8. Los pasos de Dios (14 de febrero de 1964)

** Esta meditación, en el aniversario de la fundación de la Sección femenina del Opus Dei y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, tuvo lugar en el oratorio de Pentecostés.


Cuando hago mi oración en voz alta es, como siempre, para que la sigáis por vuestra cuenta y aprovechemos todos un poquito, queriendo buscar la raíz de la vida mía: cómo Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.

Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos.

Todo normal, todo corriente, y pasaban los años. Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente…

Este camino por el que Dios me llevaba ha hecho que tenga repugnancia al espectáculo, a lo que parece que se sale de lo ordinario, configurando de esta manera una de las características de nuestro espíritu: la sencillez, el no llamar la atención, el no exhibir,

el no ocultar. Como lo manifiesta aquella anécdota que os he contado tantas veces: cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo…; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.

Nunca me pegaron en casa: sólo una vez mi padre me dio un cachete, que no debió de ser muy fuerte. Nunca me imponían su voluntad. Me tenían corto de dinero, cortísimo, pero libre. El Señor y Padre de los cielos, que me miraba con más cariño que mis padres, permitía que yo padeciera también humillaciones: las que puede sufrir un niño, ya no tan pequeño; tenía por aquel entonces doce o trece años.

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo –perdón, Señor–, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón…

Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta– que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra.

No creo que necesite sufragios; si los necesita, yo los hago en este momento. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.

Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces.

Pasó el tiempo y vinieron las primeras manifestaciones del Señor: aquel barruntar que quería algo, algo. Nació mi hermano cuando mis padres estaban ya agotados por la vida. Tenía yo quince o dieciséis años, cuando mi madre me llamó para comunicarme: vas a tener otro hermano. Con aquello toqué con las manos la gracia de Dios; vi una manifestación de Nuestro Señor. No lo esperaba.

Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular. No me ofusca mi cariño filial, pues yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón.

Dios Nuestro Señor, de aquella pobre criatura que no se dejaba trabajar, quería hacer la primera piedra de esta nueva arca de la alianza, a la que vendrían gentes de muchas naciones, de muchas razas, de todas las lenguas.

Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios. El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para despertar en mi alma una sed insaciable de Dios. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia.

Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo: –Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos… Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.

Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así.

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían. Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar –de ese árbol– la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad… Fueron los años de Zaragoza.

Domine, ut sit!; y también, Domina, ut sit!* Hoy es un día de acción de gracias. Porque el Señor ha tenido mucha paciencia conmigo, y, desde el punto de vista sobrenatural, me ha hecho santificar a los que tenía a mi alrededor. Y yo estoy como estoy, en esta fecha.

Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro, porque había que hacerlos, y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei. Aún resuenan en mis oídos las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona. El Señor, «ludens… omni tempore, ludens in orbe terrarum»1, que juega con nosotros como un padre con sus niños pequeños, aunque ya no seamos criaturas de poca edad, viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser Fundador de nada.

Y no era entonces mejor que ahora; era un pobre hombre. No podía haber jamás de mi parte, cuando sucedía esto, algo que ni de lejos pudiera parecer cosa mía. Era un amor, una muestra de Amor de Dios, que se salía de los cauces de la Providencia ordinaria –porque ha habido intervenciones extraordinarias, cuando era menester; si yo dijera lo contrario, mentiría– y que yo recibía con miedo. Cuando sucedía eso, inmediatamente sentía aquel soy Yo. Con mi cabeza, cuando lo examinaba con frialdad, no veía allí nada de nervios. Era una cosa de Dios, y me iba al confesor tranquilo, aun vacilando.

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: nunca habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei. Y a los pocos días… el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Luego, a su tiempo, me fui a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

Esas intervenciones del Señor eran cosas que me conmovían, que me turbaban, que me llevaban –a pesar de mis cuatro cursos, quizá seis, de Sagrada Escritura con las mejores calificaciones– a ignorar en aquel momento todo lo que dice el Evangelio. ¡Ay, Dios mío, esto es el diablo! Y, en una ocasión, fui desde Santa Isabel a casa de mi madre para ver qué estaba escrito en el Evangelio. Y encontré todo exacto…

Cuando estaba comido de preocupaciones, ante el dilema de si debía pasar, o no, durante la guerra civil española, de un lado a otro, en medio de aquella persecución, huyendo de los comunistas, viene otra prueba externa: esa rosa de madera. Cosas así: Dios me trata como a un niño desgraciado al que hay que dar pruebas tangibles, pero de modo ordinario.

Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy, un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: «Ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum»2.

Un sacerdote ha criticado recientemente Camino diciendo que él no es el cacharro de la basura, que el cuerpo ha de resucitar. No se acuerda de lo que escribe San Pablo: «Todas las cosas las miro como basura»3, y en otro lugar: «Somos tratados como las heces del mundo, como la escoria de todos»4. Y las muchas veces que enseña la Escritura Santa que somos de barro, formados del polvo de la tierra5. A mí el Señor me lo hizo entender muy claro, de modo que ni siquiera el cubo, sino lo que hay dentro del cubo: eso es lo que me siento. Perdón, Señor, perdón.

Vamos a terminar. Llegó el 14 de febrero de 1943. No había manera de encontrar la solución jurídica adecuada para nuestros sacerdotes. Mientras, arreciaba la persecución –no hay otra palabra en el diccionario para expresar lo que ocurría–, en la que ya no era el cacharro de la basura, sino la escupidera de todo el mundo. Cualquiera se sentía con derecho a escupir sobre este pobre hombre; y es verdad que tenían derecho y lo siguen teniendo, pero lo ejercitaban los que se llamaban buenos y los que no lo eran tanto.

Vuestros hermanos eran unos santos todos; pero yo elegí para el sacerdocio a tres que económicamente ayudaban mucho… Y otra vez en la Misa, el Señor me hizo ver la solución, con otra prueba tangible: lo que llamamos el sello, y el nombre de Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. No se enteró nadie, excepto Álvaro, a quien se lo conté enseguida, y dibujé el sello.

Hijos míos, ¿qué os quiero decir? Que demos gracias a Dios Nuestro Señor, que lo ha hecho todo muy bien, porque yo no he sido nunca el instrumento apropiado. Pedid al Señor conmigo que a todos, por los méritos e intercesión de su Madre, que es la Madre nuestra, nos haga instrumentos buenos y fieles.

Notas
*

* * «¡Señor, que vea!», «¡Señor, que sea!» (N. del E.).

Notas
1

Pr 8,30-31.

2

Sal 73[72],22-23.

3

Flp 3,8.

4

1 Co 4,13.

5

Cfr. Gn 3,14; 18,27; Jn 10,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
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