Corazón
Me das la impresión de que llevas el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía: ¿quién lo quiere? —Si no apetece a ninguna criatura, vendrás a entregarlo a Dios.
¿Crees que han hecho así los santos?
¿Las criaturas para ti? —Las criaturas para Dios: si acaso, para ti por Dios.
¿Por qué abocarte a beber en las charcas de los consuelos mundanos si puedes saciar tu sed en aguas que saltan hasta la vida eterna?
Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas. Porque —dice el Papa San Gregorio— el demonio nada tiene propio en este mundo, y desnudo acude a la contienda. Si vas vestido a luchar con él, pronto caerás en tierra: porque tendrá de donde cogerte.
Parece como si tu Ángel te dijera: ¡tienes tu corazón lleno de tanta afección humana!... —Y luego: ¿eso quieres que custodie tu Custodio?
Desasimiento. —¡Cómo cuesta!... ¡Quién me diera no tener más atadura que tres clavos ni más sensación en mi carne que la Cruz!
¿No presientes que te aguarda más paz y más unión cuando hayas correspondido a esa gracia extraordinaria que te exige un total desasimiento?
—Lucha por Él, por darle gusto: pero fortalece tu esperanza.
¡Anda!, con generosidad y como un niño, dile: ¿qué me irás a dar cuando me exiges «eso»?
Tienes miedo de hacerte, para todos, frío y envarado. ¡Tanto quieres despegarte!
—Deja esa preocupación: si eres de Cristo —¡todo de Cristo!—, para todos tendrás —también de Cristo— fuego, luz y calor.
Jesús no se satisface «compartiendo»: lo quiere todo.
No quieres sujetarte a la Voluntad de Dios... y te acomodas, en cambio, a la voluntad de cualquier criaturilla.
No me saques las cosas de quicio: si se te da Dios mismo, ¿a qué ese apego a las criaturas?
Ahora son lágrimas. —¿Duele, eh? —¡Claro, hombre!: por eso precisamente te han dado ahí.
Flaquea tu corazón y buscas un asidero en la tierra. —Bueno; pero cuida de que el apoyo que tomas para no caer no se convierta en peso muerto que te arrastre, en cadena que te esclavice.
Dime, dime: eso... ¿es una amistad o es una cadena?
Haces un derroche de ternura. —Y te digo: caridad con tus prójimos, sí: siempre. —Pero —óyeme bien, alma de apóstol—, es de Cristo, y sólo para Él, ese otro sentimiento que el Señor mismo ha puesto en tu pecho. —Además..., ¿no es cierto que al descorrer algún cerrojo de tu corazón —siete cerrojos necesitas— más de una vez quedó flotando en tu horizonte sobrenatural la nubecilla de la duda..., y te preguntas, atormentado a pesar de tu pureza de intención: no habré ido demasiado lejos en mis manifestaciones exteriores de afecto?
El corazón, a un lado. Primero, el deber. —Pero, al cumplir el deber, pon en ese cumplimiento el corazón: que es suavidad.
Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! —¡pobre corazón, que es el que te escandaliza!
Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. —Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»
¿Cómo va ese corazón? —No te me inquietes: los santos —que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo— sentían también esas «naturales» inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción «sobrenatural» de guardar su corazón —alma y cuerpo— para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.
Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y «bien enamorada».
Tú... que por un amorcillo de la tierra has pasado por tantas bajezas, ¿de veras te crees que amas a Cristo y no pasas, ¡por Él!, esa humillación?
Me escribes: «Padre, tengo... dolor de muelas en el corazón». —No lo tomo a chacota, porque entiendo que te hace falta un buen dentista que te haga unas extracciones.
¡Si te dejaras!...
«¡Ah, si hubiera roto al principio!», me has dicho. —Ojalá no tengas que repetir esa exclamación tardía.
«Me hizo gracia que hable usted de la ‘cuenta’ que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente Jesús». —Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo.
Te acogota el dolor porque lo recibes con cobardía. —Recíbelo, valiente, con espíritu cristiano: y lo estimarás como un tesoro.
¡Qué claro el camino!... ¡Qué patentes los obstáculos!... ¡Qué buenas armas para vencerlos!... —Y, sin embargo, ¡cuántas desviaciones y cuántos tropiezos! ¿Verdad?
—Es el hilillo sutil —cadena: cadena de hierro forjado—, que tú y yo conocemos, y que no quieres romper, la causa que te aparta del camino y que te hace tropezar y aun caer.
—¿A qué esperas para cortarlo... y avanzar?
El Amor... ¡bien vale un amor!
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/camino/corazon/ (02/10/2024)