Selección
¡Comprometido! ¡Cómo me gusta esta palabra! —Los hijos de Dios nos obligamos —libremente— a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que El domine, de modo soberano y completo, en nuestras vidas.
La santidad —cuando es verdadera— se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia.
Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. —¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario.
El Reino de Jesucristo. ¡Esto es lo nuestro! —Por eso, hijo, ¡con generosidad!, no quieras saber ninguna de las muchas razones que tiene para reinar en ti.
Si le miras, te bastará contemplar cómo te ama…, sentirás hambres de corresponder, gritándole a voces que "le amas actualmente", y comprenderás que, si tú no le dejas, El no te dejará.
El primer paso para acercar a otros a los caminos de Cristo es que te vean contento, feliz, seguro en tu andar hacia Dios.
Un varón católico —una mujer católica— no puede olvidar esta idea madre: imitar a Jesucristo, en todos los ambientes, sin rechazar a nadie.
Nuestro Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca. No hay otro camino.
Esta es la obra del Espíritu Santo en cada alma —en la tuya—, y has de ser dócil, para no poner obstáculos a tu Dios.
Señal evidente de que buscas la santidad es —¡déjame llamarlo así!— el "sano prejuicio psicológico" de pensar habitualmente en los demás, olvidándote de ti mismo, para acercarles a Dios.
Ha de quedar claramente grabado en tu alma que Dios no te necesita. —Su llamada es una misericordia amorosísima de su Corazón.
Trata con afecto, con cariño —¡con caridad cristiana!— al que yerra, pero sin admitir componendas en lo que vaya contra nuestra santa Fe.
Acude a la Dulce Señora María, Madre de Dios y Madre Nuestra, encomendándole la limpieza de alma y de cuerpo de todas las personas.
Dile que quieres invocarla —y que la invoquen siempre—, y siempre vencer, en las horas malas —o buenas, y muy buenas— de la lucha contra los enemigos de nuestra condición de hijos de Dios.
El vino a la tierra, porque «omnes homines vult salvos fieri» —para redimir a todo el mundo.
—Mientras trabajas codo a codo con tantas personas, acuérdate siempre de que ¡no hay alma que no interese a Cristo!
¡Señor!, le asegurabas, me gusta ser agradecido; quiero serlo siempre con todos.
—Pues, mira: no eres una piedra…, ni un alcornoque…, ni un mulo. No perteneces a esos seres, que cumplen su fin aquí abajo. Y esto, porque Dios quiso hacerte hombre o mujer —hijo suyo—…, y te ama «in caritate perpetua» —con amor eterno.
—¿Te gusta ser agradecido?: ¿vas a hacer una excepción con el Señor? —Procura que tu hacimiento de gracias, diario, salga impetuoso de tu corazón.
Comprensión, caridad real. Cuando de veras la hayas conseguido, tendrás el corazón grande con todos, sin discriminaciones, y vivirás —también con los que te han maltratado— el consejo de Jesús: "venid a mí todos los que andáis agobiados…, que Yo os aliviaré".
Trata con cariño a los que ignoran las cosas de Dios. Pero con más razón has de tratar así a quienes las conocen: sin esto, no puedes cumplir lo anterior.
Si de veras amases a Dios con todo tu corazón, el amor al prójimo —que a veces te resulta tan difícil— sería una consecuencia necesaria del Gran Amor. —Y no te sentirías enemigo de nadie, ni harías acepción de personas.
¿Tienes ansias, locura divina de que las almas conozcan el Amor de Dios? Pues, en tu vida corriente, ofrece mortificaciones, reza, cumple el deber, véncete en tanto pequeño detalle.
Háblale despacio: buen Jesús, si he de ser apóstol —apóstol de apóstoles— es preciso que me hagas muy humilde.
Que me conozca: que me conozca y que te conozca.
—Así jamás perderé de vista mi nada.
«Per Iesum Christum Dominum nostrum» —por Jesucristo, Señor Nuestro. De este modo has de hacer las cosas: ¡por Jesucristo!
—Es bueno que tengas un corazón humano; pero, si te mueves sólo porque se trata de una persona determinada, ¡mal! —Aunque lo hagas también por ese hermano, por ese amigo, ¡hazlo sobre todo por Jesucristo!
La Iglesia, las almas —de todos los continentes, de todos los tiempos actuales y venideros— esperan mucho de ti…, pero —¡que se te meta bien en la cabeza y en el corazón!— serás estéril, si no eres santo: me corrijo, si no luchas para ser santo.
Déjate modelar por los golpes —fuertes o delicados— de la gracia. Esfuérzate en no ser obstáculo, sino instrumento. Y, si quieres, tu Madre Santísima te ayudará, y serás canal, en lugar de piedra que tuerza el curso de las aguas divinas.
Señor, ayúdame a serte fiel y dócil, «sicut lutum in manu figuli» —como el barro en las manos del alfarero. —Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor.
Jesús hará que tomes a todos los que tratas un cariño grande, que en nada empañará el que a El le tienes. Al contrario: cuanto más quieras a Jesús, más gente cabrá en tu corazón.
Al acercarse más la criatura a Dios, más universal se siente: se agranda su corazón, para que quepan todos y todo, en el único gran deseo de poner el universo a los pies de Jesús.
Jesús tenía, al morir en la Cruz, treinta y tres años. ¡La juventud no puede servir de excusa!
Además, cada día que pasa, ya vas dejando de ser joven… aunque con El tendrás su juventud eterna.
Rechaza el nacionalismo, que dificulta la comprensión y la convivencia: es una de las barreras más perniciosas de muchos momentos históricos.
Y recházalo con más fuerza —porque sería más nocivo—, si se pretende llevar al Cuerpo de la Iglesia, que es donde más ha de resplandecer la unión de todo y de todos en el amor a Jesucristo.
¿Tú, hijo de Dios, qué has hecho, hasta ahora, para ayudar a las almas de los que te rodean?
—No puedes conformarte con esa pasividad, con esa languidez: El quiere llegar a otros con tu ejemplo, con tu palabra, con tu amistad, con tu servicio…
Sacrifícate, entrégate, y trabaja con las almas una a una, como se tratan una a una las joyas preciosas.
—Más aún, has de poner mayor empeño, porque está en juego algo de valor incomparable: el objeto de esa atención espiritual es preparar buenos instrumentos para el servicio de Dios, que han costado a Cristo, ¡cada uno!, toda su Sangre.
Ser cristiano —y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real— es estar de continuo en la Cruz.
Si fueras consecuente, ahora que has visto su luz, desearías ser tan santo, como tan gran pecador has sido: y lucharías por hacer realidad esas ansias.
No es soberbia, sino fortaleza, hacer sentir el peso de la autoridad, cortando cuanto haya que cortar, cuando así lo exige el cumplimiento de la Santa Voluntad de Dios.
A veces, hay que atar las manos, con reverencia y con mesura, sin baldones ni descortesía. No por venganza, sino para remedio. No en castigo, sino como medicina.
Me miraste muy serio…, pero al fin me entendiste, cuando te comenté: "quiero reproducir la vida de Cristo en los hijos de Dios, a fuerza de meditarla, para actuar como El y hablar sólo de El".
Jesús se quedó en la Eucaristía por amor…, por ti.
—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres… y cómo lo recibes tú.
—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino.
Me dices que deseas vivir la santa pobreza, el desprendimiento de las cosas que usas. —Pregúntate: ¿tengo yo los afectos de Jesucristo, y sus sentimientos, con relación a la pobreza y a las riquezas?
Y te aconsejé: además de descansar en tu Padre-Dios, con verdadero abandono de hijo…, pon particularmente tus ojos en esa virtud, para amarla como Jesús. Y así, en lugar de verla como una cruz, la considerarás como signo de predilección.
A veces, con su actuación, algunos cristianos no dan al precepto de la caridad el valor máximo que tiene. Cristo, rodeado por los suyos, en aquel maravilloso sermón final, decía a modo de testamento: «Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem» —un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros.
Y todavía insistió: «in hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis» —en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
—¡Ojalá nos decidamos a vivir como El quiere!
Si falta la piedad —ese lazo que nos ata a Dios fuertemente y, por El, a los demás, porque en los demás vemos a Cristo—, es inevitable la desunión, con la pérdida de todo espíritu cristiano.
Agradece de todo corazón al Señor las potencias admirables…, y terribles, de la inteligencia y de la voluntad con las que ha querido crearte. Admirables, porque te hacen semejante a El; terribles, porque hay hombres que las enfrentan contra su Creador.
A mí, como síntesis de nuestro agradecimiento de hijos de Dios, se me ocurre decirle, ahora y siempre, a este Padre nuestro: «serviam!» —¡te serviré!
Sin vida interior, sin formación, no hay verdadero apostolado ni obras fecundas: la labor es precaria e incluso ficticia.
—¡Qué responsabilidad, por tanto, la de los hijos de Dios!: hemos de tener hambre y sed de El y de su doctrina.
Le decían a aquel buen amigo, para humillarle, que su alma era de segunda o de tercera clase.
Convencido de su nada, sin enfadarse, razonaba así: como cada hombre no tiene más que un alma —yo la mía, una sola también—, para cada uno su alma será… de primera. ¡No quiero bajar la puntería! Por lo tanto, tengo un alma de "primerísima", y quiero, con la ayuda de Dios, purificarla y blanquearla y encenderla, para que esté muy contento el Amado.
—No lo olvides, tú tampoco —aunque te veas tan lleno de miserias— "puedes bajar la puntería".
Para ti, que te quejas de estar solo, de que el ambiente es agresivo: piensa que Cristo Jesús, Buen Sembrador, a cada uno de sus hijos nos aprieta en su mano llagada —como al trigo—; nos inunda con su Sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha!…; y luego, generosamente, nos echa por el mundo uno a uno: que el trigo no se siembra a sacos, sino grano a grano.
Insisto: ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el "don de lenguas", el de hacernos entender por todos.
La razón por la que deseo este "don de lenguas" la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios.
Para todos —doctos y menos doctos—, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas.
En estos momentos —¡y siempre!—, cuando el Señor quiere que se esparza su semilla, en una divina dispersión por los distintos ambientes, quiere también que la extensión no haga perder la intensidad…
Y tú tienes la misión, clara y sobrenatural, de contribuir a que esa intensidad no se pierda.
Sí, tienes razón: ¡qué hondura, la de tu miseria! Por ti, ¿dónde estarías ahora, hasta dónde habrías llegado?…
"Solamente un Amor lleno de misericordia puede seguir amándome", reconocías.
—Consuélate: El no te negará ni su Amor ni su Misericordia, si le buscas.
Tú has de procurar que haya, en medio del mundo, muchas almas que amen a Dios de todo corazón.
—Es hora de hacer recuento: ¿a cuántas has ayudado tú a descubrir ese Amor?
La presencia y el testimonio de los hijos de Dios en el mundo es para arrastrar, no para dejarse arrastrar; para dar su propio ambiente —el de Cristo—, no para dejarse dominar por otro ambiente.
Tienes obligación de llegarte a los que te rodean, de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás.
Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los hombres, que están necesitados de ese «gaudium cum pace» —de esta alegría y esta paz, que quizá no conocen o han olvidado.
Ningún hijo de la Iglesia Santa puede vivir tranquilo, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!
Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno —«singulis manus imponens», como hacía Jesús—, para tornarlos a la vida, para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles!
Yo tampoco pensaba que Dios me cogiera como lo hizo. Pero el Señor —déjame que te lo repita— no nos pide permiso para "complicarnos la vida". Se mete y… ¡ya está!
Señor, solamente confiaré en Ti. Ayúdame, para que te sea fiel, porque sé que de esta fidelidad en servirte, dejando en tus manos todas mis solicitudes y cuidados, puedo esperarlo todo.
Agradezcamos mucho y con frecuencia esta llamada maravillosa que hemos recibido de Dios: que sea una gratitud real y profunda, estrechamente unida a la humildad.
El privilegio de contarnos entre los hijos de Dios, felicidad suma, es siempre inmerecido.
Desgarra el corazón aquel clamor —¡siempre actual!— del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos.
—Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?
Para seguir al Señor, es preciso darse de una vez, sin reservas y reciamente: quemar las naves con decisión, para que no haya posibilidades de retroceder.
No te asustes cuando Jesús te pida más, incluso la felicidad de los de tu sangre. Convéncete de que, desde un punto de vista sobrenatural, El tiene el derecho de pasar por encima de los tuyos, para su Gloria.
Afirmas que quieres ser apóstol de Cristo.
—Me da mucha alegría oírte. Pido al Señor que te conceda perseverancia. Y recuerda que, de nuestra boca, de nuestro pensamiento, de nuestro corazón, no han de salir más que motivos divinos, hambre de almas, temas que de un modo o de otro llevan a Dios; o, por lo menos, que no te apartan de El.
La Iglesia necesita —y necesitará siempre— sacerdotes. Pídeselos a diario a la Trinidad Santísima, a través de Santa María.
—Y pide que sean alegres, operativos, eficaces; que estén bien preparados; y que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas.
Recurre constantemente a la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre de la humanidad: y Ella atraerá, con suavidad de Madre, el amor de Dios a las almas que tratas, para que se decidan —en su trabajo ordinario, en su profesión— a ser testigos de Jesucristo.
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