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Se podría decir, sin demasiada exageración, que el mundo vive de la mentira: y hace veinte siglos que vino a los hombres Jesucristo, el Verbo divino, que es la Verdad. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron… Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo, y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. A cuantos le recibieron, a aquellos que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios12.
Es preciso que seamos, en todos los ambientes, mensajeros de esa luz, de esa Verdad divina que salva.
El error no solo obscurece las inteligencias, sino que divide las voluntades. Solo cuando los hombres se acostumbren a decir y a oír la verdad, habrá comprensión y concordia. A eso vamos: a trabajar por la Verdad sobrenatural de la fe, sirviendo también lealmente todas las parciales verdades humanas; a llenar de caridad y de luz todos los caminos de la tierra: con constancia, con competencia, sin desmayos ni omisiones, aprovechando todas las oportunidades y todos los medios lícitos para dar la doctrina de Jesucristo, precisamente en el ejercicio de la profesión de cada uno.
Si esto vale para todos –nuestro apostolado se reduce a una catequesis–, vale –con mayor razón aún– para los que se dedican a la enseñanza: por eso es grande y hermosa la tarea docente, si saben ejercitarla con la oportuna preparación científica y con un vibrante espíritu apostólico, porque el estudio se ordena a la ciencia, y la ciencia sin caridad infla, por lo que produce disensiones. Entre los soberbios –está escrito– siempre hay disputas. Pero la ciencia acompañada de caridad edifica y engendra la concordia13.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/cartas-2/5/ (03/12/2024)