17. En las manos de Dios (2 de octubre de 1971)
** Palabras de san Josemaría en el oratorio de Pentecostés, con ocasión del aniversario de la fundación del Opus Dei.
Sancte Pater, Omnipotens, Æterne et Misericors Deus: Beata Maria intercedente, gratias tibi ago, pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis*.
Demos gracias, hijos, porque el Señor ha querido contar siempre con la pequeñez vuestra y con la mía. Recuerdo ahora aquellos barruntos, aquellas inquietudes de los quince o dieciséis años, cuando se escapaba de mi alma un clamor hecho de jaculatorias: Domine, ut sit!, Domina, ut sit! Ya entonces me sentía muy poca cosa, y ahora más, porque tengo la experiencia de mi larga vida, y no he sido nunca propenso a creer ninguna cosa extraordinaria.
Han pasado cuarenta y cuatro años desde los comienzos, y todavía seguimos caminando por el desierto: más años que aquella larga peregrinación del Pueblo escogido por el Sinaí. Pero en este desierto nuestro han brotado las flores y los frutos, de maravilla: tanto, que es todo oasis frondoso, aunque esto parezca una contradicción.
En estos años no he perdido nunca la paz, hijos, pero no he vivido un momento tranquilo. Te agradezco, Señor, que hayas procurado que yo comprenda, de manera evidente, que todo es tuyo: las flores y los frutos, el árbol y las hojas, y esa agua clara que salta hasta la vida eterna. Gratias tibi, Deus!
Te agradezco, Señor, tu continua protección y la realidad de que hayas querido intervenir, en ocasiones de modo bien patente –yo no lo pedía, ¡no lo merezco!– para que no quede ninguna duda de que la Obra es tuya, sólo tuya y enteramente tuya. Viene a mi memoria esa maravilla de la filiación divina. Fue un día de mucho sol, en medio de la calle, en un tranvía: Abba, Pater!, Abba, Pater!…
Gracias, Señor, porque no hay nadie predicando en el presbiterio. Hubiera sido justo que me nombrara, y yo habría pasado un mal rato. También hubiese sido una injusticia, porque no he hecho nada, he sido siempre un obstáculo… Cualquiera de mis hijos hubiera dicho cosas enternecedoras, pero yo –avergonzado– habría salido despacito del oratorio, tomando la puerta sin hacer ruido… Gracias, por haber tenido esta delicadeza conmigo.
Beata Maria intercedente… Ahora todo me parece pasmoso. ¡Si no he hecho más que estorbar! No pensaba hablaros hoy, hijos míos, y no preparé nada, ni siquiera mentalmente. Estoy sólo haciendo mi oración personal, en voz alta. Hacedla vosotros también, por vuestra cuenta.
No me deis gracias. Agradeced todo al Señor, a Nuestra Madre, a Nuestro Padre y Señor San José, que es patrono de nuestra vida espiritual y da fortaleza a esta ascética nuestra, que es mística; a este hecho colosal de la vida contemplativa en medio de la calle.
Gracias, Señor, porque me han tratado como a un trapo, aunque ha sido poco para lo que yo me merecía. Me has contemplado en este deporte sobrenatural, y has visto que mis músculos eran desproporcionados para salir adelante en este combate por mis propias fuerzas, y llamarme vencedor. Siento de verdad la humillación de que no tengo, ni tenía, ni he tenido nunca las condiciones personales necesarias para hacer una labor tan divina. Señor, estoy profundamente humillado por no haber sabido corresponder como debía. Profundamente humillado y agradecido con toda mi alma: ex toto corde, ex tota anima!
Un recuerdo a nuestros difuntos, pienso en mis padres –a los que hemos hecho sufrir sin culpa suya, aunque a veces era necesario–, para que el Señor se lo pague con generosidad en el Cielo. Pensemos en aquellos hermanos nuestros que ya están en la Gloria. Yo les pido, puesto que pertenecen a la Iglesia triunfante –¡sí, señor, triunfante!, no es verdad que no lo sea–, que se unan a los que están en el Purgatorio y nos ayuden a nosotros a dar gracias, a los que vamos de camino en la tierra y corremos –por tanto– el riesgo de no llegar.
Siempre un ritornello: ut sit!, ut sit!, ut sit! Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Sufrimos, pero no somos infelices: vivimos con la felicidad de contar con tu ayuda. Pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis. No tengo nada: ni condiciones humanas, ni honra, ni méritos… Pero entonces Tú me lo concedes todo: cuando quieres, como quieres. ¡Dios mío, eres Amor!
No sigáis el hilo de lo que voy diciendo, hijos míos, más que marginalmente. Que cada uno haga la oración que más le convenga. En la Obra caben todos los caminos personales que llevan a Dios.
Estamos preocupados por tu Iglesia Santa. La Obra no me causa preocupación: está llena de flores y de frutos. Es un bosque frondoso que se trasplanta fácilmente, y arraiga en todos los lugares, en todas las razas, en todas las familias. ¡Cuarenta y cuatro años! No me causa preocupación la Obra, pero ¿cómo no me he muerto mil veces? Me parece que he soñado: un sueño sin el colorido de aquella tierra parda de Castilla, ni tampoco el de mi buena tierra aragonesa. En este sueño me he quedado corto, porque Tú, Señor, siempre concedes más. De la boca mía, de esta boca manchada, es justo que en tantas ocasiones mis hijos escuchen palabras para soñar generosamente, con el desbordarse de este río inmenso, fluvium pacis1, por todo el mundo. Soñad, y os quedaréis siempre cortos.
Hijos míos, ¿queréis decir al Señor, conmigo, que no tenga en cuenta mi pequeñez y mi miseria, sino la fe que me ha dado? ¡Yo no he dudado jamás! Y esto es también tuyo, Señor, porque es propio de los hombres vacilar.
¡Cuarenta y cuatro años! Hijos míos, recuerdo ahora ese cuadrito con la imagen de San José de Calasanz, que hice colocar junto a mi cama. Veo al Santo venir a Roma; le veo permanecer aquí, maltratado. En esto me encuentro parecido. Lo veo Santo –y en esto no me hallo parecido–, y así hasta una ancianidad veneranda.
Sed fieles, hijos de mi alma, ¡sed fieles! Vosotros sois la continuidad. Como en las carreras de relevos, llegará el momento –cuando Dios quiera, donde Dios quiera, como Dios quiera– en el que habréis de seguir vosotros adelante, corriendo, y pasaros el palitroque unos a otros, porque yo no podré más. Procuraréis que no se pierda el buen espíritu que he recibido del Señor, que se mantengan íntegras las características tan peculiares y concretas de nuestra vocación. Transmitiréis este modo nuestro de vivir, humano y divino, a la generación próxima, y ésta a la otra, y a la siguiente.
Señor, te pido tantas cosas para mis hijos y para mis hijas… Te pido por su perseverancia, por su fidelidad, ¡por su lealtad! Seremos fieles, si somos leales. Que pases por alto, Señor, nuestras caídas; que ninguno se sienta seguro si no combate, porque donde menos se piensa salta la liebre, como dice el refrán. Y todos los refranes están llenos de sabiduría.
Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios, acompañados de su bondad, bajo el amparo de Santa María, bajo el patrocinio de San José y protegidos por los Ángeles Custodios. Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno.
Así, enseñaremos siempre doctrina sin error, ahora que hay tantos que no lo hacen. Señor, amamos a la Iglesia porque Tú eres su Cabeza; amamos al Papa, porque te debe representar a Ti. Sufrimos con la Iglesia –la comparación es de este verano– como sufrió el Pueblo de Israel en aquellos años de estancia en el desierto. ¿Por qué tantos, Señor? Quizá para que nos parezcamos más a Ti, para que seamos más comprensivos y nos llenemos más de la caridad tuya.
Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz.
Se ve que el Señor quiere darnos un corazón grande… Mirad cómo nos ayuda, cómo nos cuida, qué claro está que somos su pusillus grex2, qué fortaleza nos da para orientar y enderezar el rumbo, cómo nos impulsa a tirar aquí y allá una piedra que evite la disgregación, cómo nos ayuda en la piedad con ese silbo amoroso.
Gracias, Señor, porque sin amor de verdad no tendría razón de ser la entrega. Que vivamos siempre con el alma llena de Cristo, y así nuestro corazón sabrá acoger, purificadas, todas las cosas de la tierra. Así, de este corazón, que reflejará el tuyo amadísimo y misericordioso, saldrá luz, saldrá sal, saldrán llamaradas que todo lo abrasen.
Acudamos a Santa María, Reina del Opus Dei. Recordad que, por fortuna, esta Madre no muere. Ella conoce nuestra pequeñez, y para Ella siempre somos niños pequeños, que cabemos en el descanso de su regazo.
** «Sancte Pater»...: «A Ti, Dios Padre, Santo, Omnipotente, Eterno y Misericordioso: por intercesión de santa María, te doy gracias por todos tus beneficios, incluidos los que ignoro» (N. del E.).
Cfr. Lc 12,32; «pusillus grex»: «pequeño rebaño» (N. del E.).
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/en-dialogo-con-el-se%C3%B1or/17-en-las-manos-de-dios-2-de-octubre-de-1971/ (10/10/2024)