Ambición

Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma…: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones…, también de los suyos.

No trabajes en empresas apostólicas, solamente construyendo para ahora… Dedícate a esas tareas con la esperanza de que otros —hermanos tuyos con el mismo espíritu— recojan lo que siembras a voleo, y rematen los edificios que vas cimentando.

Cuando te anime de veras el espíritu cristiano, tus afanes se rectificarán. —Ya no sentirás ansias de conseguir renombre, sino de perpetuar tu ideal.

Si no es para construir una obra muy grande, muy de Dios —la santidad—, no vale la pena entregarse.

Por eso, la Iglesia —al canonizar a los santos— proclama la heroicidad de su vida.

Cuando trabajes en serio por el Señor, tu mayor delicia consistirá en que muchos te hagan la competencia.

En esta hora de Dios, la de tu paso por este mundo, decídete de verdad a realizar algo que merece la pena: el tiempo urge, y ¡es tan noble, tan heroica, tan gloriosa la misión del hombre —de la mujer— sobre la tierra, cuando enciende en el fuego de Cristo los corazones mustios y podridos!

—Vale la pena llevar a los demás la paz y la felicidad de una recia y jubilosa cruzada.

Te juegas la vida por la honra… Juégate la honra por el alma.

Por la Comunión de los Santos, has de sentirte muy unido a tus hermanos. ¡Defiende sin miedo esa bendita unidad!

—Si te encontraras solo, las nobles ambiciones tuyas estarían condenadas al fracaso: una oveja aislada es casi siempre una oveja perdida.

Me hizo gracia tu vehemencia. Ante la falta de medios materiales de trabajo y sin la ayuda de otros, comentabas: “yo no tengo más que dos brazos, pero a veces siento la impaciencia de ser un monstruo con cincuenta, para sembrar y recoger la cosecha”.

—Pide al Espíritu Santo esa eficacia…, ¡te la concederá!

Vinieron a tus manos dos libros en ruso, y te entraron unas ganas enormes de estudiar esa lengua. Imaginabas la hermosura de morir como grano de trigo en esa nación, ahora tan árida, que con el tiempo dará crecidos trigales…

—Me parecen bien tus ambiciones. Pero, ahora, dedícate al pequeño deber, a la gran misión de cada día, a tu estudio, a tu trabajo, a tu apostolado y, sobre todo, a tu formación, que —por lo mucho que aún debes podar— no es tarea ni menos heroica, ni menos hermosa.

¿Para qué sirve un estudiante que no estudia?

Cuando te resulte muy cuesta arriba estudiar, ofrece a Jesús ese esfuerzo. Dile que continúas sobre los libros, para que tu ciencia sea el arma con que combatas a sus enemigos y le ganes muchas almas… Entonces, ten la seguridad de que tu estudio lleva camino de hacerse oración.

Si pierdes las horas y los días, si matas el tiempo, abres las puertas de tu alma al demonio. Ese comportamiento equivale a sugerirle: “aquí tienes tu casa”.

¿Que es difícil no perder el tiempo? —Te lo concedo… Pero mira que el enemigo de Dios, los “otros”, no descansan.

Además, acuérdate de esa verdad que Pablo, un campeón del amor de Dios, proclama: «tempus breve est!» —esta vida se nos escapa de las manos, y no cabe la posibilidad de recuperarla.

¿Te das cuenta de lo que supone que tú seas o no una persona con sólida preparación? —¡Cuántas almas!…

—¿Y, ahora, dejarás de estudiar o de trabajar con perfección?

Existen dos maneras de llegar alto: una —cristiana—, por el esfuerzo noble y gallardo de subir para servir a los demás; y otra —pagana—, por el esfuerzo bajo e innoble de hundir al prójimo.

No me asegures que vives cara a Dios, si no te esfuerzas en vivir —siempre y en todo— con sincera y clara fraternidad cara a los hombres, a cualquier hombre.

Los “ambiciosos” —de pequeñas personales ambiciones miserables— no entienden que los amigos de Dios busquen “algo”, por servicio, y sin “ambición”.

Una ansiedad te llena: la prisa por forjarte pronto, por moldearte, por machacarte y pulirte, para llegar a ser la pieza armónica que cumpla eficazmente la labor prevista, la misión asignada…, en el gran campo de Cristo.

Mucho te encomiendo para que ese afán sea acicate a la hora del cansancio, del fracaso, de la oscuridad…, porque “la misión asignada en el gran campo de Cristo” no puede cambiar.

Lucha decididamente contra esa falsa humildad —comodidad, deberías llamarla—, que te impide comportarte con la madurez del buen hijo de Dios: ¡tienes que crecer!

—¿No te causa vergüenza contemplar que tus hermanos mayores llevan años de trabajo entregado, y tú aún no eres capaz —no quieres ser capaz— de levantar un dedo para ayudarles?

Deja que se consuma tu alma en deseos… Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo… No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados —como te sugerirá algún sesudo consejero—: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de deseos”.

Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana.

Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios! De otro modo, corres el riesgo de quedarte en simple espectador.

Olvídate de ti mismo… Que tu ambición sea la de no vivir más que para tus hermanos, para las almas, para la Iglesia; en una palabra, para Dios.

En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, sólo María advierte la falta de vino… Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios.

Referencias a la Sagrada Escritura
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