Nota del editor

Los textos que se recogen aquí provienen de la predicación oral de san Josemaría en un arco de tiempo que va desde noviembre de 1954 al 27 de marzo de 1975,víspera de sus bodas de oro sacerdotales, pocos meses antes de su fallecimiento, que tuvo lugar el 26 de junio de 1975.

San Josemaría los preparó entre 1967 y 1975, después de revisar las transcripciones de sus palabras, para su divulgación entre los miembros del Opus Dei. Su sucesor, el beato Álvaro del Portillo, los reunió en un volumen y, en 1995, en tiempos del siguiente prelado del Opus Dei, Mons. Echevarría, salieron de la imprenta con el título de En diálogo con el Señor.

Los textos de ese volumen -a los que se han añadido dos más, igualmente compuestos por San Josemaría en sus últimos años de vida- se han puesto recientemente al alcance del público en una edición crítica-histórica, preparada por Luis Cano y Francesc Castells por encargo del Istituto Storico San Josemaría Escrivá y publicada por Rialp en 2017. Esa edición queda como referencia no solo para los textos en sí, sino también para mayor profundización en su historia o contenido.

En la historia de la espiritualidad ha ocurrido muchas veces que palabras pronunciadas ante un auditorio restringido han tenido después una utilidad muy amplia, e incluso se han difundidos como clásicos de espiritualidad. Baste mencionar a Santa Teresa de Jesús, cuyos escritos a sus monjas han tenido un influjo universal.

En esta edición se han incluido unas breves notas introductorias para informar, por ejemplo, de la ocasión en que las palabras de san Josemaría fueron pronunciadas. Todas tuvieron lugar entre los muros de Villa Tevere, la casa donde Escrivá habitaba en Roma. Otras notas explican el contexto o el significado de alguna expresión. Para no multiplicarlas innecesariamente, se han incluido un glosario de términos que pueden resultar útiles a las personas que no estén familiarizadas con algunos conceptos usuales en los escritos de san Josemaría o en la vida del Opus Dei. En algún caso se ha traducido a pie de página alguna frase que Escrivá cita en latín.

Temas que san Josemaría desarrolla en estos textos

Los textos tienen muchos puntos de contacto con las homilías publicadas del Autor. Pero también hay diferencias. Las homilías fueron saliendo a la luz en distintos momentos y después se reunieron en volúmenes, y en ese proceso de composición san Josemaría siguió un plan unitario. Con Es Cristo que pasa deseaba recorrer el año litúrgico, desde el Adviento hasta la solemnidad de Cristo Rey; en Amigos de Dios, en cambio, quiso trazar «un panorama de las virtudes humanas y cristianas básicas», como explicaba el beato Álvaro del Portillo en la introducción de ese libro.

La realidad de En diálogo con el Señor es distinta: no hubo una unidad de intención al componerlo, ni tampoco se pensó en una posible estructura, o en un hilo conductor. Los diferentes textos fueron apareciendo a lo largo de unos ocho años, en publicaciones dirigidas a los miembros del Opus Dei. No hubo un plan determinado. Cuando, después de la muerte de san Josemaría, se reunieron en un volumen para presentarlo en la causa de canonización y más tarde, en los años noventa, para facilitar su acceso a los fieles del Opus Dei, tampoco se pensó en ordenarlos de acuerdo con un esquema temático: se pusieron simplemente en orden cronológico.

No se eligieron textos que explicaran exhaustivamente el mensaje de san Josemaría, sino aquellos que trabajó y que tenían una cierta extensión y unidad. Todos iban dirigidos a miembros célibes del Opus Dei -sacerdotes o laicos- que se encontraban en Roma por razones de gobierno o de formación. Por tanto, les hablaba del espíritu de la Obra como algo que ya conocían, exhortándoles a llevar una vida santa, en correspondencia a la llamada de Dios que habían recibido. Por eso hay numerosas menciones a virtudes como la sinceridad, la docilidad o la humildad, útiles para todos los cristianos, pero más aún para quienes se encontraban en un periodo más intenso de formación espiritual, como era el caso de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que le escuchaban.

Otros temas están relacionados con los sucesos históricos que tuvieron lugar en el mundo y en la Iglesia a partir de finales de los años sesenta. Sus referencias a la crisis religiosa que se abatió sobre diversas confesiones religiosas, no solo sobre la Iglesia católica, y sobre la entera sociedad, reflejan un profundo sufrimiento y a la vez una gran fortaleza, para confirmar en la fe a quienes le escuchaban. En medio de un clima saturado de protestas y rebeldías de diverso tipo, de numerosas defecciones en la vida sacerdotal o religiosa, de oposición al Magisterio de la Iglesia y a toda autoridad en general, cuando se comenzaban a ver los efectos deletéreos del relajamiento de la disciplina eclesiástica en algunos sectores o de la banalización de la liturgia, junto a la aceptación de interpretaciones dogmáticas y morales problemáticas, si no abiertamente contrarias a la doctrina católica, la reacción de san Josemaría fue muy sobrenatural. «No es posible considerar estas calamidades sin pasar un mal rato. Pero estoy seguro, hijas e hijos de mi alma, de que con la ayuda de Dios sabremos sacar abundante provecho y paz fecunda. Porque insistiremos en la oración y en la penitencia. Porque afianzaremos la seguridad de que todo se arreglará» (n. 103).

De modo clarividente no le gustaba hablar de «crisis del postconcilio». Esa expresión implica de hecho admitir un nexo, una relación causa-efecto, entre el Concilio Vaticano II y los desórdenes que vinieron en esos años y que tanto le afligían. Con una sonrisa solía decir que «estamos en época postconciliar desde unos treinta años después de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo: desde el Concilio de Jerusalén»1. En una entrevista de 1968 declaró que una de sus mayores alegrías había sido «ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado»2. En los textos de este volumen nunca atribuye al Concilio la turbulenta situación que se creó después y que los historiadores achacan a un complejo entramado de causas. Y cuyas circunstancias y manifestaciones son muy distintas de los problemas que hoy atraviesa la Iglesia, aunque se observen también las consecuencias de aquella situación que proféticamente describió san Josemaría hace cincuenta años.

La mayor parte de las enseñanzas que leemos aquí, tienen utilidad para quienes deseen buscar la santidad en medio del mundo, obedeciendo a la exhortación del Concilio Vaticano II. Por ejemplo: «Hemos de estar -y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces- en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra» (n. 122).

Parece evidente que no es preciso pertenecer al Opus Dei para sacar provecho espiritual de una recomendación como esta: basta querer practicar una intensa vida cristiana en medio de las realidades seculares, cultivando una «unidad de vida» que permite mantener la unión con Dios y a la vez «ser del mundo».

Del mismo modo, enseña que las normales circunstancias de la vida no deben apartar del diálogo constante con Dios. Dice, por ejemplo: «Debemos ser en el mundo, en medio de la calle, en medio de nuestro trabajo profesional, cada uno en lo suyo, almas contemplativas, almas que estén constantemente hablando con el Señor, ante lo que parece bueno y ante lo que parece malo: porque, para un hijo de Dios, todo está dispuesto para nuestro bien» (n.55).

En estas páginas encontramos abundantes referencias autobiográficas, que constituyen una fuente interesante sobre la vida del fundador y sobre la conciencia que él tenía acerca de su misión. Era frecuente que manifestara su asombro ante la eficacia de la Providencia divina en la historia del Opus Dei; sentía también la necesidad de dar gracias a Dios y de pedirle perdón. Por ejemplo, en la víspera de su jubileo sacerdotal, tres meses antes de su muerte, decía: «Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. (...) Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís...«Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»3 (1 Cor 1,27-28). Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero» (n. 120).

Veamos ahora algunas de las líneas fundamentales del mensaje que san Josemaría transmite en estos textos.

Identificación con Cristo

Al comienzo del volumen, en una frase de 1954, explica en qué consiste la vida cristiana: «Seguir a Cristo (...) es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, (...) que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida» (n. 1). Cristo está en el centro del camino de santidad que propone: seguirle, amarle, compartir su vida, identificarse con El en la existencia cotidiana, civil y secular, ser alter Christus (otro Cristo), aún más, ipse Christus (el mismo Cristo). Cristo llama y requiere una respuesta libre por parte de cada persona.

En sus enseñanzas, el amor a Cristo no aparece nunca como un postulado teórico, sino que se despliega en un trato afectuoso con la Humanidad Santísima, con el Jesús de carne y hueso, Dios y Hombre verdadero. Habla de Él y con Él como se hace con un amigo, con un hermano muy querido. No ama una idea, un dogma, o un personaje de la historia. Su cariño no es tampoco el resultado de un esfuerzo artificial. Es simplemente afecto a una Persona concreta, que contempla en sus principales misterios: el Nacimiento, la vida oculta en Nazaret, su vida pública, la Pasión y la Cruz... y naturalmente la Eucaristía, donde lo ama de manera más intensa.

El Evangelio es su principal fuente de meditación y de predicación. El beato Álvaro del Portillo, que tantas veces le oyó predicar, decía que «no trató nunca de ser original, porque estaba convencido de que la Palabra de Dios es siempre nueva, y conserva intacta su irresistible fuerza de atracción, si se la proclama con fe. En sus labios, el Evangelio no era jamás un texto erudito o una fuente de meras citas o lugares comunes»4. Al comentarlo, continuaba del Portillo, «puso de relieve aspectos nuevos, a veces inadvertidos durante siglos»5. «Para llegar a Dios -afirmaba san Josemaría- hemos de tomar el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo» (n. 40).

La filiación divina y el Amor a Dios

Otro tema central es la experiencia de la filiación a Dios Padre y la confianza con el Espíritu Santo. San Josemaría propone una vida espiritual cristocéntrica y a la vez profundamente trinitaria. Su trato amoroso con las Tres Personas divinas aparece ligado a su veneración por la Sagrada Familia: Jesús, María y José. Es más, habla de un itinerario que va «de la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo».

Destaca su sentido de la filiación a Dios Padre, que consideraba un tema fundamental en la vida cristiana y un elemento fundacional del Opus Dei. En 1967, decía, por ejemplo: «Ha querido Dios que seamos hijos suyos. No me invento nada, cuando os digo que es parte esencial de nuestro espíritu la filiación divina: todo está en las Santas Escrituras. Es verdad que, en una fecha de la historia interna de la Obra, hay un momento preciso en el que Dios quiso que nos sintiéramos sus hijos, que al espíritu del Opus Dei incorporásemos ese espíritu de filiación divina. Lo sabréis a su hora. Dios ha querido que, por primera vez en la historia de la Iglesia, fuera el Opus Dei el que corporativamente viviese esta filiación» (n. 46).

Dos años después, en 1969, se refirió a aquel suceso con más detalle: «Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en la calle y en un tranvía -una hora, hora y media, no lo sé-; Abba, Pater!, tenía que gritar. (...) Aquel día quiso de una manera explícita, clara, terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo» (n. 56).

Como consecuencia, su predicación habla de la vocación en el Opus Dei como de una existencia imbuida de confianza en Dios, llena de paz y de alegría. Nada más lejano de su pensamiento que una vida cristiana agitada, angustiada por las dificultades o por un malentendido perfeccionismo, y mucho menos atormentada. Paz y serenidad, por tanto, ante los sucesos y ante las propias debilidades.

La oración y la vida contemplativa

Un tema al que san Josemaría dedica bastantes párrafos es la oración y la vida contemplativa. ¿Qué supone la oración para él? Es una «conversación amorosa con el Amor eterno» (n. 8); un «rato de tertulia» (n. 73) con Dios, llevado con sencillez, «como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre» (n. 9).

Aunque no seguía un «método» propio y animaba a tener una gran libertad interior en la oración6, es posible reconocer un cierto esquema, que se repite con alguna frecuencia:

  • Comienza siempre con una breve oración preparatoria, que reza despacio, sopesando las palabras7.
  • Terminada la preparación, toma casi siempre, como punto de partida, algún pasaje bíblico o un texto litúrgico.
  • Cuando el texto proviene del Evangelio, pone en juego la imaginación, para representarse la escena de una manera viva, como si fuera una película o una obra teatral.
  • A menudo pasa a considerarse un actor en esa escena, eligiendo un papel que le inspira la vida de infancia espiritual, y que le lleva a verse a sí mismo como un niño u otro ser ingenuo y humilde (un borrico, un perrito fiel, etc.).
  • Ese proceso intelectivo, muy rápido e intuitivo, le lleva a explayarse en actos de amor a Dios, especialmente con la Santísima Humanidad de Jesucristo y con María y José, la «trinidad de la tierra».
  • Como consecuencia de esas reflexiones, surgen deseos, propósitos de mejora o actos de contrición, y también acciones de gracias o peticiones...
  • Al acabar el tiempo de la meditación, que es de una media hora, san Josemaría concluye con una plegaria final, siempre la misma, simétrica a la del principio.

Veamos un ejemplo en el que se puede reconocer esa estructura, tomado de un comentario al misterio de la Epifanía: «Han llegado los Magos a Belén. (...) Hijos míos, vamos a acercarnos al grupo formado por esta trinidad de la tierra: Jesús, María, José. Yo me meto en un rincón; no me atrevo a acercarme a Jesús, porque todas las miserias mías se ponen de pie: las pasadas, las presentes. Me da como vergüenza, pero entiendo también que Cristo Jesús me echa una mirada de cariño. Entonces me acerco a su Madre y a San José, este hombre tan ignorado durante siglos, que le sirvió de padre en la tierra. Y a Jesús le digo: Señor, quisiera ser tuyo de verdad, que mis pensamientos, mis obras, mi vivir entero fueran tuyos. Pero ya ves: esta pobre miseria humana me ha hecho ir de aquí para allá tantas veces... (...) Delante del Señor y, sobre todo, delante del Señor Niño, inerme, necesitado, todo será pureza; y veré que si bien tengo, como todos los hombres, la posibilidad brutal de ofenderle, de ser una bestia, esto no es una vergüenza si nos sirve para luchar, para que manifestemos el amor; si es ocasión para que sepamos tratar de un modo fraterno a todos los hombres, a todas las criaturas. Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora» (n. 62 y 63).

Otro tema fundamental en estas páginas es la contemplación a lo largo de la jornada: «Los hijos de Dios en su Opus Dei han de ser contemplativos, almas contemplativas en medio del mundo», afirma, deben mantener «una continua vida de oración, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana» (n. 5).

La búsqueda del amor en la vida ordinaria

Aunque para san Josemaría era importante progresar en las virtudes y luchar contra las malas inclinaciones, da la impresión de que en este libro insiste más en la correspondencia a la gracia, en la contemplación y en la búsqueda del amor de Dios en la vida ordinaria. Tal vez por eso habla de «esta ascética nuestra, que es mística» (n. 77). Unos años antes se preguntaba: «¿Ascética? ¿Mística? No lo sabría decir» (n. 41). Ahora parece afirmar que la lucha por amor a Dios -«la ascética»- es ya unión mística con Dios, precisamente porque es un acto de amor.

Se requiere, indudablemente, un empeño serio, una «determinada determinación»8 como diría santa Teresa de Jesús, para no cejar nunca, para ir siempre adelante, procurando no desviarse del camino que lleva al Cielo. Así lo enseña san Josemaría: «Soy muy amigo de la palabra camino, porque todos somos caminantes de cara a Dios; somos viatores, estamos andando hacia el Creador desde que hemos venido a la tierra. Una persona que emprende un camino, tiene claro un fin, un objetivo: quiere ir de un sitio a otro; y, en consecuencia, pone todos los medios para llegar incólume a ese fin; con la prisa suficiente, procurando no descaminarse por veredas laterales, desconocidas, que presentan peligros de barrancos y de fieras. ¡A caminar seriamente, hijos! Hemos de poner en las cosas de Dios y en las de las almas el mismo empeño que los demás ponen en las cosas de la tierra: un gran deseo de ser santos» (n. 68).

La humildad del barro

Podría hablarse también de una «ascética del barro», porque san Josemaría usa mucho esta comparación con distintos significados: humildad, docilidad, conciencia de la propia fragilidad, posibilidad de recomponerse -como la loza quebrada- después de una caída, etc.

Tomándola del Nuevo Testamento, san Josemaría emplea la imagen de la vasija de cerámica para referirse a la humildad: «Os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus9 (2 Cor 4,7). Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse (...). Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino» (n. 95). La arcilla, una vez cocida en el horno, llega a adquirir una gran consistencia. Pero esa dureza esconde, sin embargo, una gran fragilidad. La lucha interior, para Escrivá, debe prevenir ese peligro, con una vigilancia atenta. Y si, a pesar de todo, la cerámica se quiebra, recuerda que siempre puede recomponerse y seguir sirviendo para algo.

Entre los medios que Dios nos brinda para remediar nuestra fragilidad se encuentra la confesión: «Hijos, escuchad a vuestro Padre: no hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión. Allí recibimos la fortaleza que necesitamos para luchar, a pesar de nuestros pobres pies de barro» (n. 86).

La humildad, para Escrivá, es productiva, pues evita los dos extremos de infecundidad a los que lleva la soberbia, esto es, deprimirse por las propias miserias o vanagloriarse de los éxitos: «Nos daremos cuenta de que todas las cosas gran-des, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya. (...) Luego no nos hemos de admirar (..) si sentimos bullir las pasiones - es lógico que esto ocurra, no somos como una pared-, ni si el Señor, por nuestras manos, obra maravillas, que es cosa habitual también» (n. 69).

Formación y caridad fraterna

Entre los temas que más trata, teniendo presente que a menudo quienes le escuchaban eran alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, está la necesidad de la formación y de la caridad fraterna. En la primera meditación que recoge este volumen, pronunciada en 1954, el fundador recuerda por qué en el Opus Dei es absolutamente necesaria la formación doctrinal: «Los fines que nos proponemos corporativamente son la santidad y el apostolado. Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación. Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina. Y para la doctrina, tiempo, en lugar oportuno, con los medios oportunos. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar. De esta manera, os disponéis a vuestra santidad actual y futura, y al apostolado, cara a los hombres» (n. 3).

En el contexto de la vida del Opus Dei, habla bastante de la gran comprensión y cariño, verdadero afecto familiar, que debe existir entre sus miembros: «Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios (...). Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno» (n. 79).

Esa caridad, humana y sobrenatural a la vez, se debe extender a todos, también a quienes parecen más alejados de la Iglesia o de la práctica cristiana: «Caridad, hijos, con todas las almas. (...) Con las personas que están equivocadas hay que procurar, por medio de la amistad, que salgan del error; hay que tratarlas con cariño, con alegría» (n. 6).

Notas
1

Cit. por Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976, p. 233.

2

Conversaciones, n. 72. Ver otros ejemplos en ibid. nn. 26, 47.

3

«Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es»

4

Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei [Entrevista realizada por Cesare Cavalleri], Rialp, Madrid, 1993. p. 149

5

Ibid. p. 148.

6

En Amigos de Dios se lee: «Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie», n. 249.

7

Era siempre la misma fórmula, que no se recogía en las transcripciones, por ser muy conocida.

8

Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 21, 2.

9

«Llevamos este tesoro en vasos de barro».