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Se malentiende, a veces, aquella distinción que hizo el Señor entre las cosas de Dios y las cosas del César61. Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: la Iglesia y el Estado y, con ello, previno los efectos nocivos del cesarismo y del clericalismo. Sentó la doctrina de un anticlericalismo sano, que es amor profundo y verdadero al sacerdocio –da pena que la alta misión sacerdotal se rebaje y envilezca, mezclándose en asuntos terrenos y mezquinos–, y fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica.
Pero la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana. Porque esto sería la negación de la fe de Cristo, que exige la adhesión del hombre entero, alma y cuerpo; individuo y miembro de la sociedad.
El mensaje de Cristo ilumina la vida íntegra de los hombres, su principio y su fin, no solo el campo estrecho de unas subjetivas prácticas de piedad. Y el laicismo es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Cfr. Mt 22,21.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/carta-29/31/ (15/11/2025)