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Con esa misión hemos sido nosotros enviados, para ser luz y fermento sobrenatural en todas las actividades humanas. También, como fieles cristianos, hemos oído el mandato de Cristo: euntes ergo docete omnes gentes!8 No se trata de una función delegada por la Jerarquía eclesiástica, de una prolongación circunstancial de su misión propia; sino de la misión específica de los seglares, en cuanto son miembros vivos de la Iglesia de Dios.
Misión específica, que tiene para nosotros –por voluntad divina– la fuerza y el auxilio de una vocación peculiar: porque hemos sido llamados a la Obra, para dar doctrina a todos los hombres, haciendo un apostolado laical y secular, por medio y en el ejercicio del trabajo profesional de cada uno, en las circunstancias personales y sociales en que se encuentra, precisamente en el ámbito de esas actividades temporales, dejadas a la libre iniciativa de los hombres y a la responsabilidad personal de los cristianos.
Por eso quiero hoy hablaros, hijas e hijos queridísimos, de la necesidad urgente de que hombres y mujeres –con el espíritu de nuestra Obra– se hagan presentes en el campo secular de la enseñanza: profesión nobilísima y de la máxima importancia, para el bien de la Iglesia, que siempre ha tenido como enemigo principal la ignorancia; y también para la vida de la sociedad civil, porque la justicia engrandece a las naciones; y el pecado es la miseria de los pueblos9; porque la bendición del justo ennoblece a la ciudad, y la boca del impío la abate10.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/cartas-2/3/ (03/12/2024)