emplear los métodos naturales, si se quieren distanciar los nacimientos (cfr. n. 16). Al mismo tiempo, explica que esos métodos no se pueden desligar de la “paternidad responsable” y de la virtud de la castidad. En el periodo en que salió esta Carta de san Josemaría, existía un debate teológico sobre la cuestión y el mismo Magisterio estaba todavía precisando su postura, en la línea ya indicada en 1965 por la Gaudium et spes (nn. 50-51) del Concilio Vaticano II. El actual Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2369-2370 recoge la formulación de la Humanae vitae, enriquecida por el Magisterio de san Juan Pablo II. (N. del E.)
«con palabras muy fuertes»: recordemos que san Josemaría estaba escribiendo para quienes conocían bien su modo de hablar, franco y sin tapujos. Al mismo tiempo, con alguna frecuencia, en su predicación y escritos usa la hipérbole, para subrayar una enseñanza, como cuando dice que creería a sus hijos más que a mil notarios unánimes (cfr. En diálogo con el Señor, op. cit., p. 282), o que preferiría, antes que murmurar, cortarse la lengua con los dientes y escupirla lejos (citado por Javier Echevarría, homilía, 20 de junio de 2006, en «Romana» 42 [2006], p. 84) y tantos otros ejemplos, de gran efectividad expresiva. Son modos de decir hiperbólicos, que evidentemente no pretendía que se tomaran a la letra. Quien estuviera familiarizado con el amor de Escrivá por sus padres y conociera su capacidad de perdonar y su comprensión con las debilidades humanas, que resulta patente en sus escritos, comenzando por esta Carta, podría deducir que jamás cumpliría lo que aquí dice. Pero quiere usar «palabras muy fuertes» para sensibilizar a sus lectores con el drama que viven quienes descubren ser hijos no deseados. Un grave problema, existencial y psicológico, que se abate especialmente sobre nuestra sociedad, tras la enorme difusión de los métodos anticonceptivos y prácticas abortivas, a partir de la llamada revolución sexual, que estaba ya a las puertas cuando san Josemaría escribió estas palabras. Desea dejar claro que el modelo de santidad que propone para las personas casadas incluye un «amor limpio» entre los cónyuges y un gran amor por los hijos, sin miedo a la prole que Dios quiera enviar, salvo por graves motivos. (N. del E.)
«no habrá en el mundo más que negros y católicos»: frase que ha de entenderse en el contexto histórico de la reivindicación de los derechos civiles en los Estados Unidos, de los años 50 y 60 del siglo XX, cuando la Carta fue escrita. Esos años coincidieron con la difusión de las medidas de control de la natalidad en Norteamérica, que para los activistas afroamericanos escondían un propósito racista. Los católicos también se opusieron a tales medidas, aunque por motivos morales. La irónica frase de un miembro de la Obra, que cita Escrivá, se quiere burlar de los prejuicios racistas y antipapistas de algunos sectores de la población, que deploraban la mayor natalidad de afroamericanos y católicos. San Josemaría aprovecha la ocasión para poner en ridículo al racismo –por reducción al absurdo– mostrando su insensatez y la de toda discriminación por motivos raciales o religiosos.
A mediados de los años 60’, en América era normal referirse a los afroamericanos como “negro” (plural “negroes”). El mismo Martin Luther King Jr., Malcom X y otros activistas anti racistas lo empleaban con naturalidad, lo mismo que la opinión pública en general, como puede comprobarse en el libro de Robert Penn Warren, Who Speaks for the Negro?, New York, Random House, 1965, contemporáneo a la Carta, donde se recogen entrevistas a los principales líderes del movimiento por los derechos civiles.
En 1972, un afroamericano preguntó a Escrivá cómo mejorar en el apostolado con los de su raza (el muchacho dijo textualmente “apostolado con los negros”, vocablo que en castellano no tenía la acepción peyorativa que ahora posee, especialmente en otras lenguas). San Josemaría respondió: «Mira, hijo mío, delante de Dios no hay negros ni blancos: todos somos iguales, ¡todos iguales! Te quiero con toda mi alma, como quiero a éste y a aquel, y a todos. ¡Hay que superar la barrera de las razas, porque no hay barrera!: todos somos del mismo color: el color de los hijos de Dios», notas de una reunión, 3 de abril de 1972, en Crónica (1972), vol. 5, pp. 106-107. (N. del E.)
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/carta-29/carta-n-29/ (02/10/2024)