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Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia. Dios se ha acercado a los hombres, pobres criaturas, y nos ha dicho que nos ama: Deliciae meae esse cum filiis hominum10, mis delicias son estar entre los hijos de los hombres. El Señor nos da a conocer que todo tiene importancia: las acciones que, con ojos humanos, consideramos extraordinarias; esas otras que, en cambio, calificamos de poca categoría. Nada se pierde. Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación —en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos—, estamos llamados a participar del reino de los cielos.

Eso nos enseña la vida de San José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de San José, y esta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción especial.

Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad.

Notas
10

Prv VIII, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
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