Lucha interior
No te turbes si al considerar las maravillas del mundo sobrenatural sientes la otra voz —íntima, insinuante— del hombre viejo.
Es «el cuerpo de muerte», que clama por sus fueros perdidos... Te basta la gracia: sé fiel y vencerás.
El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad.
¿Oyes? —En otro estado, en otro lugar, en otro grado y oficio harías mucho mayor bien. —¡Para hacer lo que haces no hace falta talento!...
Pues yo te digo: donde te han puesto agradas a Dios..., y eso que venías pensando es claramente sugestión infernal.
Te apuras y entristeces porque tus Comuniones son frías, llenas de aridez. —Cuando vas al Sacramento, dime: ¿te buscas a ti o buscas a Jesús? —Si te buscas a ti, motivo tienes para entristecerte... Pero si —como debes— buscas a Cristo, ¿quieres señal más segura que la Cruz para saber que le has encontrado?
Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte?... No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un «miserere» y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo.
¡Muy honda es tu caída! —Comienza los cimientos desde ahí abajo. —Sé humilde. —«Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies». —No despreciará Dios un corazón contrito y humillado.
Tú no vas contra Dios. —Tus caídas son de fragilidad. —Conforme: pero ¡son tan frecuentes esas fragilidades! —no sabes evitarlas— que, si no quieres que te tenga por malo, habré de tenerte por malo y por tonto.
Un querer sin querer es el tuyo, mientras no quites decididamente la ocasión. —No te quieras engañar diciéndome que eres débil. Eres... cobarde, que no es lo mismo.
Esa trepidación de tu espíritu, la tentación, que te envuelve, es como una venda sobre los ojos de tu alma.
Estás a oscuras. —No te empeñes en andar solo, porque, solo, caerás. —Ve a tu Director —a tu superior— y él hará que oigas aquellas palabras de Rafael Arcángel a Tobías:
«Forti animo esto, in proximo est ut a Deo cureris» —Ten ánimo, que pronto te curará Dios. —Sé obediente, y caerán las escamas, caerá la venda de tus ojos, y Dios te llenará de gracia y de paz.
¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. —Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios?
¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! —Pobreza, lágrimas, odios, injusticia, deshonra... Todo lo podrás en Aquel que te confortará.
Sufres... y no querrías quejarte. —No importa que te quejes —es la reacción natural de la pobre carne nuestra—, mientras tu voluntad quiere en ti, ahora y siempre, lo que quiera Dios.
Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: «jam foetet, quatriduanus est enim» —hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús.
Si oyes la inspiración de Dios y la sigues —«Lazare, veni foras!» —¡Lázaro, sal afuera!—, volverás a la Vida.
¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura.
Si se tambalea tu edificio espiritual, si todo te parece estar en el aire..., apóyate en la confianza filial en Jesús y en María, piedra firme y segura sobre la que debiste edificar desde el principio.
La prueba esta vez es larga. —Quizá —y sin quizá— no la llevaste bien hasta aquí... porque aún buscabas consuelos humanos. —Y tu Padre-Dios los arrancó de cuajo para que no tengas más asidero que Él.
¿Que te da todo igual? —No quieras engañarte. Ahora mismo, si yo te preguntara por personas y por empresas, en las que por Dios metiste tu alma, habrías de contestarme, ¡briosamente!, con el interés de quien habla de cosa propia.
No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento.
Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo.
Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel.
El enemigo casi siempre procede así con las almas que le van a resistir: hipócritamente, suavemente: motivos... ¡espirituales!: no llamar la atención... —Y luego, cuando parece no haber remedio (lo hay), descaradamente..., por si logra una desesperación a lo Judas, sin arrepentimiento.
Al perder aquellos consuelos humanos te has quedado con una sensación de soledad, como pendiente de un hilillo sobre el vacío de negro abismo. —Y tu clamor, tus gritos de auxilio, parece que no los escucha nadie.
Bien merecido tienes ese desamparo. —Sé humilde, no te busques a ti, ni busques tu comodidad: ama la Cruz —soportarla es poco— y el Señor oirá tu oración. —Y se encalmarán tus sentidos. —Y tu corazón volverá a cerrarse. —Y tendrás paz.
En carne viva. —Así te encuentras. Todo te hace sufrir en las potencias y en los sentidos. Y todo te es tentación...
Sé humilde —insisto—: verás qué pronto te sacan de ese estado: y el dolor se trocará en gozo: y la tentación, en segura firmeza.
Pero, mientras, aviva tu fe; llénate de esperanza; y haz continuos actos de Amor, aunque pienses que son sólo de boca.
Toda nuestra fortaleza es prestada.
¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti!
Si no le dejas, Él no te dejará.
Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. —Él obrará, si en Él te abandonas.
¡Oh, Jesús! —Descanso en Ti.
Confía siempre en tu Dios. —Él no pierde batallas.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/camino/lucha-interior/ (10/10/2024)