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Sabemos que, desde hace muchos años, ha tenido usted una especial preocupación por la atención espiritual y humana de los sacerdotes, sobre todo del clero diocesano, manifestada, mientras le fue posible, en una intensa labor de predicación y de dirección espiritual dedicada a ellos. Y también, a partir de un determinado momento, en la posibilidad de que —permaneciendo plenamente diocesanos y con la misma dependencia de sus Ordinarios— formen parte de la Obra los que sientan esa llamada. Nos interesaría saber las circunstancias de la vida eclesiástica que —aparte de otras razones— motivaron esa preocupación suya. Asimismo, ¿podría decirnos de qué modo esa actividad ha podido y puede ayudar a resolver algunos problemas del clero diocesano o de la vida eclesiástica?
Las circunstancias de la vida eclesiástica que motivaron y motivan esa preocupación mía y esa labor —ya institucionalizada— de la Obra, no son circunstancias de carácter más o menos accidental o transitorio, sino exigencias permanentes de orden espiritual y humano, íntimamente unidas a la vida y al trabajo del sacerdote diocesano. Me refiero fundamentalmente a la necesidad que éste tiene de ser ayudado —con espíritu y medios que en nada modifiquen su condición diocesana— a buscar la santidad personal en el ejercicio de su propio ministerio. Para así corresponder, con espíritu siempre joven y generosidad cada vez mayor, a la gracia de la vocación divina que recibieron, y para saber prevenir con prudencia y prontitud las posibles crisis espirituales y humanas a que fácilmente pueden dar lugar muchos diversos factores: la soledad, las dificultades del ambiente, la indiferencia, la aparente falta de eficacia de su labor, la rutina, el cansancio, la despreocupación por mantener y perfeccionar su formación intelectual y hasta —es el origen profundo de las crisis de obediencia y de unidad— la poca visión sobrenatural de las relaciones con el propio Ordinario, e incluso con sus demás hermanos en el sacerdocio.
Los sacerdotes diocesanos que —en uso legítimo del derecho de asociación— se adscriben a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz1, lo hacen única y exclusivamente porque desean recibir esa ayuda espiritual personal, de manera en todo compatible con los deberes de su estado y ministerio: de otra manera, esa ayuda no sería tal ayuda, sino complicación, estorbo y desorden.
El espíritu del Opus Dei, en efecto, tiene como característica esencial el hecho de no sacar a nadie de su sitio —unusquisque, in qua vocatione vocatus est, in ea permaneat (1 Cor 7, 20)—, sino que lleva a que cada uno cumpla las tareas y deberes de su propio estado, de su misión en la Iglesia y en la sociedad civil, con la mayor perfección posible. Por eso, cuando un sacerdote se adscribe a la Obra, no modifica ni abandona en nada su vocación diocesana —dedicación al servicio de la Iglesia local a la que está incardinado, plena dependencia del propio Ordinario, espiritualidad secular, unión con los demás sacerdotes, etc.—, sino que, por el contrario, se compromete a vivir esa vocación con plenitud, porque sabe que ha de buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano.
Este principio tiene en nuestra Asociación una serie de aplicaciones prácticas de orden jurídico y ascético, que sería largo detallar. Diré sólo, como ejemplo, que —a diferencia de otras Asociaciones, donde se exige un voto o promesa de obediencia al Superior interno— la dependencia de los sacerdotes diocesanos adscritos al Opus Dei no es una dependencia de régimen, ya que no hay jerarquía interna para ellos ni, por tanto, peligro de doble vínculo de obediencia sino más bien una relación voluntaria de ayuda y asistencia espiritual.
Lo que estos sacerdotes encuentran en el Opus Dei es, sobre todo, la ayuda ascética continuada que desean recibir, con espiritualidad secular y diocesana, e independiente de los cambios personales y circunstanciales que pueda haber en el gobierno de la respectiva Iglesia local. Añaden así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones disciplinares, etc., una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa —respetándola siempre, como un deber grave— la dirección común impartida por el mismo Obispo. A través de esa dirección espiritual personal —tan recomendada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio ordinario— se fomenta en el sacerdote su vida de piedad, su caridad pastoral, su formación doctrinal continuada, su celo por los apostolados diocesanos, el amor y la obediencia que deben al propio Ordinario, la preocupación por las vocaciones sacerdotales y el seminario, etc.
¿Los frutos de toda esta labor? Son para las Iglesias locales, a las que estos sacerdotes sirven. Y de esto se goza mi alma de sacerdote diocesano, que ha tenido además, repetidas veces, el consuelo de ver con qué cariño el Papa y los Obispos bendicen, desean y favorecen este trabajo.
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es una asociación propia, intrínseca e inseparable de la prelatura. Está constituida por los clérigos incardinados al Opus Dei y por otros sacerdotes o diáconos, incardinados en diversas diócesis. Estos sacerdotes y diáconos de otras diócesis —que no forman parte del clero de la prelatura, sino que pertenecen al presbiterio de sus respectivas diócesis y dependen exclusivamente de su ordinario, como superior— se asocian a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, para buscar su santificación, según el espíritu y la praxis ascética del Opus Dei. El prelado del Opus Dei es, a la vez, presidente general de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/conversaciones/16/ (03/12/2024)