7. Señal de vida interior (10 de febrero de 1963)

** Se recogen aquí unas palabras pronunciadas en el oratorio de Pentecostés, durante un día de retiro.


Cada persona acomoda las cosas generales a su necesidad, y a sus circunstancias concretas. Con el mismo género de tela se hacen trajes muy distintos: unos más grandes y otros más pequeños, unos más anchos y otros más estrechos. Millones de hombres toman la misma medicina, y cada uno la usa según su necesidad personal. Cuando esas particularidades o esas circunstancias son más o menos permanentes, originan un modo específico de mirar la vida. Todos tenemos experiencia, por ejemplo, de lo que podríamos llamar la psicología o el prejuicio psicológico de la profesión. Un médico, si se fija en una persona por la calle, instintivamente quizá piense: está enfermo del hígado; si la ve un sastre, dirá: va mal vestido; si es un zapatero, posiblemente pensará: qué buenos zapatos lleva…

Mirad, hijos míos: si esto pasa en la vida profesional, en las cosas humanas, también en lo espiritual sucede lo mismo. Nosotros tenemos una vida interior particular, propia, en parte común sólo a nosotros. Característica de esa vida interior de los socios de la Obra, que ha de darnos a cada uno un modo particular de ver las cosas, es procurar activamente la santidad de los demás. No amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas.

Después de mi muerte, podéis romper el silencio que vengo guardando desde hace tanto tiempo, y gritar, gritar. He tenido que callar por años y años. Entre mis papeles encontraréis muchas exhortaciones a la prudencia, al silencio, a vencer las dificultades con la oración y la mortificación, con la humildad, con el trabajo y los hechos, y no sólo con la lengua. Había una cosa que me impedía hablar, que me llevaba a callar, y que tiene relación con todo el preámbulo que he venido haciendo. Yo tenía –no es cosa mía, es gracia de Dios Nuestro Señor– la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo. Tenía un gran compromiso divino y humano. Y quisiera que vosotros participaseis también de este gran compromiso que persiste y persistirá siempre.

No me he encontrado nunca solo. Esto me ha hecho callar ante cosas objetivamente intolerables: ¡hubiera podido producir un buen escándalo! Era muy fácil, muy fácil… Pero no, he preferido callar, he preferido ser yo personalmente el escándalo, porque pensaba en los demás.

No tenemos más remedio que contar con ese –vamos a llamarlo así– prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás, tener este punto de vista determinado, propio, exclusivo nuestro. Querría que lo considerarais cuando estéis dispersos por todas las Regiones. No os asustéis nunca de la imprudencia de la gente, pero los que tenemos misión de velar por los demás, no podemos permitirnos ese lujo: al contrario, hemos de concedernos el lujo de la prudencia, de la serenidad, de la caridad que a nadie excluye.

El Señor nos ha dado el sistema, en el Opus Dei, para que la Cruz que Él mismo nos impone –o permite que nos impongan las circunstancias, las cosas o las personas–, para que la Cruz que Él ha hecho para nosotros, no pese: y ese sistema es amar la Cruz de Cristo, es llevar la Cruz serenamente, a plomo, sin dejarla caer, sin arrastrarla; es abrazarse a la contradicción, la que sea –interna y externa–, y saber que todas tienen su fin, y que todas son un tesoro maravilloso. Cuando se trata realmente de la Cruz de Cristo, esa Cruz ya no pesa, porque no es nuestra: no es ya mía, sino de Él, y Él la lleva conmigo. De este modo, hijos, no hay pena que no se venza con rapidez, y no habrá nadie que pueda quitarnos la paz y la alegría.

«Diligam te, Domine, fortitudo mea!»1: te amo, Señor, porque Tú eres mi fortaleza: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»2. ¡Descanso en Ti! ¡No sé hacer ninguna cosa, ni grande ni pequeña –no hay cosas pequeñas, si las hago por Amor–, si Tú no me ayudas! Pero si pongo mi buena voluntad, el brazo poderoso de Dios vendrá a fortalecer, a templar, a sostener, a llevar aquel dolor; y ese peso ya no nos abruma.

Pensadlo bien, hijos míos; pensad en las circunstancias que a cada uno os rodean: y sabed que nos sirven más las cosas que aparentemente no van y nos contrarían y nos cuestan, que aquellas otras que al parecer van sin esfuerzo. Si no tenemos clara esta doctrina, estalla el desconcierto, el desconsuelo. En cambio, si tenemos bien cogida toda esta sabiduría espiritual, aceptando la voluntad de Dios –aunque cueste–, en esas circunstancias precisas, amando a Cristo Jesús y sabiéndonos corredentores con Él, no nos faltará la claridad, la fortaleza para cumplir con nuestro deber: la serenidad.

Decidle a Jesús conmigo: ¡Señor, queremos sólo servirte! ¡Sólo queremos cumplir nuestros deberes particulares, y amarte como enamorados! Haznos sentir tu paso firme a nuestro lado. Sé Tú nuestro único apoyo. Nada os robará la paz, hijos míos; si vivís con esa confianza, nada os podrá quitar la alegría; nadie podrá hacer vacilar nuestra serenidad: en la vida todo tiene arreglo menos la muerte, y la muerte es, para nosotros, Vida.

«¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo alcanza el premio?»3. Si alguna ascética dentro de la Iglesia tiene ese carácter deportivo, es la ascética propia de nuestra Obra. El deportista insiste, el buen deportista pasa mucho tiempo entrenándose, preparándose. Si se trata de saltar, lo intenta una y otra vez. Le ponen la barra más alta, y quizá no logra superarla; pero porfía tenazmente, hasta que sobrepasa el obstáculo.

Hijos míos, la vida es esto. Si comenzáis y recomenzáis, va bien. Si tenéis moral de victoria, si hay lucha, con la ayuda de Dios, ¡saltáis! ¡No hay dificultad que no se venza! Cada día será para nosotros ocasión de renovarnos, con la seguridad de que llegaremos al final de nuestro camino, que es el Amor.

Dan pena los que se han torcido un pie, y no saben sufrir con espíritu cristiano, deportivo, y no toleran que intervenga el médico y el masajista, ¡y dicen que no quieren volver a saltar!

«Quien se prepara para la lucha –os leo de nuevo unas palabras de San Pablo–, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona perecedera, pero nosotros la esperamos eterna»4. Hay que poner los medios, los que consiente nuestra debilidad. Muchos llevan una vida sacrificada por un motivo simplemente humano; no se acuerdan esas pobres criaturas de que son hijos de Dios, y se mueven quizá por soberbia, por destacar: «Se abstienen de todo»5. Y tú, hijo mío, que tienes a la Obra, tu Madre; y que tienes a tus hermanos, mis hijos, ¿qué haces?, ¿con qué sentido de responsabilidad reaccionas?

Más de una vez, a los que se tuercen los tobillos, a los que se dislocan las muñecas, les he dicho que no están solos. Tú, mi hijo, no tienes derecho a volver la cara atrás, a condenar tu alma o, al menos, a ponerte en grave e inminente peligro de perderla. Además, no tienes derecho a dejar esa carga que el Señor, amorosa y confiadamente, ha puesto sobre tus hombros. No tienes derecho a prescindir de la Obra y de tus hermanos, de tus responsabilidades. Yo te quiero pedir, Jesús Señor Nuestro, que nunca más nos apartemos del camino por las dificultades, que nunca más dejemos de tomar tu Cruz y de llevarla gustosos sobre nosotros.

¿Veis cómo en todo se manifiesta esa psicología de que os hablaba? ¿Veis cómo hacemos la oración desde nuestro punto de vista, a la medida, según nuestra necesidad personal, que no es solamente nuestra, sino necesidad de todos vuestros hermanos, de la Obra entera? Enseñad a los demás esta doctrina, acomodándola a las circunstancias personales de cada uno. Llevad a vuestros hermanos este pensamiento que os he predicado tanto. Repetid, por todos lados, las cosas que hemos considerado juntos en este rato de oración.

«Voy corriendo, no como quien corre a la ventura; peleo, no como quien tira golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado»6. Piensa si tú y yo podemos decir esto, con el Apóstol. Hijos míos, creo que para la oración de hoy basta ya. Hay que ser fieles a esas pequeñas mortificaciones, las corrientes, las de cada día. Y recibir además todas las mortificaciones pasivas que el Señor nos mande: llevar una vida personal, de tal calidad, que haga imposible ese ser reprobado de que nos habla San Pablo.

Un hombre que lucha, que comienza y recomienza, que se agarra una y otra vez a la Cruz de Cristo, ése marcha. Pero nosotros también debemos poner siempre, aun en el más pequeño cumplimiento, un motivo de preocupación por los demás, por vuestros hermanos. Hemos de pensar constantemente –como un modo muy nuestro de ver las cosas– que no estamos solos, que no es lógico que estemos solos. Hemos de pensar siempre en los otros: en todas las almas.

Notas
1

Intr. (Sal 18[17],2).

2

Sal 43[42],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Ep. (1 Co 9,24).

4

Ep. (1 Co 9,25).

5

Ibid.

6

Ep. (1 Co 9,27).

Referencias a la Sagrada Escritura
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