Fecundidad
Corresponde al amor divino siendo fiel, ¡muy fiel!; y, como consecuencia de esta fidelidad, lleva el Amor recibido a otras personas, para que también gocen del encuentro con Dios.
Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón…, para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!
Si no muestras —con tu oración, con tu sacrificio, con tu acción— una constante preocupación de apostolado, es señal evidente de que te falta felicidad y de que ha de aumentar tu fidelidad.
—El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás.
Cuando pisotees de veras tu propio yo y vivas para los demás, entonces serás instrumento apto en las manos de Dios.
El ha llamado —llama— a sus discípulos, y les manda: «ut eatis!» —id a buscar a todos.
Decídete a encender el mundo —puedes— en amores limpios, para hacer dichosa a la humanidad entera, acercándola de verdad a Dios.
«In modico fidelis!» —fiel en lo poco… —Tu labor, hijo mío, no es sólo salvar almas, sino santificarlas, día a día, dando a cada instante —aun a los aparentemente vulgares— vibración de eternidad.
No cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad.
Tu labor de sembrador de doctrina podrá evitar los microbios que la hagan ineficaz, sólo si eres piadoso.
Así como la inmensa maquinaria de docenas de fábricas se para, se queda sin fuerza, cuando la corriente eléctrica se interrumpe, también el apostolado deja de ser fecundo sin la oración y la mortificación, que mueven el Corazón Sacratísimo de Cristo.
Si eres fiel a los impulsos de la gracia, darás buenos frutos: frutos duraderos para la gloria de Dios.
—Ser santo entraña ser eficaz, aunque el santo no toque ni vea la eficacia.
La rectitud de intención está en buscar "sólo y en todo" la gloria de Dios.
El apostolado —manifestación evidente de vida espiritual— es ese aletear constante que hace sobrenaturalizar cada detalle —grande o pequeño— de la jornada, por el amor a Dios que se pone en todo.
Siempre llevaba, como registro en los libros que le servían de lectura, una tira de papel con este lema, escrito en amplios y enérgicos caracteres: «Ure igne Sancti Spiritus!» —Se diría que, en lugar de escribir, grababa: ¡quema con el fuego del Espíritu Santo!
Esculpido en tu alma y encendido en tu boca y prendido en tus obras, cristiano, querría dejar yo ese fuego divino.
Procura ser un niño con santa desvergüenza, que "sabe" que su Padre Dios le manda siempre lo mejor.
Por eso, cuando le falta hasta lo que parece más necesario, no se apura; y, lleno de paz, dice: me queda y tengo al Espíritu Santo.
Cuídame tu oración diaria por esta intención: que todos los católicos seamos fieles, que nos decidamos a luchar para ser santos.
—¡Es lógico!, ¿qué vamos a desear para los que queremos, para los que están atados a nosotros por la fuerte atadura de la fe?
Cuando me dicen que hay personas entregadas a Dios que ya no se aplican fervorosamente a la santidad, pienso que eso —si hubiera algo de cierto— conducirá al gran fracaso de sus vidas.
«Qui sunt isti, qui ut nubes volant, et quasi columbæ ad fenestras suas?» —¿quiénes son ésos que vuelan como nubes, como las palomas hacia sus nidos?, pregunta el Profeta. Y comenta un autor: "las nubes traen su origen del mar y de los ríos, y después de una circulación o carrera más o menos larga, vuelven otra vez a su fuente".
Y te añado: así has de ser tú: nube que fecunde el mundo, haciéndole vivir vida de Cristo… Estas aguas divinas bañarán —empapándolas— las entrañas de la tierra; y, en lugar de ensuciarse, se filtrarán al atravesar tanta impureza, y manarán fuentes limpísimas, que luego serán arroyos y ríos inmensos para saciar la sed de la humanidad. —Después, retírate a tu Refugio, a tu Mar inmenso, a tu Dios, sabiendo que seguirán madurando más frutos, con el riego sobrenatural de tu apostolado, con la fecundidad de las aguas de Dios, que durarán hasta el fin de los tiempos.
Niño: ofrécele también las penas y los dolores de los demás.
¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y El es bueno…, y El te ama —¡a ti solo!— más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?
Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante…, en una palabra, si te falta Amor.
Si es así, no puede extrañarte tu ineficacia. ¡Reacciona enseguida, de la mano de Santa María!
Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción —pequeña o grande—, invoca a tu Angel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso.
Dios está metido en el centro de tu alma, de la mía, y en la de todos los hombres en gracia. Y está para algo: para que tengamos más sal, y para que adquiramos mucha luz, y para que sepamos repartir esos dones de Dios, cada uno desde su puesto.
¿Y cómo podremos repartir esos dones de Dios? Con humildad, con piedad, bien unidos a nuestra Madre la Iglesia.
—¿Te acuerdas de la vid y de los sarmientos? ¡Qué fecundidad la del sarmiento unido a la vid! ¡Qué racimos generosos! ¡Y qué esterilidad la del sarmiento separado, que se seca y pierde la vida!
Jesús, que mi pobre corazón se llene del océano de tu Amor, con oleadas tales que limpien y expulsen de mí toda mi miseria… Vierte las aguas purísimas y ardientes de tu Corazón en el mío, hasta que, satisfecha mi ansia de amarte, no pudiendo represar más afectos de divino incendio, se rompa —¡morir de Amor!—, y salte ese Amor tuyo, en cataratas vivificadoras e irresistibles y fecundísimas, a otros corazones que vibren, al contacto de tales aguas, con vibraciones de Fe y de Caridad.
¡Vive la Santa Misa!
—Te ayudará aquella consideración que se hacía un sacerdote enamorado: ¿es posible, Dios mío, participar en la Santa Misa y no ser santo?
—Y continuaba: ¡me quedaré metido cada día, cumpliendo un propósito antiguo, en la Llaga del Costado de mi Señor!
—¡Anímate!
¡Cuánto bien y cuánto mal puedes hacer!
—Bien, si eres humilde y te sabes entregar con alegría y con espíritu de sacrificio; bien, para ti y para tus hermanos los hombres, para la Iglesia, para esta Madre buena.
—Y cuánto mal, si te guías por tu soberbia.
¡No te me aburgueses, porque —si estás aburguesado— estorbas, te conviertes en un peso muerto para el apostolado, y sobre todo en un motivo de dolor para el Corazón de Cristo!
No dejes de hacer apostolado, no abandones tu esfuerzo por trabajar del mejor modo posible, no descuides tu vida de piedad.
—El resto, lo hará Dios.
De vez en cuando, en las almas hay que hacer como con la lumbre del hogar: se mete un atizador de hierro, y se remueve, para sacar la escoria, que es lo que más brilla y la causa de que se apague el fuego del amor de Dios.
Iremos a Jesús, al Tabernáculo, a conocerle, a digerir su doctrina, para entregar ese alimento a las almas.
Cuando tengas al Señor en tu pecho y gustes de los delirios de su Amor, prométele que te esforzarás por cambiar el rumbo de tu vida en todo lo que sea necesario, para llevarle a la muchedumbre, que no le conoce, que anda vacía de ideales; que, desgraciadamente, camina animalizada.
"Donde hay caridad y amor, allí está Dios", canta el himno litúrgico. Y así pudo anotar aquella alma: "es un tesoro grande y maravilloso este amor fraternal, que no se queda sólo en un consuelo —necesario muchas veces—, sino que transmite la seguridad de tener a Dios cerca, y se manifiesta por la caridad de los que nos rodean y con los que nos rodean".
¡Huye del espectáculo!: que tu vida la conozca Dios, porque la santidad pasa inadvertida, aunque llena de eficacia.
Procura prestar tu ayuda sin que lo noten, sin que te alaben, sin que nadie te vea…, para que, pasando oculto, como la sal, condimentes los ambientes en que te desenvuelves; y contribuyas a lograr que todo sea —por tu sentido cristiano— natural, amable y sabroso.
Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano —el único que merece la pena—, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios.
Me has oído hablar muchas veces del apostolado «ad fidem».
No he cambiado de opinión: ¡qué maravilloso campo de trabajo nos espera en todo el mundo, con los que no conocen la verdadera fe y, sin embargo, son nobles, generosos y alegres!
Con frecuencia, siento ganas de gritar al oído de tantas y de tantos que, en la oficina y en el comercio, en el periódico y en la tribuna, en la escuela, en el taller y en las minas y en el campo, amparados por la vida interior y por la Comunión de los Santos, han de ser portadores de Dios en todos los ambientes, según aquella enseñanza del Apóstol: "glorificad a Dios con vuestra vida y llevadle siempre con vosotros".
Los que tenemos la verdad de Cristo en el corazón hemos de meter esta verdad en el corazón, en la cabeza y en la vida de los demás. Lo contrario sería comodidad, táctica falsa.
Piénsalo de nuevo: a ti, ¿te pidió permiso Cristo para meterse en tu alma? —Te dejó la libertad de seguirle, pero te buscó El, porque quiso.
Con obras de servicio, podemos preparar al Señor un triunfo mayor que el de su entrada en Jerusalén… Porque no se repetirán las escenas de Judas, ni la del Huerto de los Olivos, ni aquella noche cerrada… ¡Lograremos que arda el mundo en las llamas del fuego que vino a traer a la tierra!… Y la luz de la Verdad —nuestro Jesús— iluminará las inteligencias en un día sin fin.
¡No te me asustes!: tú, por cristiano, tienes el derecho y el deber de provocar, en las almas, la crisis saludable de que vivan cara a Dios.
Pide por todo el mundo, por los hombres de todas las razas y de todas las lenguas, y de todas las creencias; por los hombres que tienen una idea vaga de la religión, y por los que no conocen la fe.
—Y este afán de almas, que es prueba fiel y clara de que amamos a Jesús, hará que Jesús venga.
Al oír hablar de labores de almas en tierras lejanas, ¡cómo les brillaban los ojos! Daba la impresión de que estaban dispuestos a saltar el océano de un brinco. Y es que el mundo es muy pequeño, cuando el Amor es grande.
Ningún alma, ¡ninguna!, puede resultarte indiferente.
Un discípulo de Cristo nunca razonará así: "yo procuro ser bueno, y los demás, si quieren…, que se vayan al infierno".
Este comportamiento no es humano, ni es conforme con el amor de Dios, ni con la caridad que debemos al prójimo.
Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad, cuando advierte la urgencia de anunciar la Buena Nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que —como enseña el Apóstol— ha de hacerse "todo para todos, para salvarlos a todos".
Has de querer a tus hermanos, los hombres, hasta el extremo de que incluso sus defectos —cuando no sean ofensa de Dios— no te parezcan defectos. Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás —si no sabes comprender, disculpar, perdonar—, eres un egoísta.
No puedes destrozar, con tu desidia o con tu mal ejemplo, las almas de tus hermanos los hombres.
—Tienes —¡a pesar de tus pasiones!— la responsabilidad de la vida cristiana de tus prójimos, de la eficacia espiritual de todos, ¡de su santidad!
Lejos físicamente y, sin embargo, muy cerca de todos: ¡muy cerca de todos!…, repetías feliz.
Estabas contento, gracias a esa comunión de caridad, de que te hablé, que has de avivar sin cansancio.
Me preguntas qué podrías hacer por ese amigo tuyo, para que no se encuentre solo.
—Te diré lo de siempre, porque tenemos a nuestra disposición un arma maravillosa, que lo resuelve todo: rezar. Primero, rezar. Y, luego, hacer por él lo que querrías que hicieran por ti, en circunstancias semejantes.
Sin humillarle, hay que ayudarle de tal manera que le sea fácil lo que le resulta dificultoso.
Ponte siempre en las circunstancias del prójimo: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad.
No se puede ceder en lo que es de fe: pero no olvides que, para decir la verdad, no hace falta maltratar a nadie.
Siendo para bien del prójimo, no te calles, pero habla de modo amable, sin destemplanza ni enfado.
No es posible comentar sucesos o doctrinas sin referirse a personas…, a las que no juzgas: «qui iudicat Dominus est» —es Dios quien juzga.
—No te preocupes, pues, si alguna vez chocas con un interlocutor sin recta conciencia, que —por mala fe o por falta de criterio— califica tus palabras de murmuración.
A algunos pobrecitos les molesta el bien que haces, como si el bien dejara de serlo cuando no lo llevan a cabo o no lo controlan ellos…
—Que esa incomprensión no te sirva de excusa para aflojar en tu tarea. Esfuérzate en rendir con mayor empeño, ahora: cuando en la tierra te faltan aplausos, más grata llega tu tarea al Cielo.
A veces, se pierde el cincuenta por ciento de la actividad en luchas intestinas, que tienen por fundamento la ausencia de la caridad, y los cuentos y los chismes entre hermanos. De otra parte, un veinticinco por ciento de la actividad se pierde en levantar edificios innecesarios para el apostolado. No se ha de consentir jamás la murmuración y no se ha de perder el tiempo en edificar tantas casas, y así las personas serán apóstoles cien por cien.
Pide para los sacerdotes, los de ahora y los que vendrán, que amen de verdad, cada día más y sin discriminaciones, a sus hermanos los hombres, y que sepan hacerse querer de ellos.
Pensando en los sacerdotes del mundo entero, ayúdame a rezar por la fecundidad de sus apostolados.
—Sacerdote, hermano mío, habla siempre de Dios, que, si eres suyo, no habrá monotonía en tus coloquios.
La predicación, la predicación de Cristo "Crucificado", es la palabra de Dios.
Los sacerdotes han de prepararse lo mejor que puedan, antes de ejercer tan divino ministerio, buscando la salvación de las almas.
Los seglares han de escuchar con respeto especialísimo.
Me produjo alegría lo que decían de aquel sacerdote: "Predica con toda el alma… y con todo el cuerpo".
Reza así, alma de apóstol: Señor, haz que sepa "apretar" a la gente y encender a todos en hogueras de Amor, que sean el motor único de nuestras actividades.
Los católicos hemos de andar por la vida como apóstoles: con luz de Dios, con sal de Dios. Sin miedo, con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal unión con el Señor, que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras, que repartamos el fruto de la serenidad y la eficacia de la doctrina cristiana.
Salió el sembrador a sembrar, a echar a voleo la semilla en todas las encrucijadas de la tierra… —¡Bendita labor la nuestra!: encargarnos de que, en todas las circunstancias de lugares y de épocas, arraigue, germine y dé fruto la palabra de Dios.
«Dominus dabit benignitatem suam et terra nostra dabit fructum suum» —el Señor dará su bendición, y nuestra tierra producirá su fruto.
—Sí, esa bendición es el origen de todo buen fruto, el clima necesario para que en nuestro mundo podamos cultivar santos, hombres y mujeres de Dios.
«Dominus dabit benignitatem» —el Señor dará su bendición. —Pero, fíjate bien, a continuación señala que El espera nuestro fruto —el tuyo, el mío—, y no un fruto raquítico, desmedrado, porque no hayamos sabido entregarnos; lo espera abundante, porque nos colma de bendiciones.
Veías tu vocación como esas cápsulas que encierran la semilla. Ya llegará el momento de la expansión, y habrá arraigo múltiple y simultáneo.
Dentro de la gran muchedumbre humana —nos interesan todas las almas— has de ser fermento, para que, con la ayuda de la gracia divina y con tu correspondencia, actúes en todos los lugares del mundo como la levadura, que da calidad, que da sabor, que da volumen, con el fin de que luego el pan de Cristo pueda alimentar a otras almas.
Los enemigos de Jesús —y algunos que se dicen sus amigos—, cubiertos con la armadura de la ciencia humana, empuñando la espada del poder, se ríen de los cristianos como el filisteo se reía de David, despreciándole.
También ahora caerá por tierra el Goliat del odio, de la falsía, de la prepotencia, del laicismo, del indiferentismo…; y entonces, herido el gigantón de esas falsas ideologías por las armas aparentemente débiles del espíritu cristiano —oración, expiación, acción—, le despojaremos de la armadura de sus erróneas doctrinas, para revestir a nuestros hermanos los hombres con la verdadera ciencia: la cultura y la práctica cristiana.
En las campañas contra la Iglesia, maquinan muchas organizaciones —a veces del brazo de los que se llaman buenos—, que mueven al pueblo con prensa, hojas, pasquines, calumnias, propaganda hablada. Después lo llevan por donde quieren: al mismo infierno. Pretenden que la masa sea amorfa, como si las personas no tuvieran alma…, y dan compasión.
Pero, como tienen alma, hay que arrancarlas de las garras de esas organizaciones del mal y ponerlas al servicio de Dios.
Un tanto por ciento muy considerable de las personas, que frecuentan los Sacramentos, lee la mala prensa…
Con calma y con amor de Dios, hemos de rogar y de dar doctrina, para que no lean esos papeluchos endiablados que, según dicen —porque se avergüenzan—, compran los de su familia, aunque quizá lo hagan ellos mismos.
Defiende la verdad, con caridad y con firmeza, cuando se trata de las cosas de Dios. Practica la santa desvergüenza de denunciar los errores, que a veces son pequeñas insidias; otras, odiosas razones o descaradas ignorancias; y, de ordinario, manifestación de la impotencia de los hombres, que no pueden tolerar la fecundidad de la palabra de Dios.
En momentos de desorientación general, cuando clamas al Señor por ¡sus almas!, parece como si no te oyera, como si se hiciera sordo a tus llamadas. Incluso llegas a pensar que tu trabajo apostólico es vano.
—¡No te preocupes! Sigue trabajando con la misma alegría, con la misma vibración, con el mismo afán. —Déjame que insista: cuando se trabaja por Dios, ¡nada es infecundo!
Hijo: todos los mares de este mundo son nuestros, y allí donde la pesca es más difícil es también más necesaria.
Con tu doctrina de cristiano, con tu vida íntegra y con tu trabajo bien hecho, tienes que dar buen ejemplo, en el ejercicio de tu profesión, y en el cumplimiento de los deberes de tu cargo, a los que te rodean: tus parientes, tus amigos, tus compañeros, tus vecinos, tus alumnos… —No puedes ser un chapucero.
Por tu trato con Cristo, estás obligado a rendir fruto.
—Fruto que sacie el hambre de las almas, cuando se acerquen a ti, en el trabajo, en la convivencia, en el ambiente familiar…
Con tu cumplimiento gustoso y generoso del deber, logras también abundante gracia del Señor para otras almas.
Esfuérzate en llevar tu sentido cristiano al mundo, para que haya muchos amigos de la Cruz.
Además de su gracia cuantiosa y eficaz, el Señor te ha dado la cabeza, las manos, las facultades intelectuales, para que hagas fructificar tus talentos.
Dios quiere operar milagros constantes —resucitar muertos, dar oído a los sordos, vista a los ciegos, posibilidades de andar a los cojos…—, a través de tu actuación profesional santificada, convertida en holocausto grato a Dios y útil a las almas.
El día en que no procures acercar a otros a Dios —tú, que debes ser siempre brasa encendida— te convertirás en un carboncito despreciable, o en un montoncito de ceniza, que un soplo de viento dispersa.
—Tienes que llevar fuego, tienes que ser algo que queme, que arda, que produzca hogueras de amor de Dios, de fidelidad, de apostolado.
Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas.
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