15. Ahora que comienza el año (diciembre de 1970)

** En la tertulia del 2 de enero de 1971, san Josemaría se refirió en varios momentos a la necesidad de comenzar y recomenzar en la vida interior. Con esas palabras preparó este texto, aunque es posible que al hacerlo tuviera también en cuenta frases de la meditación que había predicado el día anterior a los miembros del Consejo General, comentando las mismas ideas.


Comenzamos enseguida un nuevo año, hijas e hijos míos, y me gustaría haceros algunas consideraciones que os ayuden a recorrerlo con garbo. Os tengo que dar un poquito de mi experiencia, pero prefiero hacerlo con unas palabras de San Pablo.

Ya os han dicho y lo habéis leído, porque es cosa bien sabida, que yo no creo en muchas cosas. Creo en lo justo, y en eso con toda mi alma. Y entre las cosas que creo, creo en vuestra lealtad. No hago más que repetir lo que hacía considerar desde el principio a los chicos de San Rafael: a mí, si me decís algo uno de vosotros, aunque me afirmen lo contrario unánimemente cien notarios, no creo a los notarios: os creo a vosotros. Porque sé que tenéis fragilidades, como las tengo yo, pero que sois leales. Es lógico que con esta lealtad os hable siempre.

Sabéis que el Padre os abre su corazón con sinceridad. No creo en ese refrán que dice: año nuevo, vida nueva. En veinticuatro horas no se cambia nada. Sólo el Señor, con su gracia, puede convertir en un momento a Saulo, de perseguidor de los cristianos en Apóstol. Le derriba del caballo, le deja ciego, le humilla, le hace ir a un hombre, Ananías11, para que le diga lo que tiene que hacer. Y Saulo era uno de los grandes de Israel, educado en la cátedra de Gamaliel, y además ciudadano romano2. ¿Os acordáis?: «civis romanus sum!». Me gusta. Me gusta que también vosotros os sintáis ciudadanos de vuestro país; con todos los derechos, porque cumplís todos los deberes.

¿Creéis que sin un milagro grande, un hombre comodón que se mueve con desgana, sin agilidad, que no hace gimnasia, puede ganar una competición internacional de deporte? San Pablo acude a ese símil, y yo también. Sólo luchando repetidamente –venciendo unas veces, y otras no– en cosas pequeñas, que de suyo no son pecado, que no tienen una sanción moral muy fuerte, sino que son debilidades humanas, faltas de amor, faltas de generosidad; sólo una persona que hace cada día su gimnasia podrá decir con verdad que, al final, tendrá una vida nueva. Sólo quien hace esa gimnasia espiritual llegará.

Mirad lo que dice San Pablo: «Nolite conformari huic sæculo, sed reformamini in novitate sensus vestri, ut probetis quæ sit voluntas Dei bona et beneplacens et perfecta»3. Procurad reformaros con un nuevo sentido de la vida; tratando de comprender aquellas cosas que son buenas, de más valor, más agradables a Dios, más perfectas; y seguidlas.

¿Acaso no ocurre así en el ejercicio gimnástico constante, en el deporte?: tres centímetros más, una décima de segundo menos. Y de pronto, un percance: uno salta y se tuerce un tobillo, ¡qué desastre! Quizá porque se descuidó, y engordó y perdió la forma. Hijos míos, si esa criatura, si esa alma sigue luchando, aquel percance no ha tenido ninguna categoría. Es, a lo sumo, una faltita pequeña; porque está haciendo su gimnasia para conseguir una marca mejor, esforzándose en cosas que son más buenas, de más valor: esas que si no se hacen no ofenden a Dios, porque no son pecado. Así, poco a poco, sin daros apenas cuenta, para que no se meta la soberbia, iréis –iremos– reformándonos con un nuevo sentido de la vida: in novitate sensus. Y tendremos una vida nueva.

Consideradlo cada uno de vosotros en vuestra oración personal. Cada uno sacará una luz particular: unos, muchas luces; otros, sólo chispazos; alguno se dormirá, y no sacará nada; pero cuando despierte, verá que sí, que tiene luz. Vale la pena, hijos míos, considerar atentamente estas palabras del Apóstol.

Si cuando vas a saltar, saltas como una gallina, ¿te vas a asustar? Mira lo que dice San Pedro: «Carissimi, nolite peregrinari in fervore, qui ad tentationem vobis fit, quasi novi aliquid vobis contingat»4. No os maravilléis de que no podáis saltar, de que no podáis vencer: ¡si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios. Y no olvidéis que una cosa es el pensamiento, y otra muy distinta el consentimiento. Esto evita muchos quebraderos de cabeza.

También nos evitamos muchas tonterías durmiendo bien, las horas justas; comiendo lo necesario, haciendo el deporte que podáis a vuestros años, y descansando. Pero yo querría que en cada plato pusierais la cruz; que no quiere decir que no comamos: se trata de comer un poquito más de lo que no os gusta, un poquito, aunque sólo sea una cucharadita de las de café; y un poquito menos de lo que os gusta, dando siempre gracias a Dios.

No os vais a maravillar porque sabéis que vosotros y yo –yo tanto como vosotros, por lo menos, o quizá más– tenemos el fomes peccati, la natural inclinación a todo lo que es pecaminoso. Insisto en que el pecado de la carne no es el más grave. Hay otros pecados más grandes, aunque, naturalmente, la concupiscencia hay que sujetarla. Vosotros y yo no nos vamos a maravillar si encontramos que, en todas las cosas –no sólo en la sensualidad, sino en todo–, tenemos una inclinación natural al mal. Algunos se maravillan, se llenan de soberbia y se pierden.

Cuando yo confesaba en iglesia pública a la gente, hace tantos años, solía actuar como los viejos confesores. Después de oír unas carretadas de cieno, preguntaba: ¿sólo esto, hijo mío? Porque estoy convencido de que, si Dios me deja de su mano, cualquiera de aquellos pecadores parecerá un pigmeo en el mal, si lo comparo conmigo, que me siento capaz de todos los errores y de todos los horrores.

No os asustéis de nada. Evitad que vengan los sustos, hablando claro antes; y si no, después. Este es un buen pensamiento para comenzar el año.

Hijas e hijos míos, haced las cosas seriamente. Reemprended ahora el camino. Soy muy amigo de la palabra camino, porque todos somos caminantes de cara a Dios; somos viatores, estamos andando hacia el Creador desde que hemos venido a la tierra. Una persona que emprende un camino, tiene claro un fin, un objetivo: quiere ir de un sitio a otro; y, en consecuencia, pone todos los medios para llegar incólume a ese fin; con la prisa suficiente, procurando no descaminarse por veredas laterales, desconocidas, que presentan peligros de barrancos y de fieras. ¡A caminar seriamente, hijos! Hemos de poner en las cosas de Dios y en las de las almas el mismo empeño que los demás ponen en las cosas de la tierra: un gran deseo de ser santos.

Sabemos que en la tierra no hay santos, pero todos podemos tener deseos eficaces de serlo; y tú, con ese deseo, estás haciendo un gran bien a toda la Iglesia, y de modo especial a todos tus hermanos en la Obra. A la vez, un pensamiento que ayuda mucho a la lealtad es considerar que haces un gran daño a los demás, si te descaminas.

Dios os exige a vosotros, y me exige a mí, lo que exige a una persona normal. Nuestra santidad consiste en eso: en hacer bien las cosas corrientes. Puede ser que, alguna vez, uno tenga ocasión de ganar la laureada; pero pocas veces. Y –que no se me enfaden los militares– tened en cuenta que los soldados que caen no reciben condecoraciones: las recibe su capitán. Il sangue del soldato fa grande il capitano, dice un proverbio italiano. Vosotros sois los santos, fieles, trabajadores, alegres, deportistas; y yo, el que se lleva las palmas, aunque también los odios caen sobre mí. Me hacéis mucho bien, pero no lo olvidéis, hijos: los odios se los lleva el Padre.

Satanás no está contento porque, con la gracia del Señor, os he enseñado un camino, un modo de llegar al Cielo. Os he dado un medio para arribar al fin, de una manera contemplativa. El Señor nos concede esa contemplación, que de ordinario apenas sentís. Dios no hace acepción de personas; a todos nos da los medios.

Quizá vuestro confesor, o la persona que lleva vuestra Confidencia, se da cuenta de algo que debéis corregir, y os hará algunas indicaciones. Pero el camino de la Obra es muy ancho. Se puede ir por la derecha o por la izquierda; a caballo, en bicicleta; de rodillas, a cuatro patas como cuando erais niños; y también por la cuneta, siempre que no se salga del camino.

A cada uno Dios le da, dentro de la vocación general al Opus Dei –que es santificar en medio de la calle el trabajo profesional–, su modo especial de llegar. No estamos recortados por el mismo patrón, como con una plantilla. El espíritu nuestro es tan amplio, que no se pierde lo común por la legítima diversidad personal, por el sano pluralismo. En el Opus Dei no ponemos a las almas en un molde, y luego apretamos; no queremos encorsetar a nadie. Hay un común denominador: querer llegar, y basta.

Pero vamos a seguir con San Pablo. Ese querer llegar exige un contenido. El libro de la Sabiduría dice que el corazón del loco es como un vaso quebrado5, dividido en partes, que tiene cada trozo suelto. Dentro no cabe la Sabiduría, porque se derrama. Con esto, el Espíritu Santo nos dice que no podemos ser como un vaso quebrado; no podemos tener una voluntad, como el vaso quebrado, orientada aquí y allá, diversamente; sino una voluntad que remite a un único fin: «Porro unum est necessarium!»6.

No os preocupéis si esa voluntad es un vaso con lañas. Soy muy amigo de las lañas, porque las necesito. Y no se escapa el agua porque haya lañas. Aquel vaso, quebrado y recompuesto, a mí me parece una maravilla; es incluso elegante, se ve que ha servido para algo. Hijos míos, esas lañas son testimonio de que habéis luchado, de que tenéis motivos de humillación; pero si no os quebráis, mejor aún.

Lo que sí debéis tener es buena disposición. He escrito hace muchos años que, cuando un vaso contiene vino bueno y en él se echa buen vino, buen vino queda. Ocurre lo mismo en vuestro corazón: debéis tener el buen vino de las bodas de Caná. Si hay vinagre en vuestra alma, aunque os echen vino bueno –el vino de las bodas de Caná–, todo os parecerá repugnante, porque dentro de vosotros se convertirá el buen vino en vinagre. Si reaccionáis mal, hablad. Porque no es razonable que una persona, que acude al médico para que la vea bien, no cuente las dificultades que tiene.

Luego nuestras labores, nuestros deseos y nuestros pensamientos, tienen que convenir hacia un solo fin: «Porro unum est necessarium», repito. Ya tenéis un motivo de lucha deportiva. Hemos de llevar las cosas a Dios, pero como hombres, no como ángeles. No somos ángeles, así que no os extrañéis de vuestras limitaciones. Es mejor que seamos hombres que pueden merecer y… fenecer espiritualmente: morir. Porque de esta manera nos daremos cuenta de que todas las cosas grandes, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya. Como aquellos discípulos que regresaron pasmados de los milagros que hacían en nombre de Jesús7, nos daremos cuenta de que el fruto no es nuestro; de que no puede dar peras el olmo. El fruto es de Dios Padre, que ha sido tan padre y tan generoso que lo ha puesto en nuestra alma.

Luego no nos hemos de admirar, «quasi novi aliquid vobis contingat»*, como si nos aconteciera algo extraordinario, si sentimos bullir las pasiones –es lógico que esto ocurra, no somos como una pared–, ni si el Señor, por nuestras manos, obra maravillas, que es cosa habitual también.

Mirad el ejemplo de San Juan Bautista, cuando envía a sus discípulos a preguntar al Señor quién es. Jesús les contesta haciéndoles considerar todos aquellos milagros8. Ya recordáis este pasaje; desde hace más de cuarenta años lo he enseñado a mis hijos para que lo mediten. Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: «Iam fœtet, quatriduanus est enim»9. Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven.

Tampoco os podéis maravillar entonces: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio, como las hizo a través de los primeros discípulos. Esto es bueno, hijas e hijos míos, porque nos fundamenta en la humildad, nos quita la posibilidad de la soberbia, y nos ayuda a tener buena doctrina. El conocimiento de esas maravillas que Dios obra por vuestra labor os hace eficaces, fomenta vuestra lealtad y, por tanto, fortifica vuestra perseverancia.

Acabaremos con un texto del Apóstol: «Æmulamini autem charismata meliora»10; aspirad a los dones mejores, constantemente. Hijos míos, vosotros y yo queremos portarnos bien, como agrada al Señor. Y, si a veces las cosas nos salen un poco mal, no importa: luchemos, porque la santidad está en la lucha.

«Æmulamini charismata meliora»: aspirad a cosas mejores, más gratas a Dios. No os conforméis con lo que sois delante de Dios; pedidle con humildad, a través de la Omnipotencia suplicante de la Virgen Santísima, que Él y el Padre nos envíen el Espíritu Santo, que de ellos procede; que con sus dones, especialmente con el don de Sabiduría, nos haga discernir prontamente para saber siempre qué es lo que va y qué es lo que no va. Nosotros, como somos viatores, queremos dedicarnos a lo que va y evitar lo que no va.

Guardad estos puntos de meditación en la cabeza y en el corazón; os harán mucho bien. «Æmulamini charismata meliora!». ¡Más, de cara a Dios! ¡Más amor, más espíritu de sacrificio! Nuestras madres no se lamentan de la abnegación que han derrochado por causa nuestra; y nosotros no podemos quejarnos de gustar un poquito de la Cruz del Señor: porque ya no es un patíbulo, sino un trono triunfador.

Invocad al Espíritu Santo y que Dios os bendiga.

Notas
1

Cfr. Hch 9,3 ss.

2

Cfr. Hch 22,25.

3

Rm 12,2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

1 P 4,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Si 21,17.

6

Lc 10,42.

7

Cfr. Lc 10,17.

*

* * 1 P 4,12 (N. del E.).

8

Cfr. Mt 11,4-6.

9

Jn 11,39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

1 Co 12,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
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