21. Tiempo de acción de gracias (25 de diciembre de 1972)

** Este texto fue elaborado por san Josemaría tomando palabras suyas pronunciadas en diversos momentos de las Navidades de 1972.


«Hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor»1. Hijas e hijos míos, en esta fiesta de la Navidad de nuevo nos hemos puesto delante de Jesús Niño, animados por María, Madre suya y Madre nuestra, y en compañía del glorioso San José, a quien tanto quiero. Si consideramos los siglos que han pasado desde que Él quiso tomar nuestra carne, hemos de llenarnos de vergüenza porque son muchos los que no conocen todavía a Cristo y aun desprecian sus mandatos. Y esto no sólo en tierras lejanas, sino en las pocas naciones que se llaman cristianas, y en la misma Iglesia de Cristo, católica, romana.

Pero no es la Navidad un día de tristeza. «No tenéis que temer», dijo el Ángel a los pastores, «pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo»2. Estas maravillosas fiestas del Señor y de nuestra Madre Santa María, siempre Virgen, constituyen para nosotros una alegría muy grande. Deberían serlo también para todos los cristianos, pero ahora, por desgracia, en muchos lugares parecen unas fiestas paganas. Es el resultado de una propaganda masiva para descristianizar la sociedad. Hemos de fomentar, hijos, la paciencia, para no perder la paz; y, a la vez, la impaciencia de pedir al Señor que ponga remedio a todos estos males. Por eso comenzaremos y acabaremos nuestra oración como siempre: con más serenidad, con más optimismo, con una sonrisa nueva en los labios, con una alegría renovada en el corazón y con un propósito firme de ser cada día más santos.

Sin embargo, hijas e hijos míos, nos duele mucho ver cómo dentro de la Iglesia se promueven campañas tremendas contra la justicia, que llevan necesariamente a exasperar la falta de paz en la sociedad, porque no hay paz en las conciencias. Se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo.

El alma, hijos, ha sido creada para la eternidad. Aquí estamos sólo de paso. No os hagáis ilusiones: el dolor será un compañero inseparable de viaje. Quien se empeñe únicamente en no sufrir, fracasará; y quizá no obtenga otro resultado que agudizar la amargura propia y la ajena. A nadie le gusta que la gente sufra, y es un deber de caridad esforzarse lo posible por aliviar los males del prójimo. Pero el cristiano ha de tener también el atrevimiento de afirmar que el dolor es una fuente de bendiciones, de bien, de fortaleza; que es prueba del amor de Dios; que es fuego, que nos purifica y prepara para la felicidad eterna. ¿No es ésa la señal que, para encontrar a Jesús, nos ha indicado el Ángel?: «Sírvaos de seña, que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre»3.

Cuando se acepta el sufrimiento como el Señor en Belén y en la Cruz, y se comprende que es una manifestación de la bondad de Dios, de su Voluntad salvadora y soberana, entonces ni siquiera es una cruz, o en todo caso es la Cruz de Cristo, que no es pesada porque la lleva Él mismo. «Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí»4. Pero hoy se olvidan estas palabras, y son «muchos los que andan por la tierra, como os decía muchas veces (y aun ahora lo repito con lágrimas), que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo»5, organizando campañas horrendas contra su Persona, su doctrina y sus Sacramentos. Son muchos los que desean cambiar la razón de ser de la Iglesia, reduciéndola a una institución de fines temporales, antropocéntrica, con el hombre como soberbio pináculo de todas las cosas. 

La Navidad nos recuerda que el Señor es el principio y el fin y el centro de la creación: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios»6. Es Cristo, hijas e hijos míos, el que atrae a todas las criaturas: «Por Él fueron creadas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna, de cuantas han sido hechas»7. Y al encarnarse, viniendo a vivir entre nosotros8, nos ha demostrado que no estamos en la vida para buscar una felicidad temporal, pasajera. Estamos para alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo sus pisadas. Y esto sólo lo lograremos aprendiendo de Él.

La Iglesia ha sido siempre teocéntrica. Su misión es conseguir que todas las cosas creadas tiendan a Dios como fin, por medio de Jesucristo, «cabeza del cuerpo de la Iglesia…, para que en todo tenga Él la primacía; pues plugo al Padre poner en Él la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz»9. Vamos a entronizarle, no sólo dentro de nuestro corazón y de nuestras acciones, sino –con el deseo y con la labor apostólica– en lo más alto de todas las actividades de los hombres.

¿No os conmueve contemplar a Jesucristo recién nacido, inerme, necesitado de nuestra protección y ayuda? ¿No os dais cuenta de que está implorando que le queramos? Estos pensamientos no son ilusiones bobas, sino prueba de que amamos a Jesucristo con todo el corazón, y de que le agradecemos que haya decidido tomar nuestra carne, asumirla. Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado. «Perfectus Deus, perfectus Homo!»10.

A la cabecera de mi cama, hace muchos años, quise poner unas baldosas con esta leyenda: Iesus Christus, Deus Homo: Jesucristo, Dios y Hombre. Porque me remueve saber que tiene un cuerpo, ahora glorioso, pero de carne como la nuestra. Que el Señor ha padecido todas las miserias y dolores humanos, menos el pecado11. Que pasó hambre y sintió sed; que conoció el calor, como en un mediodía junto al pozo de Sicar, y sufrió el frío, en esta noche de Belén. Todo eso, a vosotros y a mí, nos ha enamorado, moviéndonos a dejar todas las cosas, «relictis omnibus»12 como los Apóstoles, y «festinantes»13 –presurosos– como los pastores. Hay que emprender el camino, hijas e hijos míos, e imitar a este Jesús Nuestro que se ha entregado, y está todavía entregándose cotidianamente en el altar, perpetuando el Sacrificio divino del Calvario.

Jesucristo, «como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio»14. Su mediación sacerdotal se actualiza a través de los sacerdotes, que somos en el altar ipse Christus. Al celebrar la Santa Misa yo no presido ninguna asamblea, sino que, in persona Christi, renuevo el Sacrificio de la Cruz.

¿Qué hemos de aprender de Jesucristo en el portal de Belén, donde nació desamparado? ¿Qué debemos considerar de ese otro portal, que es el Tabernáculo, donde Él nos espera más indefenso todavía? ¿No os duele que lo arrinconen, que le vuelvan –físicamente también– la espalda, que le desprecien, que lo maltraten? Pues, mirad, hijas e hijos, os repetiré lo que ya os he recordado en otras ocasiones, lo que durante siglos han vivido los cristianos: Jesucristo, Señor Nuestro, ha querido contar con vosotros y conmigo para corredimir; se quiere valer de vuestra inteligencia y de vuestro corazón, de vuestra palabra y de vuestros brazos. Cristo, inerme, nos trae a la memoria que la Redención también depende de nosotros.

«Vamos hasta Belén, y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder, y que el Señor nos ha anunciado»15. Hemos llegado, hijos, en un momento bueno, porque –ésta de ahora– es una noche muy mala para las almas. Una noche en la que las grandes luminarias, que debían irradiar luz, difunden tinieblas; los que tendrían que ser sal, para impedir la corrupción del mundo, se encuentran insípidos y, en ocasiones, públicamente podridos.

No es posible considerar estas calamidades sin pasar un mal rato. Pero estoy seguro, hijas e hijos de mi alma, de que con la ayuda de Dios sabremos sacar abundante provecho y paz fecunda. Porque insistiremos en la oración y en la penitencia. Porque afianzaremos la seguridad de que todo se arreglará. Porque alimentaremos el propósito de corresponder fielmente, con la docilidad de los buenos instrumentos. Porque aprenderemos, de esta Navidad, a no alejarnos del camino que el Señor nos marca en Belén: el de la humildad verdadera, sin caricatura. Ser humildes no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad.

Sin nuestro consentimiento, sin nuestra voluntad, Dios Nuestro Señor, a pesar de su bondad sin límites, no podrá santificarnos ni salvarnos. Más aún: sin Él, no cumpliremos tampoco nada de provecho. Lo mismo que se asegura que un campo produce esto, y que aquellas tierras producen lo otro; de un alma se puede afirmar que es santa, y de otra que ha realizado tantas obras buenas. Aunque en verdad «nadie es bueno sino sólo Dios»16: Él es quien hace fértil el campo, quien da a la semilla la posibilidad de multiplicarse, y a una estaca, que parece seca, confiere el poder de echar raíces. Él es quien ha bendecido la naturaleza humana con su gracia, permitiéndole así que pueda comportarse cristianamente, vivir de modo que seamos felices luchando en la espera de la vida futura, que es la felicidad y el amor para siempre. Humildad, hijos, es saber que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el crecimiento»17.

¿Qué nos enseña el Señor de todo, el dueño del universo? En estos días de Navidad, los villancicos de todos los países, tengan o no mucho abolengo cristiano, cantan al Rey de reyes que ha venido ya. Y ¿qué manifestaciones tiene su realeza? ¡Un pesebre! No tiene ni siquiera esos detalles con los que, con tanto amor, rodeamos a Jesús Niño en nuestros oratorios. En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!

Lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad. Hijas e hijos míos –no es mía la comparación: la han usado los autores espirituales desde hace más de cuatro siglos–, no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos.

Hijos, así vamos aprendiendo de Jesús, nuestro Maestro, a contemplarlo recién nacido en los brazos de su Madre, bajo la mirada protectora de José. Un varón tan de Dios, que fue escogido por el Señor para que le hiciera de padre en la tierra. Con su mirada, con su trabajo, con sus brazos, con su esfuerzo, con sus medios humanos, defiende la vida del Recién Nacido.

Vosotros y yo, en estos momentos en que están crucificando a Jesucristo de nuevo tantas veces, en estas circunstancias en que parece que están perdiendo la fe los viejos pueblos cristianos, desde el vértice hasta la base, como dicen algunos; vosotros y yo hemos de poner mucho empeño en parecernos a José en su humildad y también en su eficacia. ¿No os llena de gozo pensar que podemos como proteger a Nuestro Señor, a Nuestro Dios?

Estoy seguro de que algunas veces el Espíritu Santo, como prenda del premio que os reserva por vuestra lealtad, os concederá ver que estáis rindiendo un buen fruto. Decid entonces: Señor, sí, es cierto: Tú has conseguido que, a pesar de mis miserias, haya crecido el fruto en medio de tanto desierto: gracias a Ti, Deo gratias!

Pero, en otros momentos, quizá sea el demonio –que no se toma nunca vacaciones– el que os tiente, para que os atribuyáis unos méritos que no son vuestros. Cuando percibáis que los pensamientos y deseos, las palabras y acciones, el trabajo, se llenan de una complacencia vana, de un orgullo necio, habéis de responder al demonio: sí, tengo fruto, Deo gratias!

Por eso, este año especialmente es tiempo de acción de gracias, y así lo he señalado a mis hijas y a mis hijos, con unas palabras tomadas de la liturgia: «Ut in gratiarum semper actione maneamus!»18. Que estemos siempre en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno. Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito –que traerá mucho bien para nuestras almas– de no ser nunca más infieles.

No hemos de abrigar otro deseo que el de estar pendientes de Dios, en constante alabanza y gloria a su nombre, ayudándole en su divina labor de Redención. Entonces, todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo; sabiendo que llegamos hasta Jesús por medio de María, y del trato con San José y con nuestros Santos Ángeles Custodios.

Como os he escrito hace ya tantos años, incluso el fruto malo, las ramas secas, las hojas caídas, cuando se entierran al pie del tronco, pueden vigorizar el árbol del que se desprendieron. ¿Por qué nuestros errores y equivocaciones, en una palabra, nuestros pecados –que no los deseamos, que los abominamos– nos han podido hacer bien? Porque luego ha venido la contrición, nos hemos llenado de vergüenza y de deseos de ser mejores, colaborando con la gracia del Señor. Por la humildad, lo que era muerte se convierte en vida; lo que iba a producir esterilidad y fracaso, se vuelve triunfo y abundancia de frutos.

Todos los días, en el ofertorio de la Misa, cuando ofrezco la Hostia Santa pongo en la patena a todas las hijas y a los hijos míos que están enfermos o atribulados. También añado las preocupaciones falsas, las que a veces os buscáis vosotros mismos porque os da la gana; para que al menos el Señor os quite de la cabeza esas bobadas.

«En cuanto los Ángeles desaparecieron por el cielo, los pastores… marcharon a toda prisa y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»19. Cuando nos acercamos al Hijo de Dios, nos convencemos que somos unos pigmeos al lado de un gigante. Nos sentimos pequeñísimos, humillados, y a la vez repletos de amor a Dios Nuestro Señor que, siendo tan grande, tan inmenso e infinito, nos ha convertido en hijos suyos. Y nos movemos a darle gracias, ahora, este año, y durante la vida entera y la eternidad. ¡Qué hermosamente suenan con el canto gregoriano las estrofas del prefacio! «Vere dignum et iustum est, æquum et salutare, nos tibi semper, et ubique gratias agere!»20. Nosotros somos pequeños, pequeños; y Él es nuestro Padre omnipotente y eterno.

No olvidéis, hijas e hijos míos, que la humildad es una virtud tan importante que, si faltara, no habría ninguna otra. En la vida interior –vuelvo a deciros– es como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Sólo Dios nos tiene que interesar; y, por Él, todos los que pertenecemos al Opus Dei, y todas las almas del mundo sin excepción. De modo que ¡fuera el yo!: estorba.

Si obráis así, hijas e hijos, ¡cuántos inconvenientes desaparecerán!, ¡cuántos malos ratos nos evitaremos! Si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos. El Señor vino a redimir, a salvar, y no se preocupó más que de eso. Y nosotros, ¿vamos a estar preocupados de fomentar la soberbia?

Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida; ese gozo y esa alegría que no son completos, porque sólo en el cielo la felicidad será plena.

Leía en un viejo libro espiritual, que los árboles con las ramas muy altas y erguidas son los infructuosos. En cambio, aquellos con las ramas bajas, caídas, están llenos de fruto macizo, de pulpa sabrosa; y cuanto más cerca del suelo, más abundante es el fruto. Hijos, pedid la humildad, que es una virtud tan preciosa. ¿Por qué somos tan tontos? Siempre convencidos de que lo nuestro es lo mejor, siempre seguros de que tenemos razón. Como embebe el agua el terrón de azúcar, así se mete en el alma la vanidad y el orgullo. Si queréis ser felices, sed humildes; rechazad las insinuaciones mentirosas del demonio, cuando os sugiere que sois admirables. Vosotros y yo hemos comprendido que, desgraciadamente, somos muy poquita cosa; pero, contando con Dios Nuestro Señor, es otro cantar. A Él se lo debemos todo. Renovemos el agradecimiento: ut in gratiarum semper actione maneamus!

La acción de gracias, hijas e hijos míos, nace de un orgullo santo, que no destruye la humildad ni llena el alma de soberbia, porque se fundamenta sólo en el poder de Dios, y está hecho de amor, de seguridad en la lucha. Ahora que comienza el año, y se renuevan los propósitos de caminar «in novitate vitæ»21, con una vida nueva, podemos dar ya gracias al Señor por todo lo que vendrá; por todo y, especialmente, por lo que nos seguirá causando dolor.

¿Cómo se trabaja la piedra que ha de colocarse en la fachada del edificio, coronando el arco? Necesita un tratamiento distinto de aquella otra que ha de ponerse en los fundamentos. La tienen que labrar bien, con muchos golpes de cincel, hasta que quede hermosamente acabada. Por tanto, hijos, debemos agradecer a Dios todas las contradicciones personales, todas las humillaciones, todo lo que la gente llama malo y no es verdad que lo sea. Para un hijo de Dios, será una prueba del amor divino que nos quiere quizá poner bien a la vista, y nos esculpe con golpes seguros y certeros. Nosotros hemos de colaborar con Él, por lo menos no oponiendo resistencia, dejándole hacer.

De ahí se deduce que la mayor parte de nuestra labor espiritual es rebajar nuestro yo, para que el Señor añada con su gracia lo que desee. Mientras dure el tiempo de nuestra vida, mucho o poco, no nos quejaremos de Nuestro Padre Dios, aun cuando nos sintamos como al borde de un abismo de inmundicia, o de vanidad, o de necedad. Por eso insisto tanto en la humildad personal. Es una virtud hermosa para las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei.

El que es humilde no lo sabe, y se cree soberbio. Y el que es soberbio, vanidoso, necio, se considera algo excelente. Tiene poco arreglo, mientras no se desmorone y se vea en el suelo, y aun allí puede continuar con aires de grandeza. También por eso necesitamos la dirección espiritual; desde lejos contemplan bien lo que somos: como mucho, piedras para emplearlas abajo, en los cimientos; no la que irá en la clave del arco.

Espero que, en estas Navidades, todas mis hijas y mis hijos se confirmarán en la decisión de ser más humildes. Os conozco, y me parece oír ya vuestra alegría al admitir sinceramente que no procuráis los frutos que debierais rendir. Porque os dispondréis a acercaros, avergonzados de verdad, hasta el portal de Belén, y pediréis perdón al Niño por vosotros y por mí, y por tantas gentes que son ahora como la higuera estéril, cargados de hojas, de apariencia. Y si el Señor os permite ver que desea servirse de vosotros, que se está sirviendo ya ahora, o desde hace años, e incluso desde hace mucho tiempo: in gratiarum semper actione maneamus! Romped en acción de gracias a Dios Nuestro Señor, porque nos ha buscado como instrumentos. Pero dadle gracias sinceramente, porque si no, no se pasa de ser un árbol frondoso, abarrotado de hojas y quizá de frutos, pero vanos, vacíos, sin peso, porque no doblegan las ramas. Los frutos maduros, rebosantes de pulpa carnosa, dulce y grata al paladar, consiguen bajar las ramas al árbol con humildad.

Con acciones de gracias y el propósito de ser más humildes, acerquémonos a Belén y al Sagrario. Jesús nos espera. Decidle palabras de afecto. Contadle vuestras debilidades –yo le cuento las mías– y también, sin cacarear, algunas veces reconozcamos que sí, que hemos llevado a cabo este trabajo y el otro, que nos hemos esforzado con mucha alegría y con su gracia, que Él nos manda a través de las manos de su Santísima Madre, también Madre nuestra, porque sin su ayuda no hacemos nada.

Ésta es la disposición mínima para quienes trabajan con almas. El instrumento no se queda nunca con los frutos. Si hay algo sabroso en la vida nuestra, si hay algo que agrada al Señor, si hay algo que logra que otras almas se salven y que nosotros recorramos un camino de amor, todo eso se lo debemos a Dios, a este Señor que quiso hacerse Niño.

Unas palabras más para terminar: ¡que sigáis rezando mucho por la Iglesia! Que améis con toda el alma a la Iglesia y al Papa. Que os unáis cada vez más fuertemente a las intenciones de mi Misa, para que todos, en unión con María, bajo el patrocinio paternal de San José, vivamos en una continua acción de gracias a la Trinidad Santísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Notas
1

Lc 2,11.

2

Lc 2,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Lc 2,12.

4

Mt 10,38.

5

Flp 3,18.

6

Jn 1,1.

7

Jn 1,3.

8

Cfr. Jn 1,14.

9

Col 1,18-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Symb. Athan.

11

Cfr. Hb 4,15.

12

Lc 5,11.

13

Lc 2,16.

14

Hb 7,24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Lc 2,15.

16

Lc 18,19.

17

1 Co 3,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Dom. infra oct. Ascens., Postcom.

19

Lc 2,15 y 16.

20

Ordo Missæ, Præf.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Rm 6,4.

Referencias a la Sagrada Escritura
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