9. El camino nuestro en la tierra (26 de noviembre de 1967)

** Palabras pronunciadas en el oratorio de Pentecostés, durante una reunión de Consiliarios del Opus Dei.


Nos sentimos removidos, hijos de mi alma, cada vez que escuchamos en el fondo de nuestro corazón aquel grito de San Pablo: hæc est voluntas Dei, sanctificatio vestra1. Desde hace cuarenta años no hago más que predicar lo mismo. Me lo digo a mí, y os lo repito también a vosotros y a todos los hombres: ésta es la voluntad de Dios, que seamos santos.

No tengo otra receta. Para pacificar a las almas, para remover la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, no sé de otra receta que la santidad personal. Por eso siempre digo que tengo un solo puchero.

«Invocabitis me…, et ego exaudiam vos»2, me invocaréis y Yo os escucharé. Y le invocamos hablándole, dirigiéndonos a Él en la oración. Por eso os he de decir también con el Apóstol: «Conversatio autem nostra in cælis est»3, que nuestra conversación está en los cielos. Nada nos puede separar de la caridad de Dios, del Amor, del trato constante con el Señor. Hemos comenzado con oraciones vocales, que muchos –probablemente todos, como yo– hemos aprendido de la boca de nuestras madres: cosas dulces y encendidas a la Madre de Dios, que es Madre nuestra. También yo, por las mañanas y por las tardes, no una vez, sino muchas, repito: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón… ¿Qué es esto sino contemplación verdadera, una manifestación de amor? ¿Qué se dicen las gentes cuando se quieren?; ¿qué se dan, qué se entregan? Se sacrifican por la persona que aman. Y nosotros nos hemos dado a Dios con el cuerpo y con el alma: en una palabra, todo mi ser.

¿Habíais pensado alguna vez cómo se nos enseña en la Obra a amar las cosas del Cielo? Primero una oración, y luego otra, y otra…, hasta que casi no se puede hablar con la lengua, porque las palabras resultan pobres…: y se habla con el alma. Nos sentimos entonces como cautivos, como prisioneros; y así, mientras hacemos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las cosas que son de nuestro oficio, ¡el alma ansía escaparse! ¡Se va! Vuela hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán.

«Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis»4; os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Por eso –recordando a tantos escritores españoles del quinientos– me gusta decir: ¡que vivo, porque no vivo; que es Cristo quien vive en mí!5. Y siento la necesidad de trabajar en la tierra muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. Desead vivir, hijos míos; debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: «In libertatem gloriæ filiorum Dei»6, «qua libertate Christus nos liberavit»7; con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz.

¿Y cómo hacemos nuestra esa vida? Siguiendo el camino que nos enseña la Virgen Santísima, nuestra Madre: una senda muy amplia, pero que, necesariamente, pasa a través de Jesús.

A todas las madres de la tierra les ilusiona sentirse queridas por sus hijos, pero todas nos han enseñado a decir antes papá que mamá. Tengo una experiencia reciente: en Pamplona, en una de aquellas reuniones con tantos centenares de personas, cogí en brazos a uno de los niños que me entregaban para que los bendijera, y lo levanté por encima de mi cabeza. Llevaba un chupete en la boca y, al sentirse elevado, lo soltó complacido y se le escapó un grito: ¡papá! Por lo visto, su padre hacía lo mismo que hice yo con él.

Así nosotros, hijos míos, para llegar a Dios hemos de tomar el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso he regalado desde el principio tantos libros de la Pasión del Señor: porque es cauce perfecto para nuestra vida contemplativa. Y por eso está también dentro de nuestro espíritu –y la procuramos alcanzar cada día– la contemplación del Santo Rosario, en todos los misterios: para que se meta en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, la vida ¡pasmosa! del Señor, en sus treinta años de oscuridad…, en sus tres años de vida pública…, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección.

También cuando nosotros nos damos a Dios de veras, cuando nos dedicamos al Señor, a veces Él permite que vengan el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y hace quizá que nos llamen locos y nos tengan por necios.

Entonces, al admirar la Humanidad Santísima de Jesús, vamos descubriendo una a una sus Llagas; y en esos momentos de purgación pasiva, dolorosos, fuertes, de lágrimas ¡dulces y amargas! que procuramos esconder, nos sentimos inclinados a meternos dentro de cada una de aquellas Llagas, para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Vamos allí como las palomas que, al decir de la Escritura8, se esconden en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad.

Cuando la carne quiere recobrar sus fueros perdidos o la soberbia, que es peor, se encabrita, ¡a las Llagas de Cristo! Ve como más te conmueva, hijo, como más te conmueva; mete en las Llagas del Señor todo ese amor humano… y ese amor divino. Que esto es buscar la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús.

Más tarde, el alma necesita tratar a cada una de las Personas divinas. Es un descubrimiento, como los que hace un niño pequeño en la vida terrena, el que realiza el alma en la vida sobrenatural. Y comienza a hablar con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y a sentir la actividad del Paráclito vivificador, que se nos da sin merecerla: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo, a la unión.

Hemos ido «quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»9, de igual modo que el ciervo ansía las fuentes de las aguas: con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Y, sin hacer rarezas, a lo largo del día, con la formación que en la Obra se recibe –que se basa en descomplicar el alma humana–, se ha llegado a ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna10. Entonces ya no se habla, porque la lengua no sabe expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se habla, ¡se mira! Y el alma rompe a cantar, porque se siente y se sabe mirada amorosamente por Dios, a todas horas.

No sabéis qué consuelo he tenido cuando, después de repetir durante años y años que para un alma contemplativa hasta el dormir es oración, me encontré un texto de San Jerónimo que dice lo mismo.

Es con la dedicación completa –dentro de nuestras imperfecciones, por la humillación de nuestros fracasos internos, que nos llevan a volver todos los días a Dios– como se vuelve al camino maestro cuando hay obstáculos. Os lo he dicho muchas veces: siempre estoy haciendo el papel del hijo pródigo. Es ése el momento de la contrición, del amor, de la fusión de la criatura, que es nada…, con su Dios y su Amor, que lo es todo.

Hijos míos, no os hablo de cosas extraordinarias. Son, tienen que ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma. Por allí debéis llevar a vuestros hermanos: hasta esa locura de amor que enseña a saber sufrir y a saber vivir, porque Dios nos concede el don de Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces!

¿Ascética? ¿Mística? No lo sabría decir. Pero, sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué más da?: es un don de Dios. Si tú procuras meditar, llega un momento en el que el Señor no te niega los dones: el Espíritu Santo te los concede. Fe, hijos míos, y obras de fe. Porque eso ya es contemplación y es unión. Y ésta es la vida de mis hijos en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera se den cuenta. Una clase de oración y de vida que no nos aparta de las cosas de la tierra, que en medio de ellas nos conduce a Dios. Y al llevar las cosas terrenas a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas…! En oro convertimos todo lo que tocamos, a pesar de nuestros errores personales.

«Benedixisti –se lee en la Sagrada Escritura–, Domine, terram tuam; avertisti captivitatem Iacob»11; Señor, has bendecido tu tierra, has destruido la cautividad de Jacob. Repito que ya no nos sentimos esclavos, sino libres: todo nos lleva a Dios. Y, en ese caminar por la senda del Opus Dei, vamos seguros, porque tenemos la dirección que hace imposible que nos equivoquemos: la confesión y la charla confidencial con vuestro hermano, si son sinceras, si no se da cabida al demonio mudo. En nuestro andar espiritual tenemos, en cada momento, algo parecido a esas señales que se ven en las carreteras, para orientar a los viajeros. No es posible –repito–, de ninguna manera, que un socio o una asociada del Opus Dei –si es fiel a nuestro espíritu– se extravíe en las vueltas y revueltas de su vida interior.

Así el alma se enciende con las luces alcanzadas del Cantar: «Surgam et circuibo civitatem»12; me alzaré y rodearé la ciudad… Y no sólo la ciudad: «Per vicos et plateas quæram quem diligit anima mea»13. Buscaré al que ama mi alma por las calles y las plazas… Correré de una parte a otra del mundo –por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas– para buscar la paz de mi alma. Y la encuentro en las cosas que vienen de fuera, que no me son estorbo; que son, al contrario, vereda y escalón para acercarme más y más, y más y más unirme a Dios.

Y cuando llega la época –que tiene que llegar, con mayor o menor fuerza– de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de la purgación pasiva, nos pone el salmista en la boca y en la vida aquellas palabras: «Cum ipso ero in tribulatione»14, con Él estoy en el tiempo de la adversidad. ¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz la mía; ante tus Llagas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita cruz que has puesto Tú en mi alma? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de un celo santo: «Ut nuntietis ei quia amore langueo»15, para que le digáis que muero de amor. Es una enfermedad noble, divina: ¡somos los aristócratas del Amor en el mundo!, puedo decir con la expresión de un viejo amigo mío.

No vivimos nosotros, sino que es Cristo quien en nosotros vive16. Hay una sed de Dios, un deseo de buscar sus lágrimas, sus palabras, su sonrisa, su rostro… No encuentro mejor modo de decirlo que volviendo a emplear las frases del salmo: «Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»17, como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!

Paz. Sentirse metidos en Dios, endiosados. Refugiarse en el Costado de Cristo. Saber que cada uno, con ansias, espera el amor de Dios: del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Y el celo apostólico se enciende, aumenta cada día, porque el bien es difusivo. Queremos sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, regar todas las almas con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo, hacer todas las cosas por Amor. Entonces no hay tristezas, ni penas, ni dolores: desaparecen en cuanto se acepta de veras la voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus deseos, como hacen los hijos fieles, aunque los nervios se rompan y el suplicio parezca insoportable.

Hijos míos, os repito que no estoy hablando de un camino extraordinario. Lo más extraordinario, para nosotros, es la vida ordinaria. Esta es la contemplación, a la que debemos llegar todos los socios del Opus Dei: sin ningún fenómeno místico externo, a no ser que el Señor se empeñe en hacer una excepción.

Por eso no dejamos nuestras devociones habituales, que nos amarran bien a esta barca del Señor en la que estamos metidos, que es el Opus Dei. Y tratamos de no perder nunca la amistad con los Santos Ángeles Custodios: los sacerdotes, también con su Arcángel ministerial. Es muy probable la opinión de que los sacerdotes tienen un ángel especialmente encargado de atenderles. Pero hace muchos, muchísimos años, leí que cada sacerdote tiene un Arcángel ministerial, y me conmoví. Me he hecho una especie de aleluya como jaculatoria, y se la repito al mío, por la mañana y por la noche. A veces he pensado que no puedo tener esta fe porque sí, porque lo haya escrito un Padre de la Iglesia cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Entonces considero la bondad de mi Padre Dios y estoy seguro de que, rezando a mi Arcángel ministerial, aunque no lo tuviera, el Señor me lo concederá, para que mi oración y mi devoción tengan fundamento.

Todos necesitamos mucha compañía, hijos: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Ángeles y de los Arcángeles y de los Santos, de nuestros Santos Patronos e Intercesores! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es humana y divina. ¿Os acordáis de lo que dice el Señor?: «Iam non dicam vos servos…, vos autem dixi amicos»18; ya no os llamo siervos, sino amigos. Hay que tener amistad con los amigos de Dios, que moran ya en el Cielo, y con las criaturas que están en la tierra, muchas veces apartadas del Señor.

Así quiso Dios que naciera nuestra Obra, hijos de mi alma. Así germinó el espíritu del Opus Dei: considerando la poquedad vuestra y mía, y la grandeza suya; pensando que nosotros no somos nada, y Él lo es todo; que nosotros no podemos nada, y Él lo puede todo; que nosotros no sabemos nada, y Él es la Sabiduría; que nosotros somos flojos, y Él es la fortaleza: «Quia Tu es, Deus, fortitudo mea!»19.

En alguna ocasión será conveniente que meditéis con calma aquellas palabras divinas, que llenan el alma de temor y le dejan sabores de panal y de miel: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»20; te he redimido, y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de dar la vida por nosotros, y que «elegit nos in Ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»21: que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que siempre estemos en su presencia; y continuamente nos brinda ocasiones de santidad y de entrega.

Por si aún quedase alguna duda, tenemos aquellas otras palabras suyas: «Non vos me elegistis –no me habéis elegido vosotros–, sed ego elegi vos, et posui vos, ut eatis –sino que os he elegido yo, para que vayáis lejos, por el mundo–, et fructum afferatis –y deis fruto: ¡si lo estáis ya dando!–, et fructus vester maneat»22, y permanecerá abundante el fruto de vuestro trabajo de almas contemplativas. Luego ¡fe, hijos míos!, ¡fe sobrenatural!

Ayer me conmovía oyendo hablar de un catecúmeno japonés que enseñaba el catecismo a otros, que aún no conocían a Cristo. Y me avergonzaba. Necesitamos más fe, ¡más fe!: y con la fe la contemplación, más actividad apostólica. Mirad lo que se lee hoy en el Breviario: «Adversarius elevandus sit contra omne quod dicitur Deus et colitur; ita ut audeat stare in templo Dei, et ostendere quod ipse sit Deus»23; se alzará el adversario contra todo lo que se dice Dios y es adorado, hasta atreverse a estar en el templo de Dios y mostrarse a sí mismo como si fuera Dios. ¡Desde dentro, quieren destrozar la fe del pueblo! ¡Desde dentro, intentan oponerse a Dios!

Terminaré diciendo con San Pablo a los Colosenses: «Non cessamus pro vobis orantes…; no cesamos de orar por vosotros y de pedir a Dios que alcancéis pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual»24. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo, «ut ambuletis digne Deo per omnia placentes…; a fin de que sigáis una conducta digna de Dios, agradándole en todo, produciendo frutos en toda especie de obras buenas y adelantando en la ciencia de Dios, corroborados en toda suerte de fortaleza por el poder de su gracia, para tener siempre una perfecta paciencia y longanimidad acompañada de alegría; dando gracias a Dios Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la suerte de los santos iluminándonos con su luz; que nos ha arrebatado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo muy amado»25.

Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de vosotros, y cada uno de vuestros hermanos y de vuestras hermanas, ¡la Obra entera!, pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno en su estado, y en el cumplimiento de los deberes que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de los deberes de su oficio y profesión, sirva gozosamente a la Esposa de Cristo, en el lugar donde el Señor le ha colocado, sabiendo percatarse de las mañas de los que intentan engañar a las almas con teorías falsas, muchas veces difíciles de descubrir y otras veces fáciles de desenmascarar. Son gentes que a sí mismos se llaman teólogos, pero que no lo son: no tienen más que la técnica de hablar de Dios, y no le confiesan ni con la boca, ni con el corazón, ni con la vida.

Notas
1

Cfr. 1 Ts 4,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Ant. ad Intr. (Jr 29,12).

3

Cfr. Flp 3,20.

4

Ant. ad Intr. (cfr. Jr 29,14).

5

Cfr. Ga 2,20.

6

Rm 8,21.

7

Ga 4,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Ct 2,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Sal 42[41],2.

10

Cfr. Jn 4,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Ant. ad Intr. (Sal 85[84],2).

12

Ct 3,2.

13

Ibid.

14

Cfr. Sal 91[90],15.

15

Ct 5,8.

16

Cfr. Ga 2,20.

17

Sal 42[41],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Jn 15,15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Sal 42,2 [Vg].

20

Is 43,1.

21

Ef 1,4.

22

Jn 15,16.

23

Dom. XXIV post Pent., Ad Mat., In III Noct., L. VII.

24

Ep. (Col 1,9).

25

Ep. (Col 1,10-13).

Referencias a la Sagrada Escritura
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