18. Tiempo de reparar (Febrero de 1972)

** Primero de una trilogía de textos que preparó durante el primer semestre de 1972. Tienen en común que fueron elaborados tomando párrafos de tertulias y meditaciones de san Josemaría de esos meses. También su tema es parecido: contienen exhortaciones espirituales para reforzar la respuesta fiel a Dios de los miembros del Opus Dei, en un momento de crisis del mundo católico.


Hijas e hijos míos, este Padre vuestro quiere de nuevo abriros su corazón: tenemos que seguir rezando, con confianza, que es la primera condición de la oración buena, seguros de que el Señor nos escucha. Mirad que Dios mismo nos dice ahora, en el comienzo de esta Cuaresma: «Invocabit me, et ego exaudiam eum: eripiam eum, et glorificabo eum»1. Me invocaréis y yo os escucharé; os libraré y os glorificaré.

Pero hemos de rezar con afán de reparación. Hay mucho que expiar, fuera y dentro de la Iglesia de Dios. Buscad unas palabras, haceos una jaculatoria personal, y repetidla muchas veces al día, pidiendo perdón al Señor: primero por nuestra flojedad personal y, después, por tantas acciones delictuosas que se cometen contra su Santo Nombre, contra sus Sacramentos, contra su doctrina. «Escucha, Dios nuestro, la oración de tu siervo, oye sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado. Oye, Dios, y escucha. Abre tus ojos y mira nuestras ruinas, mira la ciudad sobre la que se invoca tu nombre, pues no te

suplicamos por nuestras justicias, sino por tus grandes misericordias»2.

Pedid perdón, hijos, por esta confusión, por estas torpezas que se facilitan dentro de la Iglesia y desde arriba, corrompiendo a las almas casi desde la infancia. Si no es así, si no vamos por este camino de penitencia y de reparación, no lograremos nada.

¿Que somos pocos para tanta multitud? ¿Que estamos llenos de miserias y de debilidades? ¿Que humanamente no podemos nada? Meditad conmigo aquellas palabras de San Pablo: «Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo, para confundir a los fuertes; y a las cosas viles y despreciables del mundo, y a aquellas que eran nada, para destruir las que parece que son grandes, para que ningún mortal se dé importancia»3.

A pesar de nuestras miserias y de nuestros errores, el Señor nos ha elegido para ser instrumentos suyos, en estos momentos tan difíciles de la historia de la Iglesia. Hijos, no podemos escudarnos en la pequeñez personal, no debemos enterrar el talento recibido4, no podemos desentendernos de las ofensas que se hacen a Dios y del mal que se ocasiona a las almas. «Así que vosotros, avisados ya, estad alerta, no sea que seducidos por los insensatos, vengáis a perder vuestra firmeza»5.

Cada uno en su estado, y todos con la misma vocación, hemos respondido afirmativamente a la llamada divina, para servir a Dios y a la Iglesia, y para salvar almas. De modo que tenemos más deber y más derecho que otros para estar alerta; tenemos más responsabilidad para vivir con fortaleza; y tenemos también más gracia.

¿Habéis visto qué actuales son las palabras de la epístola del primer domingo de Cuaresma?: «Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo dice: al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación. Nosotros no demos a nadie motivo alguno de escándalo, para que no sea vituperado nuestro ministerio: antes bien, portémonos en todas las cosas como deben portarse los ministros de Dios»6.

En la Obra todos tenemos un compromiso de amor, aceptado libremente, con Dios Señor nuestro. Un compromiso que se fortalece con la gracia personal, propia del estado de cada uno, y con esa otra gracia específica que el Señor da a las almas que llama a su Opus Dei. ¡Cómo me sabe a miel y panal aquella divina declaración amorosa: «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo, meus es tu!»7; Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre, ¡tú eres mío! No nos pertenecemos, hijos; somos suyos, del Señor, porque nos ha dado la gana responder: «Ecce ego, quia vocasti me!»8; aquí estoy, porque me has llamado.

Un compromiso de amor, que es también un vínculo de justicia. No me gusta hablar sólo de justicia, cuando hablo de Dios: en su presencia acudo a su misericordia, a su compasión, como acudo a vuestra piedad de hijos para que recéis por mí, ya que sabéis que mi oración no os falta en ningún momento del día ni de la noche.

Pero ese compromiso de amor, ¿qué materia tiene?, ¿a qué nos obliga? A luchar, hijas e hijos míos. A luchar, con el fin de poner en práctica los medios ascéticos que la Obra nos propone para ser santos; a luchar, para cumplir nuestras Normas y costumbres; a esforzarnos por adquirir y defender la buena doctrina, y mejorar la propia conducta; a procurar vivir de oración, de sacrificio y de trabajo, y –si es posible– sonriendo: porque yo entiendo, hijos, que a veces no es fácil sonreír.

Padre, me diréis, ¿hemos de luchar para dar ejemplo? Sí, hijos, pero sin buscar aplausos en la tierra. No vaciléis si encontráis burlas, calumnias, odios, desprecios. Hemos de batallar –de nuevo habla la liturgia del día– «en medio de honras y de deshonras, de infamia y de buena fama: juzgados como impostores, siendo veraces; por desconocidos, cuando todos nos conocen; casi moribundos, teniendo buena salud; como castigados, sin sentir humillación; como tristes, estando siempre alegres; como menesterosos, mientras que enriquecemos a muchos; como que nada tenemos y todo lo poseemos»9.

No esperéis parabienes, ni palabras de aliento, en vuestra pelea cristiana. Hemos de tener la conciencia bien clara: ¿sabemos que nuestra lucha interior es necesaria para servir a Dios, a la Iglesia y a las almas?, ¿estamos convencidos de que el Señor se quiere servir –en estos momentos de tremenda deslealtad– del pequeño esfuerzo nuestro por ser fieles, para llenar de fe, de esperanza y de amor a miles de almas? Pues, a luchar, hijas e hijos míos, cara a Dios y siempre contentos, sin pensar en alabanzas humanas.

Señor, teniendo trato contigo te traicionamos, pero volvemos a Ti. Sin ese trato, ¿qué sería de nosotros?, ¿cómo podríamos buscar tu intimidad?, ¿cómo seríamos capaces de sacrificarnos contigo en la Cruz, enclavándonos por amor tuyo, para servir a las criaturas?

«Dios mío, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame, Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios, tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, tú nos fortificas para que no sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno»10.

A luchar, hijos, a luchar. No hagáis como ésos que dicen que la Confirmación no nos hace milites Christi. Quizá es que no quieren combatir, y así son lo que son: unos derrotados, unos vencidos, hombres sin fe, almas caídas, como Satanás. No han seguido el consejo del Apóstol: «Soporta el trabajo y la fatiga como buen soldado de Jesucristo»11.

Como soldados de Cristo, hay que pelear las batallas de Dios. In hoc pulcherrimo caritatis bello! * No hay más remedio que tomarse con empeño esta hermosísima guerra de amor, si de verdad queremos conseguir la paz interior, y la serenidad de Dios para la Iglesia y para las almas.

Quiero recordaros que «no es nuestra pelea contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos… Por tanto, tomad las armas todas de Dios, para poder resistir en el día aciago y sosteneros apercibidos en todo»12.

En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan, porque piensan que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a la vocación y a la fe. Hemos de hacer el propósito de pelear siempre. El último día del año que pasó, escribí una ficha: éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por Amor, hasta el último instante. Deo gratias!

Yo procuraré batallar hasta el postrer momento de mi vida; y vosotros, lo mismo. Pelea interior, pero también por fuera, oponiéndome como sea a la destrucción de la Iglesia, a la perdición de las almas. «En la guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los demás. El valiente, en cambio, que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo».

»Puesto que nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y embestida y batalla, formemos la línea de combate tal y como nuestro rey nos ha mandado, dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que están firmes y levantando a los caídos. Ciertamente, muchos de nuestros amigos yacen en el suelo, acribillados de heridas y chorreando sangre, y nadie hay que cuide de ellos: nadie, ni del pueblo, ni de entre los sacerdotes, ni de otro grupo alguno; no tienen protector, ni amigo, ni hermano»13.

Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos: a Jesucristo, a la Iglesia, a sus hermanos en la Obra, a todas las almas. Ninguno es una pieza aislada; somos todos miembros de un mismo Cuerpo Místico, que es la Iglesia Santa14, y –por compromiso de amor– miembros también de la Obra de Dios. Por eso, si alguien no combatiera, causaría un grave daño a sus hermanos, a su santidad y a su trabajo apostólico, y sería un obstáculo para superar estos momentos de prueba.

Hijas e hijos míos, todos tenemos altibajos en el alma. Hay momentos en los que el Señor nos quita el entusiasmo humano: notamos cansancio, parece como si el pesimismo quisiera adormecer el alma, y sentimos algo que intenta cegarnos y sólo nos deja ver las sombras del cuadro. Entonces es la hora de hablar con sinceridad y dejarse llevar de la mano, como un niño.

Para eso está la charla confidencial, fraterna, periódica. Para eso está la Confesión que, como tenéis buen espíritu, hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra**. Si procuráis reaccionar así, enseguida volverán las luces al cuadro, y comprenderemos que aquellas sombras eran providenciales, porque, si no existieran, faltaría relieve al retablo de nuestra vida. «El que habita al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso, diga a Dios: Tú eres mi refugio y mi ciudadela, mi Dios, en quien confío. Pues Él le librará de la red del cazador y de la peste exterminadora; le cubrirá con sus plumas, y le hará hallar refugio bajo sus alas, y su fidelidad le será escudo y adarga»15.

Pido a Jesús, por la intercesión de su Madre Bendita, y de nuestro Padre y Señor San José –a quien tanto quiero–, que me entendáis. Siempre, pero mucho más en estos momentos, sería una traición dejar de estar vigilantes, abrir la mano, consentir la más pequeña infidelidad. Cuando hay tanta gente desleal, estamos más obligados a ser fieles a nuestros compromisos de amor. No os importe si os parece que habéis perdido otros motivos, que antes os ayudaban a ir adelante, y ahora sólo os queda éste: la lealtad con Dios.

¡Lealtad! ¡Fidelidad! ¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho. Querer luchar, aunque a veces parezca que no podemos querer. Si viene el momento de la debilidad, abrid el alma de par en par, y dejaos llevar suavemente: hoy subo dos escalones, mañana cuatro… Al día siguiente, quizá ninguno, porque nos hemos quedado sin fuerzas. Pero queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir.

Al que no estuviera decidido a ser constante con sus compromisos, a mantenerse íntegro en la fe e intachable en la conducta, yo le aconsejaría que desista de hacer el hipócrita, que se marche, y que nos deje a los demás tranquilos en nuestro camino. Hay un refrán en mi tierra que dice así: o herrar, o quitar el banco. O desempeñar el oficio propio de los cristianos, o suprimir el banco donde no se trabaja.

Nuestro quehacer sobrenatural es amar de verdad a Dios, que para eso nos ha dado un corazón y nos lo ha pedido entero. No podemos ser unos fingidos: yo sé que ninguno de mis hijos lo será. Insisto, sin embargo, en que si no meditáis lo que os digo, si no procuráis manteneros atentos, perderéis el tiempo y haréis mucho daño a la Iglesia y a la Obra. El Señor, hijas e hijos de mi alma, está a la espera de nuestra correspondencia, contando con que somos frágiles y nos encontramos inclinados a todas las miserias. Por eso, Él nos ayuda siempre: «Porque se adhirió a mí, yo le libertaré; yo le defenderé, porque ha reconocido mi nombre»16, dice el salmo.

¿Qué haréis cuando veáis –porque eso se nota– que un hermano vuestro afloja, y no lucha? ¡Pues acogerle, ayudarle! Si os dais cuenta de que le cuesta rezar el rosario, ¿por qué no invitarle a rezar con vosotros? Si se le hace más difícil la puntualidad: oye, que faltan cinco minutos para la oración o para la tertulia. ¿Para qué está la corrección fraterna? ¿Para qué está la charla personal, que hay en Casa? Tanto si la rehúyen como si la prolongan excesivamente, cuidado.

¿Y la Confesión? No la dejéis nunca, en los días que os corresponda y siempre que os haga falta, hijas e hijos míos. Tenéis libertad de confesaros con quien queráis, pero sería una locura que os pusierais en otras manos, que quizá se avergüenzan de estar ungidas. ¡No os podéis fiar!

Todos estos medios espirituales, facilitados por el cariño que nos tenemos, están para ayudarnos a recomenzar, para que volvamos de nuevo a buscar el refugio de la presencia de Dios, con la piedad, con las pequeñas mortificaciones, con la preocupación por los demás. Esto es lo que nos hace fuertes, serenos y vencedores.

Ahora más que nunca debemos estar unidos en la oración y en el cuidado, para contener y purificar estas aguas turbias que se desbordan sobre la Iglesia de Dios. «Possumus!»17. Podemos vencer esta batalla, aunque las dificultades sean grandes. Dios cuenta con nosotros. «Esto es lo que debe transportaros de gozo, aunque ahora por un poco de tiempo conviene que seamos afligidos con varias tentaciones; para que nuestra fe probada de esta manera y mucho más acendrada que el oro –que se acrisola con el fuego– se halle digna de alabanza, de gloria y de honor, en la venida manifiesta de Jesucristo»18.

La situación es grave, hijas e hijos míos. Todo el frente de guerra está amenazado; que no se rompa por uno de nosotros. El mal –no ceso de advertiros– viene de dentro y de muy arriba. Hay una auténtica podredumbre y, a veces, parece como si el Cuerpo Místico de Cristo fuera un cadáver en descomposición, que hiede. ¡Cuánta ofensa a Dios! Nosotros, que somos tan frágiles y aun más frágiles que los demás, pero que –ya lo he dicho– tenemos un compromiso de Amor, hemos de dar ahora a nuestra existencia un sentido de reparación. Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!***

Hijos, vosotros tenéis un corazón grande y joven, un corazón ardiente, ¿no sentís la necesidad de desagraviar? Llevad el alma por ese camino: el camino de la alabanza a Dios, viendo cada uno cómo debe ser firmemente tenaz; y el camino del desagravio, de poner amor allí donde se ha producido un vacío, por la falta de fidelidad de otros cristianos.

De profundis… «De lo profundo te invoco, ¡oh Yavé! Oye, Señor, mi voz; estén atentos tus oídos al clamor de mi súplica. Si miras, Señor, los pecados, ¿quién podrá subsistir?»19. Pidamos a Dios que se corte esta sangría en su Iglesia, que las aguas vuelvan a su cauce. Decidle que no tenga en cuenta las locuras de los hombres, y que muestre su indulgencia y su poder.

No nos puede vencer la tristeza. Somos optimistas, también porque el espíritu del Opus Dei es de optimismo. Pero no estamos en Babia: estamos en la realidad, y la realidad es amarga.

Todas esas traiciones a la Persona, a la doctrina y a los Sacramentos de Cristo, y también a su Madre Purísima… parecen una venganza: la venganza de un ánimo miserable, contra el amor de Dios, contra su amor generoso, contra esa entrega de Jesucristo: de ese Dios que se anonadó, haciéndose hombre; que se dejó coser con hierros al madero, aun cuando no necesitaba de clavos, porque le bastaba –para estar fijo y pendiente de la Cruz– el amor que nos tenía; y que se ha quedado entre nosotros en el Sacramento del Altar.

Claridad con oscuridad, así le hemos pagado. Generosidad con egoísmos, así le hemos pagado. Amor con frialdad y desprecio, así le hemos pagado. Hijas e hijos míos, que no os dé vergüenza conocer nuestra constante miseria. Pero pidamos perdón: «Perdona, Señor, a tu pueblo, y no abandones tu heredad al oprobio, entregándola al dominio de las naciones»20.

Cada día caigo más en la cuenta de estas realidades, y cada día estoy buscando más la intimidad de Dios, en la reparación y en el desagravio. Pongámosle delante el número de almas que se pierden, y que no se deberían perder si no las hubiesen puesto en la ocasión; de almas que han abandonado la fe, porque hoy se puede hacer propaganda impune de toda clase de falsedades y herejías; de almas que han sido escandalizadas, por tanta apostasía y por tanta maldad; de almas que se han visto privadas de la ayuda de los Sacramentos y de la buena doctrina.

En las visitas que recibo, son muchos los que se quejan, los que sienten la tragedia, y la imposibilidad de poner medios humanos para remediar el mal. A todos les digo: reza, reza, reza, y haz penitencia. Yo no puedo aconsejar que desobedezcan, pero sí la resistencia pasiva de no colaborar con los que destrozan, de ponerles dificultades, de defenderse personalmente. Y mejor aún esa resistencia activa de cuidar la vida interior, fuente del desagravio, del clamor.

Tú, Señor, has dicho que clamemos: «Clama, ne cesses!»21. En todo el mundo estamos cumpliendo tus deseos, pidiéndote perdón, porque en medio de nuestras miserias Tú nos has dado la fe y el amor. «A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en los cielos. Como están atentos los ojos del siervo a las manos de su señor, como los ojos de la esclava a la mano de su dueña, así se alzan nuestros ojos a Yavé, nuestro Dios, para que se compadezca de nosotros»22.

Por la intercesión de Santa María y del Santo Patriarca, San José, pedid al Señor que nos aumente el espíritu de reparación; que tengamos dolor de nuestros pecados, que sepamos recurrir al Sacramento de la Penitencia. Hijos, escuchad a vuestro Padre: no hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión. Allí recibimos la fortaleza que necesitamos para luchar, a pesar de nuestros pobres pies de barro. «Non est opus valentibus medicus, sed male habentibus»23, que el médico no es para los que están sanos, sino para los que están enfermos.

Señor, te sientes contento cuando acudimos a Ti con nuestra lepra, con nuestra flaqueza, con nuestro dolor y nuestro arrepentimiento; cuando te mostramos nuestras llagas para que nos cures, para que hagas desaparecer la fealdad de nuestra vida. ¡Bendito seas!

Haz que todos mis hijos entiendan que tenemos obligación de desagraviarte, aun cuando estemos hechos de lodo seco, y nos rompamos alguna vez, y sea necesario que los demás nos sostengan. Ayúdanos a ser fieles a nuestros compromisos de amor, porque eres Tú la fortaleza que necesita nuestra flojera, sobre todo cuando se vive en medio de la crueldad de los enemigos en batalla.

Yo hago el propósito de recorrer de nuevo, en viaje de penitencia, en acción de gracias, cinco santuarios marianos, cuando Tú te dignes poner –comenzar a poner– remedio. Ya sé que lo primero que Tú quieres es que acudamos a tu Madre –«Ecce Mater tua!»24– y Madre nuestra. Acudiré con espíritu de amor y de agradecimiento y de reparación, sin espectáculo.

Haz que seamos duros con nosotros mismos, y comprensivos con los demás. Haz que no nos cansemos de sembrar la buena doctrina en el corazón de las almas, «opportune et importune»25, a toda hora, con nuestro pensamiento, que nos lleva a ponernos en tu presencia; con nuestros deseos ardientes, con nuestra palabra tempestiva, con nuestra vida de hijos tuyos.

Haz que metamos en las conciencias de todos la posibilidad espléndida, maravillosa, de vivir tratándote, sin sensiblerías. Lo que Tú nos das, ¿lo busco yo con alegría? ¡Señor, bendito seas! Si no quieres, no nos des ese consuelo, pero no podemos pensar que es cosa mala desearlo. Es cosa buena, como cuando apetecemos el sabor de una fruta, de un alimento. Hijos, poner ese aliciente es parte del modo de obrar de Dios.

Haz que no nos falten las divinas consolaciones, y que cuando Tú quieras que estemos sin ellas, comprendamos que nos tratas como a adultos, que no nos das la leche que se da al recién nacido, o la papilla que alimenta a la criatura que tiene apenas los primeros dientes. Concédenos la serenidad de entender que nos proporcionas el sustento sólido, de los que ya pueden por su cuenta manejarse. Pero te suplico que te dignes concedernos una dedada de miel, porque el momento es tan penoso para todos.

Te pido por la mediación de Santa María, poniendo por abogado a mi Padre y Señor San José, invocando a los Ángeles y a los Santos todos, a las almas que están en tu gloria y gozan de la visión beatífica, que intercedan por nosotros, para que tú nos mandes los dones del Espíritu Santo.

Te ruego también que nos demos cuenta de que eres Tú el que vienes en el Sacramento del Altar y que, cuando desaparecen las especies, Tú, Dios mío, no te vas: ¡te quedas! Comienza en nosotros la acción del Paráclito, y nunca una Persona está sola: están las Tres, el Dios Único. Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura, este pobre hombre que soy yo, que sepa siempre que es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima.

Hijas e hijos míos, decid conmigo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad. Y con la ayuda de mi Madre, Santa María, lucharé para tener tanto amor que llegue a ser, en este desierto, un gran oasis donde Dios se pueda recrear. «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies!»26. No desoye el Señor a los corazones penitentes y humildes.

Notas
1

Dom. I in Quadrag., ant. ad Intr. (Sal 91[90],15).

2

Dn 9,17-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

1 Co 1,27-29.

4

Cfr. Lc 19,20.

5

2 P 3,17.

6

Dom. I in Quadrag. Ep. (1 Co 6,1-4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Cfr. Is 43,1.

8

1 S 3,6.

9

Dom. I in Quadrag. Ep. (2 Co 6,8-10).

10

San Agustín, Soliloquia 1,1,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

2 Tm 2,3.

*

* * «In hoc pulcherrimo...»: «en esta bellísima guerra de amor» (N. del E.).

12

Ef 6,12-13.

13

San Juan Crisóstomo, In Math. hom. 59,5.

14

Cfr. 1 Co 12,26-27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
**

** «hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra»: la labor de acompañamiento espiritual, según el espíritu y los modos específicos del Opus Dei, se realiza en parte a través de los consejos que se dan por medio de la Confesión, por lo que resulta coherente acudir a sacerdotes con ese espíritu, aunque, como es obvio, hay libertad para confesarse con quien se desee, como san Josemaría recuerda un poco más adelante, en el n.º 85 (N. del E.).

15

Dom. I in Quadrag., Tract. (Sal 91[90],1-4).

16

Dom. I in Quadrag. Tract. (Sal 91[90],14).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt 20,22.

18

1 P 1,6-7.

***

* * ¡Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, danos la paz (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Sal 130(129),1-3.

20

Feria IV Cinerum, Ep. (Jl 2,17).

21

Is 58,1.

22

Sal 123(122),1-2.

23

Mt 9,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Cfr. Jn 19,27.

25

Cfr. 2 Tm 4,2.

26

Sal 51(50),19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Este capítulo en otro idioma