2. La oración de los hijos de Dios (4 de abril de 1955)

* * El 4 de abril de 1955, san Josemaría dirigió esta meditación a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, que la noche anterior habían comenzado su curso de retiro anual. Fue la tercera de ese día, que era Lunes Santo.


«Conviene orar perseverantemente y no desfallecer»1. La oración, hijos, es el fundamento de toda labor sobrenatural.

Mirad a Jesucristo, que es nuestro modelo. ¿Qué hace en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de Él el Santo Evangelio? Antes de iniciar su vida pública se retira «cuarenta días con cuarenta noches»2 al desierto, para rezar. Después, cuando va a escoger definitivamente a los primeros Doce, cuenta San Lucas que «pasó toda la noche haciendo oración a Dios»3. Y ante la tumba ya abierta de Lázaro, «levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, gracias te doy porque me has oído»4. ¿Y qué hace en la intimidad de la Última Cena, en la angustia de Getsemaní, en la soledad de la Cruz? Con los brazos extendidos habla también con el Padre.

Contemplad ahora a su Madre bendita: ¿qué ejemplo nos ha dejado? Cuando el Arcángel va a comunicarle la divina embajada, la encuentra retirada en oración. ¿Y los primeros cristianos? Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido una escena que a mí me enamora, porque es un ejemplo vivo para nosotros; por eso la he hecho grabar en tantos oratorios y en otros lugares: «Perseveraban todos en las enseñanzas de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del pan, y en la oración»5.

¿Qué han hecho, hijo mío, todos los santos? Pienso que no ha habido uno solo sin oración; ninguno ha llegado a los altares sin que haya sido alma de oración.

Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que «no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos»6. Nosotros hacemos la voluntad de su Padre, después de haber hecho la dedicación de nuestra vida. Nuestra oración, nuestro clamar: ¡Señor!, ¡Señor!, va unido al deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios. Ese clamor se manifiesta en mil formas diversas: eso es oración, y eso es lo que yo quiero para vosotros.

¡Hijo de mi alma! Si tú, en estos días de retiro, piensas despacio lo que te dicen los hermanos tuyos sacerdotes que dirigen las meditaciones; si haces un examen serio, definitivo, de tu vida pasada; si concluyes con el propósito ¡firme! de procurar vivir en oración, de buscar la conversación amorosa con el Amor eterno; te aseguro que llegarás a ser lo que el Señor desea de ti: un alma que da consuelo y que es eficaz a la hora del apostolado.

Tú has vivido bien las primeras nociones que aprendiste sobre la oración, cuando comenzaste a recibir la dirección espiritual que se imparte en nuestro Opus Dei. Luego, has ido escuchando a tus hermanos tantos consejos maravillosos, que has procurado poner en práctica. Y ahora, después de los años –muchos o pocos– que llevas trabajando por el Señor, el Padre vuelve a insistirte de nuevo en la oración. ¿Por qué? Porque, para ser santo, hijo, hay que rezar: no tengo otra receta para alcanzar la santidad.

Si no lo has experimentado ya, verás cómo te ocurrirá que, al cumplir las Normas, sin darte cuenta, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, estás haciendo oración: actos de amor, actos de desagravio, acciones de gracias; con el corazón, con la boca, con las pequeñas mortificaciones que encienden el alma.

No son cosas que puedan considerarse pequeñeces: son oración constante, diálogo de amor. Una práctica que no te producirá ninguna deformación psicológica, porque para un cristiano debe ser algo tan natural y espontáneo como el latir del corazón.

Cuando todo eso sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, que no me dejes! Y ese Dios, «manso y humilde de corazón»7, ¿cómo va a decirte que no?

Yo quiero que toda nuestra vida sea oración: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo… y ante el desconsuelo de perder una vida querida. Ante todo, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de tu alma.

Para eso, hijo, debes tener una disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Varonilmente, has de tener horror, recio horror al pecado grave. Y también la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado.

Dios preside nuestra oración, y tú, hijo mío, estás hablando con Él como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino. De este modo es gustosa la abnegación, es alegre lo que quizá antes humillaba, y es feliz la vida de entrega. ¡Saberse tan cerca de Dios! Por eso, pase lo que pase, estoy firme, seguro contigo, que eres la roca y la fortaleza8.

Padre –me estás como diciendo al oído–, pero eso que nos dice, por una parte es algo muy sabido, y por otra parece tan arduo… Y volveré a repetirte que es preciso ser alma de oración. Sólo así se puede ser feliz, aun cuando te desconozcan, aunque te encuentres grandes dificultades en el camino.

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

Hijos de mi alma, os estoy queriendo llevar por un camino de maravilla, por una vida de amor y de aventura sobrenatural, por la que el Señor me ha conducido a mí; una vida de felicidad, con sacrificio, con dolor, con abnegación, con entrega, con olvido de uno mismo.

«Si quis vult post me venire… Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame»11. Estas palabras las hemos oído todos: por eso estamos aquí. También hemos escuchado estas otras: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros»12. La llamada divina tiene una finalidad muy concreta: meterte en todas las encrucijadas de la tierra, estando tú bien metido en Dios. Ser sal, ser levadura, ser luz del mundo. Sí, hijo mío: tú en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para ser fermento.

Pero la luz será tinieblas, si tú no eres contemplativo, alma de oración continua; y la sal perderá su sabor, sólo servirá para ser pisada por la gente, si tú no estás metido en Dios. La levadura se pudrirá y perderá su virtud de fermentar toda la masa, si tú no eres alma verdaderamente contemplativa.

Reza oraciones vocales, las que forman parte de nuestro plan de vida de piedad. Dirígete luego a Dios con oraciones vocales tuyas, personales: las que mayor devoción te den. No te quedes sólo en lo que todos tenemos el deber y el gozo de cumplir: añade lo que tu iniciativa y tu generosidad te dicten. Finalmente, no olvides la oración mental continua. Procura dialogar con Dios, en el centro de tu alma, con toda confianza y sinceridad.

Hijo, pienso que te he dicho ya todo lo que te tenía que decir. Ahora resta que tú te decidas, de verdad, a ser un alma entregada, enamorada, en trato constante con Dios. Entonces sí que estoy seguro de tu fidelidad.

Termino, pues, con tres citas de la Escritura:

«Oportet semper orare et non deficere»13: hay que rezar siempre, sin cesar.

«Erat pernoctans in oratione Dei»14: Cristo pasaba la noche hablando con Dios.

«Erant autem perseverantes in doctrina apostolorum, et communicatione fractionis panis, et orationibus»15: los primeros cristianos perseveraban en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.

Notas
1

Lc 28,1.

2

Mt 4,2.

3

Lc 6,12.

4

Jn 11,41.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Hch 2,42.

6

Mt 7,21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Mt 11,29.

8

Cfr. 2 S 22,2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc 9,23.

12

Jn 15,16.

13

Lc 18,1.

14

Lc 6,12.

15

Hch 2,42.

Referencias a la Sagrada Escritura
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