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Hijas e hijos míos, de la misión que Dios nos ha confiado y del carácter plenamente secular de nuestra vocación se deduce que ningún acontecimiento, ninguna tarea humana nos puede ser indiferente. Por ese motivo, insisto en deciros que es necesario que estéis presentes en las actividades sociales, que brotan de la misma convivencia humana o que ejercen en ella un influjo directo o indirecto: debéis dar aire y alma a los colegios profesionales, a las organizaciones de padres de familia y de familias numerosas, a los sindicatos, a la prensa, a las asociaciones y concursos artísticos, literarios, deportivos, etc.

Cada uno de vosotros participará en esas actividades públicas, de acuerdo con su propia condición social y del modo más adecuado a sus circunstancias personales y, por supuesto, con plenísima libertad, tanto en el caso de que actúe individualmente, como cuando lo haga en colaboración con aquellos grupos de ciudadanos, con quienes haya estimado oportuno cooperar.

Comprendéis muy bien que esta participación en la vida pública, de que os hablo, no es actividad política, en el sentido estricto del término: muy pocos de mis hijos trabajan –por decirlo así– profesionalmente en la vida política. Yo os hablo de la participación que es propia de todo ciudadano, que sea consciente de sus obligaciones cívicas. Vosotros os debéis sentir urgidos a actuar –con libertad y responsabilidad personales–, por todas y las mismas razones nobles que mueven a vuestros conciudadanos. Pero, además, os sentís urgidos de modo particular, por vuestro celo apostólico y por el deseo de llevar a cabo una labor de paz y de comprensión en todas las actividades humanas.

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