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Pero volved los ojos a esos pueblos, que han alcanzado un crecimiento casi increíble de cultura y de progreso; que, en pocos años, han llevado a cabo una evolución técnica admirable que les proporciona un alto nivel de vida material. Sus investigaciones –es una maravilla cómo Dios ayuda a la inteligencia humana– deberían haberles movido a acercarse a Dios, porque, en la medida en que son realidades verdaderas y buenas, proceden de Dios y conducen a Él.

Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre –por mucha perfección material que alcance– es vida animal. Solo cuando se abre al horizonte religioso culmina el hombre su afán por distinguirse de las bestias: la religión, desde cierto punto de vista, es como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia.

En el orden religioso, hijas e hijos míos, no hay progreso, no hay posibilidad de adelanto. La cumbre de ese progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin20. Por eso, en la vida espiritual no hay nada que inventar; solo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos –ipse Christus–, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in sæcula21. ¿Comprendéis que yo os repita, una y otra vez, que no tengo otra receta que daros más que esta: santidad personal? No hay otra cosa, hijos míos, no hay otra cosa.

Notas
20

Cfr. Ap 21,6.

21

Hb 13,8.

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