24. Los caminos de Dios (19 de marzo de 1975)

** San Josemaría pronunció estas palabras en la sala de lectura de Cavabianca, la nueva sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, a las afueras de Roma, en la fiesta de san José de 1975.


Esta noche he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: «Ad Deum qui lætificat iuventutem meam!»1. Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años. Se lo contaba esta mañana, en la oración, a vuestros hermanos del Consejo.

El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado siempre de la mano. Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era. Por eso hablé con mi padre, diciéndole que quería ser sacerdote. Él no se esperaba esta salida. Fue la única vez –ya os lo he contado en otras ocasiones– que yo he visto lágrimas en sus ojos. Me respondió: mira, hijo mío, si no vas a ser un sacerdote santo, ¿por qué quieres serlo? Pero no me opondré a lo que deseas. Y me llevó a hablar con un amigo suyo, para que me orientara.

Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era –evidentemente– una elección. Ya vendría lo que fuera… De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada… Lo he ido escribiendo para vosotros tantas veces; muchas cosas de éstas las tenéis impresas.

En la oración, estaba leyendo Paco Vives* uno de esos volúmenes de meditaciones que empleamos habitualmente y que, con una pequeña corrección de estilo, son maravillosos. Y yo daba gracias a Dios porque tenemos ese instrumento, y viendo tantas cosas. Veía el camino que hemos recorrido, el modo, y me pasmaba. Porque, efectivamente, una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura****: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que –se puede decir– casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo. No tengo motivo alguno de soberbia.

Dios me ha hecho pasar por todas las humillaciones, por aquello que me parecía una vergüenza, y que ahora veo que eran tantas virtudes de mis padres. Lo digo con alegría. El Señor tenía que prepararme; y como lo que había a mi alrededor era lo que más me dolía, por eso pegaba allí. Humillaciones de todo estilo, pero a la vez llevadas con señorío cristiano: lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen… De mi hermano Santiago ya os he contado su historia, que también está relacionada con la Obra. Perdonadme si hablo de esto.

¿Y qué hace la gente, cuando quiere lograr algo? Pone los medios humanos. ¿Qué medios puse yo? No me porté bien. He sido hasta cobarde… Por eso, cuando os llamo cobardes, no os enfadéis: es que conozco el metal, el barro vuestro y el mío.

Pasó el tiempo. Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios… Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.

De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Yo entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón –flojo, cobarde– necesitaba esa compañía y esa fortaleza.

Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros –algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles– que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.

No vengo aquí a predicar, sino a abrir un poco mi corazón con vosotros. No lo hago casi nunca, y sé que –si algún día lo abro– Dios se servirá de esto para vuestro bien y para el mío.

Éstas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho… ¡Y lo estáis haciendo ahora vosotros! Ciertamente hay mucho hecho, pero es poco.

Ahora, Señor, quiero darte gracias delante de estos hijos, porque hay material y formación suficiente para que no se tuerza el camino de la Obra, para que no se pierda el buen espíritu. Por aquí hemos andado esta mañana en la oración, dando gracias, y diciendo: Señor, casi cincuenta años de trabajo, y yo no he sabido hacer nada: todo lo has hecho Tú, a pesar de mí, a pesar de mi falta de virtud, a pesar de…

No estoy haciendo comedia, queridos míos. El Padre está hablando con el Señor… ¡Cuántas gracias hemos de darle, cuántas gracias!

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: «Erat subditus illis!»2. Y acudí a la intercesión de los Santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicolaë, curam domus age! Y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, una parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos… Yo estaba en un sitio que ha desaparecido casi por completo; lo mismo que aquellas campanas: sólo queda una, que ahora está colocada en Torreciudad. Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad; sin darme cuenta de que Dios me metía –vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!– por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.

Si algunos que son gente mayor, gente hecha, gente culta, me oyeran hablar así dirían: ¡este hombre está loco! Pues sí, estoy loco. Deo gratias! Gracias a Nuestro Señor por esta locura de amor, que muchas veces no siento, hijos míos. Aun humanamente hablando, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo… No han faltado nunca, oportunamente, de modo providencial y constante, los hermanos vuestros que –más que hijos míos– han sido para mí como padres, cuando he necesitado el consuelo y la fortaleza de un padre.

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico –una teología nueva, queridos míos, y de la buena– y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca.

¡Hala!, no sé por qué estáis tan callados… Hablad vosotros.

Va resultando esta casa muy bonita, ¿verdad? Daos cuenta de que Dios, con su providencia, ha tenido detalles imponentes con nosotros: paternos y maternos. Al principio de la Obra pensé, y lo puse por escrito, que en el Opus Dei no habría mujeres ni de lejos. Entonces puse los medios humanos lógicos para resolver el asunto de la administración de nuestros Centros. Fui buscando una especie de vocaciones que sirvieran… No se trataba de legos, porque no podían ser monjes; tenía que ser otra cosa. ¡Ay, Dios mío! Era salir de Málaga para entrar en Malagón. Era peor. Después buscamos unas cocineras, y tampoco. Entonces busqué un cocinero.

Las obras corporativas salieron después. Las obras corporativas no son lo esencial en la Obra: lo esencial es que cada uno viva suelto donde sea, y se porte como un hijo de Dios a toda hora, y viva de Amor, y trabaje por Amor, y se sienta siempre sostenido con ese Amor, con esa fortaleza de Dios.

Pues bien: era la primera comida que hacíamos en la primera Residencia, que no fue la primera obra corporativa. El primer plato fue un arroz a la cubana, que es arroz blanco con plátanos fritos. Estaba muy bueno. De pronto oí una voz, y pregunté: ¿quién está en la cocina? El cocinero, me respondieron. Mamma mia! Lo llamé, estuve muy amable con él, pero le dije que lo sentía mucho: le pagaría lo que fuera, y que se buscase otro sitio, porque no podíamos tener cocinero…

¡Cuántas cosas sueltas! La primera labor corporativa fue la Academia que llamábamos DYA –Derecho y Arquitectura– porque se daban clases de esas dos materias; pero significaba Dios y Audacia, para nosotros. Hemos pasado por delante del edificio, hace poco tiempo, y el corazón me latía fuerte… ¡Cuántos sufrimientos! ¡Cuánta contradicción! ¡Cuánta charlatanería! ¡Cuántas mentirotas!… Allí llevé unos muebles de mi madre y otras cosas que me dio una amiga de familia, a la que llamaba Conchita la gorda. Algunas eran demasiado grandes; las partí y las llevé al asilo de Porta Cœli, donde trabajaba dirigiendo cariñosamente, afectuosamente, a los golfos que estaban allí recogidos. Una vez partidas, aquellas cosas quedaban como más humanas, y además teníamos doble de todo.

Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido? Y eso mismo hemos hecho después todos: traer a nuestro nido lo que podíamos, para servicio de Dios, para construir nuestro pequeño hogar en cada sitio. ¡Tantos hogares que son uno solo!, como somos muchos corazones y tenemos un solo corazón, una sola mente, un solo querer, una sola voluntad, con esta obediencia bendita, llena de voluntariedad, de libertad. No quiero que nadie se sienta coaccionado; en todo caso, sólo por la coacción del amor, sólo por la coacción de saber que no acabamos de corresponder al amor que Jesús tiene con nosotros, cuando nos ha buscado. «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»3. ¡No vaciléis nunca! Desde ahora os digo a cada uno –y no conozco vuestros problemas personales, pero las almas tienen un paralelismo tremendo, aunque sean distintas– que tenéis vocación divina, que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero.

También tiene su historia lo del lucero… Son esas grandes estrellas que parpadean por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro, como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra vocación: la de cada uno y la mía. Yo, que soy muy miserable y he ofendido mucho a Nuestro Señor, que no he sabido corresponder y he sido un cobarde, tengo que agradecer a Dios no haber dudado nunca de mi vocación, ni de la divinidad de mi vocación. Vosotros tampoco debéis dudar. Si no, no estarías aquí. Agradecédselo al Señor.

Cuando pasen los años, y yo haya ido a dar cuentas a Dios… «Da mihi rationem villicationis tuæ»4, dame cuenta de tu administración… Era muy joven cuando escribí –y lo repetiré ahora, con paladeo de miel– que Jesús no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona.

Cavabianca es uno de tantos puntos de ignición como prenderéis vosotros en el mundo. Lo veis nacer, contribuís trabajando como un obrero más, tantas horas. Así hemos hecho siempre. Invoco en este momento a Chiqui*** –hoy celebraba su santo– para que se asocie con los demás que están en la Casa del Cielo; al Señor le gustará que le tenga presente.

En aquellos tiempos disponíamos de muy pocos muebles. Teníamos ropa, que me habían dado unos grandes almacenes a crédito, para pagarla cuando pudiera. Y no teníamos armarios para guardarla. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódico, y encima la ropa: cantidades inmensas. Entonces me parecían inmensas; ahora me parecerían ridículas. Y encima, más papeles, para resguardarla del polvo… ¡Han cambiado un poco las circunstancias, eh! Ahora podéis más, tenéis más medios.

Pues me traje del Rectorado de Santa Isabel un acetre con agua bendita y un hisopo. Mi hermana Carmen me había hecho un roquete espléndido, con un encaje así de grande confeccionado por ella misma con bolillos. También me traje de Santa Isabel una estola y un ritual, y fui bendiciendo la casa vacía: con una solemnidad y alegría, ¡con una seguridad!… Nuestra mayor ilusión era poner el oratorio, cosa que ahora os parece tan fácil; ¿verdad, hijos míos? Y es fácil porque hemos logrado, desde hace muchos años, tener jurídicamente el derecho a poner oratorios semipúblicos con Nuestro Señor reservado. Pero entonces no teníamos derecho a nada.

Había que colocar una especie de baldaquino –lo hicimos de madera– con una tela arriba, porque la Iglesia ordena que se cubra si vive gente encima del lugar donde está el Sagrario. Y el pobre Chiqui llegó en buen momento. Yo, que no le conocía, le dije: ¡hombre, Chiqui, muy bien! Ten, coge este martillo y unos clavos, y ¡hala!, a clavar allí arriba… Por ahí empezó. Era un niño bien, como don Álvaro.

Hijos míos, ya veis que hemos puesto medios divinos; medios que, para la gente de la tierra, no son una cosa proporcionada. Yo lo veo ahora; entonces no me daba cuenta de que era el Espíritu Santo el que nos llevaba y nos traía. No estamos nunca solos: tenemos Maestro y Amigo.

Bien, vamos a dar la bendición. Álvaro, ayúdame.

Notas
1

Sal 43(42),4.

*

** «Paco Vives»: se refiere a Mons. Francisco Vives Unzué (1927-2016), que trabajó y vivió en Roma junto al fundador y a sus sucesores, como miembro del Consejo General del Opus Dei.

**

** ** Cfr. 1 Cor 1,27-28 (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Lc 2,51.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Cfr. Lc 16,2.

***

** «Chiqui»: José María Hernández Garnica (1913-1972), uno de los primeros miembros del Opus Dei que recibió la ordenación sacerdotal, y que trabajó mucho en diversos países. Está abierta su causa de canonización (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Este capítulo en otro idioma