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Todo normal, todo corriente, y pasaban los años. Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente…
Este camino por el que Dios me llevaba ha hecho que tenga repugnancia al espectáculo, a lo que parece que se sale de lo ordinario, configurando de esta manera una de las características de nuestro espíritu: la sencillez, el no llamar la atención, el no exhibir,
el no ocultar. Como lo manifiesta aquella anécdota que os he contado tantas veces: cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo…; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.
Nunca me pegaron en casa: sólo una vez mi padre me dio un cachete, que no debió de ser muy fuerte. Nunca me imponían su voluntad. Me tenían corto de dinero, cortísimo, pero libre. El Señor y Padre de los cielos, que me miraba con más cariño que mis padres, permitía que yo padeciera también humillaciones: las que puede sufrir un niño, ya no tan pequeño; tenía por aquel entonces doce o trece años.
Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo –perdón, Señor–, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón…
Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta– que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra.
No creo que necesite sufragios; si los necesita, yo los hago en este momento. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.
Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/en-dialogo-con-el-se%C3%B1or/34/ (09/12/2024)