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La misericordia de Dios
Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios24, hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!
Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia25.
Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra26, se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem27; nos rodea28, nos antecede29, se multiplica para ayudarnos30, y continuamente ha sido confirmada31. Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia32: una misericordia suave33, hermosa como nube de lluvia34.
Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia35. Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso36. Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím37. ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano.
¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso38. Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno39. Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón40.
Ps XXIV, 1-2.
Tit III, 5.
Ps XXXII, 5.
Ecclo XVIII, 12.
Ps XXXI, 10.
Ps LVIII, 11.
Ps XXXIII, 8.
Ps CXVI, 2.
Ps XXIV, 7.
Ps CVIII, 21.
Ecclo XXXV, 26.
Mt V, 7.
Lc VI, 36.
Lc VII, 11-17.
Ex XXII, 27.
Heb IV, 16.
S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/es-cristo-que-pasa/7/ (15/10/2024)