4. Un día para recomenzar (3 de diciembre de 1961)

** San Josemaría pronunció estas palabras en el oratorio de Pentecostés, en Villa Tevere, para los que vivían en el centro del Consejo General del Opus Dei. Era el primer Domingo de Adviento y el Fundador fue comentando las lecturas y el propio de la Misa de ese día.


Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

«Excita, quæsumus, Domine, potentiam tuam, et veni»8. Señor, demuestra tu poder y ven. ¡Cómo conoce el paño la Iglesia, la liturgia, que es la oración de la Iglesia! Fíjate si conoce tu deseo y el mío, el modo de ser tuyo y el modo de ser mío…: excita, Domine, potentiam tuam et veni. La potencia de Dios viene a nosotros. Es el Deus absconditus9 que pasa, pero que no pasa inútilmente.

Ven, Jesús, «para que con tu protección merezcamos ser libres en los peligros que nos amenazan por nuestros pecados, y ser salvos con tu gracia»10. Da gracias al Señor, protector y liberador nuestro. No pienses ahora si tus faltas son grandes o pequeñas: piensa en el perdón, que es siempre grandísimo. Piensa que la culpa podía haber sido enorme y da gracias, porque Dios ha tenido –y tiene– esta disposición de perdonar.

Hijo, este comienzo del Adviento es una hora propicia para hacer un acto de amor: para decir creo, para decir espero, para decir amo, para dirigirse a la Madre del Señor –Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra– y pedirle que nos obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la esperanza, del amor, de la contrición. Para que cuando a veces en la vida parece que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las nuestras.

Y aprende a alabar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una devoción particular a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo: creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo: espero en la Trinidad Beatísima. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo: amo a la Trinidad Beatísima. Esta devoción hace falta como un ejercicio sobrenatural, que se traduce en estos movimientos del corazón, aunque no siempre se traduzca en palabras.

Sabemos muy bien lo que nos dice hoy San Pablo: «Fratres: scientes quia hora est iam nos de somno surgere»11. ¡Ya es hora de trabajar! De trabajar por dentro, en la edificación de nuestra alma; por fuera, en la edificación del Reino de Dios. Y otra vez viene a nuestros labios la contrición: Señor, te pido perdón por mi vida mala, por mi vida tibia; te pido perdón por mi trabajo mal hecho; te pido perdón porque no te he sabido amar, y por eso no he sabido estar pendiente de Ti. Una mirada despectiva de un hijo a su madre, le causa un dolor inmenso; si es a una persona extraña, no importa demasiado. Yo soy tu hijo: mea culpa, mea culpa!…

«Sabed que ya es hora de despertar del sueño…». ¿Con qué sentido sobrenatural se ven las cosas? Ese sentido que no se nota por fuera, pero que se manifiesta en las acciones, incluso a veces por la mirada. Eres tú quien debe mirar muy dentro. ¿No es verdad que un poco de sueño ha habido en tu vida? ¿Un poco de facilonería? Piensa cómo nos facilitamos el cumplir sin demasiado amor. ¡Cumplir!

«Nox præcessit, dies autem appropinquavit: abiiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis»12; desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos de las armas de la luz. ¡Tiene mucha fuerza el Apóstol! «Sicut in die honeste ambulemus»13. Hemos de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que alumbremos, que evitemos la corrupción que hay alrededor, que llevemos como fruto la serenidad y la alegría. Y en medio de las lágrimas –porque a veces se llora, pero no importa–, la alegría y la paz, el gaudium cum pace.

Sal, fuego, luz; por las almas, por la tuya y por la mía. Un acto de amor, de contrición. Mea culpa… Yo pude, yo debía haber sido instrumento… Te doy gracias, Dios mío, porque, a pesar de todo, me has dado una gran fe, y la gracia de la vocación, y la gracia de la perseverancia. Por eso en la Santa Misa nos hace decir la Iglesia: «Dominus dabit benignitatem, et terra nostra dabit fructum suum»14. Esa bendición de Dios es el origen de todo buen fruto, de aquel clima necesario para que en nuestra vida podamos hacernos santos y cultivar santos, hijos suyos.

«Dominus dabit benignitatem…». Fruto espera el Señor nuestro. Si no lo damos, se lo quitamos. Pero no un fruto raquítico, desmedrado, porque no hayamos sabido darnos. El Señor da el agua, la lluvia, el sol, esa tierra… Pero espera la siembra, el trasplante, la podadura; espera que reservemos los frutos con amor, evitando si es preciso que vengan los pájaros del cielo a comérselos.

Vamos a terminar, acudiendo a Nuestra Madre, para que nos ayude a cumplir esos propósitos que hemos hecho.

Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Orat.

9

Cfr. Is 45,15.

10

Orat.

Notas
11

Ep. (Rm 13,11).

12

Ep. (Rm 13,12).

13

Ep. (Rm 13,13).

14

Ant. ad Comm. (Sal 85[84],13).

Referencias a la Sagrada Escritura
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