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No os preocupe el qué dirán: trabajad, sin mirar de reojo al vecino –como hacen bastantes–, porque lo contrario es cosa mala que a nadie beneficia. Considerad solo si Dios está contento, y alegraos si comprobáis que los demás han hecho otro tanto.

Hijas e hijos míos, gozaos también cuando la dureza del trabajo os haga recordar quizá que estáis sirviendo, porque servir por Amor es una cosa deliciosa, que llena de paz el alma, aunque no falten sinsabores. Tengo por orgullo de mi vida –tenedlo vosotros también– ser el servidor de todo el mundo.

Quiero servir a Dios y, por amor a Dios, servir con amor a todas las criaturas de la tierra, sin distinción de lenguas, de razas, de naciones o de creencias; sin hacer ninguna de esas diferencias que los hombres, con más o menos falsía, señalan en la vida de la sociedad.

Grande y hermosa es la misión de servir. Por eso, este buen espíritu –gran señorío–, que se compagina perfectamente con el amor que tenemos a la libertad, ha de impregnar todo el trabajo de mis hijas y de mis hijos en el Opus Dei. Y quiero que sea también la característica más principal de mi pobre vida de sacerdote y de Padre vuestro: ser y saberme siervo siempre, y especialmente en las épocas –que no faltarán–, en las que muchos huyan de la humildad del servicio al prójimo.

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