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Es difícil hacer entender a esas personas, en las que la deformación se convierte casi en una segunda naturaleza, que es más humano y más verídico pensar bien de los prójimos. San Agustín recomienda el siguiente consejo: procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros7. Para algunos, este modo de proceder se identifica con la ingenuidad. Ellos son más realistas, más razonables.
Erigiendo en norma de juicio el prejuicio, ofenderán a cualquiera antes de oír razones. Luego, objetivamente, bondadosamente, quizá concederán al injuriado la posibilidad de defenderse: contra toda moral y derecho, porque, en lugar de cargar ellos con la prueba de la supuesta falta, conceden al inocente el privilegio de la demostración de su inocencia.
No sería sincero si no os confesara que las anteriores consideraciones son algo más que un rápido espigueo de tratados de derecho y de moral. Se fundamentan en una experiencia que han vivido no pocos en su propia carne; lo mismo que otros muchos han sido, con frecuencia y durante largos años, la diana de ejercicios de tiro de murmuraciones, de difamación, de calumnia. La gracia de Dios y un natural nada rencoroso han hecho que todo eso no les haya dejado el menor rastro de amargura. Mihi pro minimo est, ut a vobis iudicer8, se me da muy poco el ser juzgado por vosotros, podrían decir con San Pablo. A veces, empleando palabras más corrientes, habrán añadido que todo les ha salido siempre por una friolera. Esa es la verdad.
Por otro lado, sin embargo, no puedo negar que a mí me causa tristeza el alma del que ataca injustamente la honradez ajena, porque el injusto agresor se hunde a sí mismo. Y sufro también por tantos que, ante las acusaciones arbitrarias y desaforadas, no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen posibles, piensan si será todo una pesadilla.
Hace unos días leíamos en la Epístola de la Santa Misa el relato de Susana, aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos corrompidos. Rompió a llorar Susana y contestó a sus acusadores: por todas partes me siento en angustia; porque si hago lo que me proponéis, vendrá sobre mí la muerte; y si me niego, no escaparé de vuestras manos9. ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor10.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/es-cristo-que-pasa/68/ (11/10/2024)