Humildad
Cuando percibas los aplausos del triunfo, que suenen también en tus oídos las risas que provocaste con tus fracasos.
No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra.
—Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa.
Cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas.
No olvides que eres... el depósito de la basura. —Por eso, si acaso el Jardinero divino echa mano de ti, y te friega y te limpia... y te llena de magníficas flores..., ni el aroma ni el color, que embellecen tu fealdad, han de ponerte orgulloso.
—Humíllate: ¿no sabes que eres el cacharro de los desperdicios?
Cuando te veas como eres, ha de parecerte natural que te desprecien.
No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo.
Si te conocieras, te gozarías en el desprecio, y lloraría tu corazón ante la exaltación y la alabanza.
No te duela que vean tus faltas; la ofensa de Dios y la desedificación que puedas ocasionar, eso te ha de doler.
—Por lo demás, que sepan cómo eres y te desprecien. —No te cause pena ser nada, porque así Jesús tiene que ponerlo todo en ti.
Si obraras conforme a los impulsos que sientes en tu corazón y a los que la razón te dicta, estarías de continuo con la boca en tierra, en postración, como un gusano sucio, feo y despreciable... delante de ¡ese Dios! que tanto te va aguantando.
¡Qué grande es el valor de la humildad! —«Quia respexit humilitatem...». Por encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías:
«Porque vio mi humildad, he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones».
Eres polvo sucio y caído. —Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición.
Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo.
¿Tú..., soberbia? —¿De qué?
¿Soberbia? —¿Por qué?... Dentro de poco —años, días— serás un montón de carroña hedionda: gusanos, licores malolientes, trapos sucios de la mortaja..., y nadie, en la tierra, se acordará de ti.
Tú, sabio, renombrado, elocuente, poderoso: si no eres humilde, nada vales. —Corta, arranca ese «yo», que tienes en grado superlativo —Dios te ayudará—, y entonces podrás comenzar a trabajar por Cristo, en el último lugar de su ejército de apóstoles.
Esa falsa humildad es comodidad: así, tan humildico, vas haciendo dejación de derechos... que son deberes.
Reconoce humildemente tu flaqueza para poder decir con el Apóstol: «cum enim infirmor, tunc potens sum» —porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
Padre: ¿cómo puede usted aguantar esta basura? —me dijiste, luego de una confesión contrita.
—Callé, pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso —basura: ¡un montón de basura!—, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande.
Mira qué humilde es nuestro Jesús, ¡un borrico fue su trono en Jerusalén!...
La humildad es otro buen camino para llegar a la paz interior. —«Él» lo ha dicho: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... y encontraréis paz para vuestras almas».
No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. —Así lo puedes agradecer a Dios.
—Pero no olvides que eres un pobrecito, que viste un buen traje... prestado.
El propio conocimiento nos lleva como de la mano a la humildad.
Tu reciedumbre, para defender el espíritu y las normas del apostolado en que trabajas, no debe flaquear por falsa humildad. —Esa reciedumbre no es soberbia: es virtud cardinal de fortaleza.
Por soberbia. —Ya te ibas creyendo capaz de todo, tú solo. —Te dejó un instante, y fuiste de cabeza. —Sé humilde y su apoyo extraordinario no te faltará.
Ya puedes desechar esos pensamientos de orgullo: eres lo que el pincel en manos del artista. —Y nada más.
—Dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor.
Para que seas humilde, tú, tan vacío y tan pagado de ti mismo, te basta considerar aquellas palabras de Isaías: eres «gota de agua o de rocío que cae en la tierra, y apenas se echa de ver».
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/camino/humildad/ (10/10/2024)