2
Necesidad de la humildad
Quisiera haceros sentir, junto al gozo que vuestra llamada divina os produce, una íntima y sincera humildad, que no sólo es compatible con la esperanza y con la grandeza de ánimo, sino que es su mejor defensa y garantía. Porque no toda seguridad es digna de alabanza, sino sólo la que abandona los cuidados en la medida en que debe hacerlo y en las cosas en que no se debe temer. Así es como la seguridad es una condición para la fortaleza y para la magnanimidad4.
Cada uno de nosotros es como aquel gigante de la Sagrada Escritura: la cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro, parte de barro5. No olvidemos nunca esta debilidad del fundamento humano, y así seremos prudentes −humildes− y no sucederá lo que acaeció a aquella estatua colosal: que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándolos. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como polvo de las eras en verano: se los llevó el viento sin que de ellos quedara traza alguna6.
Oíd, mis hijos, lo que el Espíritu Santo nos dice por San Pablo: el que piensa estar firme, mire no caiga. No habéis tenido sino tentaciones humanas, ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros7.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/cartas-1/25/ (02/10/2024)