Pureza
La castidad —la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote— es una triunfante afirmación del amor.
El “milagro” de la pureza tiene como puntos de apoyo la oración y la mortificación.
Más peligrosa se demuestra la tentación contra la castidad, cuanto más disimulada viene: por presentarse insidiosamente, engaña mejor.
—¡No transijas, ni siquiera con la excusa de no “parecer raro”!
La santa pureza: ¡humildad de la carne! Señor —le pedías—, siete cerrojos para mi corazón. Y te aconsejé que le pidieses siete cerrojos para tu corazón y, también, ochenta años de gravedad para tu juventud…
Además, vigila…, porque antes se apaga una centella que un incendio; huye…, porque aquí es una vil cobardía ser “valiente”; no andes con los ojos desparramados…, porque eso no indica ánimo despierto, sino insidia de satanás.
Pero toda esta diligencia humana, con la mortificación, el cilicio, la disciplina y el ayuno, ¡qué poco valen sin Ti, Dios mío!
Así mató aquel confesor la concupiscencia de un alma delicada, que se acusó de ciertas curiosidades: —“¡Bah!: instintos de machos y de hembras”.
En cuanto se admite voluntariamente ese diálogo, la tentación quita la paz del alma, del mismo modo que la impureza consentida destruye la gracia.
Ha seguido el camino de la impureza, con todo su cuerpo…, y con toda su alma. —Su fe se ha ido desdibujando…, aunque bien le consta que no es problema de fe.
“Usted me dijo que se puede llegar a ser «otro» San Agustín, después de mi pasado. No lo dudo, y hoy más que ayer quiero tratar de comprobarlo”.
Pero has de cortar valientemente y de raíz, como el santo obispo de Hipona.
Sí, pide perdón contrito, y haz abundante penitencia por los sucesos impuros de tu vida pasada, pero no quieras recordarlos.
Esa conversación… sucia, ¡de cloaca!
—No basta con que no la secundes: ¡manifiesta reciamente tu repugnancia!
Parece como si el “espíritu” se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un puntito… Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar. —Para ti escribió San Pablo: “castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a otros, venga yo a ser reprobado”.
¡Qué pena dan los que afirman —por su personal experiencia triste— que no se puede ser casto, viviendo y trabajando en medio del mundo!
—Con ese ilógico razonamiento, no deberían molestarse si otros ofenden la memoria de sus padres, de sus hermanos, de su mujer, de su marido.
Aquel confesor, un poco rudo, pero experimentado, contuvo los desvaríos de un alma y los redujo al orden, con esta afirmación: “andas ahora por caminos de vacas; luego, ya te conformarás con ir por los de cabras; y luego…, siempre como un animal, que no sabe mirar al cielo”.
Tú serás… eso, lo que eres: un animalito. —Pero me has de reconocer que otros son enterizos y castos. ¡Ah!, y no te irrites luego, cuando no cuenten contigo o cuando te ignoren: ellos y ellas organizan sus planes humanos con personas que tienen alma y cuerpo…, no con animales.
Hay quien trae hijos al mundo para su industria, para su servicio, para su egoísmo… Y no se acuerdan de que son un don maravilloso del Señor, del que tendrán que dar especialísima cuenta.
Traer hijos, sólo para continuar la especie, también lo saben hacer —no te me enfades— los animales.
Un matrimonio cristiano no puede desear cegar las fuentes de la vida. Porque su amor se funda en el Amor de Cristo, que es entrega y sacrificio… Además, como recordaba Tobías a Sara, los esposos saben que “nosotros somos hijos de santos, y no podemos juntarnos a manera de los gentiles, que no conocen a Dios”.
Cuando éramos pequeños, nos pegábamos a nuestra madre, al pasar por caminos oscuros o por donde había perros.
Ahora, al sentir las tentaciones de la carne, debemos juntarnos estrechamente a Nuestra Madre del Cielo, por medio de su presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.
—Ella nos defenderá y nos llevará a la luz.
Ni son más hombres, ni son más mujeres, por llevar esa vida desordenada.
Se ve que, quienes así razonan, ponen su ideal de persona en las meretrices, en los invertidos, en los degenerados…, en los que tienen el corazón podrido y no podrán entrar en el Reino de los Cielos.
Permíteme un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con compasión, no me dejes, Madre mía! —Y aconséjalo a otros.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/surco/pureza/ (10/10/2024)