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Necesidad de la humildad

Quisiera haceros sentir, junto al gozo que vuestra llamada divina os produce, una íntima y sincera humildad, que no sólo es compatible con la esperanza y con la grandeza de ánimo, sino que es su mejor defensa y garantía. Porque no toda seguridad es digna de alabanza, sino sólo la que abandona los cuidados en la medida en que debe hacerlo y en las cosas en que no se debe temer. Así es como la seguridad es una condición para la fortaleza y para la magnanimidad4.

Cada uno de nosotros es como aquel gigante de la Sagrada Escritura: la cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro, parte de barro5. No olvidemos nunca esta debilidad del fundamento humano, y así seremos prudentes −humildes− y no sucederá lo que acaeció a aquella estatua colosal: que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándolos. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como polvo de las eras en verano: se los llevó el viento sin que de ellos quedara traza alguna6.

Oíd, mis hijos, lo que el Espíritu Santo nos dice por San Pablo: el que piensa estar firme, mire no caiga. No habéis tenido sino tentaciones humanas, ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros7.

Notas
4

S.Th. II-II, q. 129, a. 7 ad 2.

5

Dn 2,32-33.

6

Dn 2,34-35.

7

1 Co 10,12-13.

Referencias a la Sagrada Escritura
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