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Otra característica de nuestra servidumbre a la Iglesia es la ausencia de bombos y propagandas, la humildad personal y colectiva con que procuramos trabajar. Desde el principio de la Obra os he dicho que no necesitamos de ningún secreto, y que nuestra discreta reserva sobre las cosas que pertenecen a la intimidad de la conciencia de cada uno, aunque entonces fuera más necesaria, había de ser algo que viviéramos siempre con naturalidad.
Pero –insisto– sin secretos ni secreteos, que no necesitamos ni nos gustan. Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que sean tapujos.
Hay gentes, sin embargo, que dan la impresión de vivir en el balcón, que se alimentan del qué dirán y de las estadísticas, y que parecen tener la simulación como regla de oro de su existencia. Tampoco con esa mentalidad se nos puede entender.
Una curiosidad enfermiza que lleve a investigar en la vida privada de los demás, a estar enterado de cosas que no deben salir del recinto de la conciencia, y que tantas veces no sirve más que para matar la vocación y hacer daño a la Iglesia, es incapaz de captar el hondo sentido cristiano de nuestro modo de trabajar.
Son personas que hacen estadísticas de todo –menos del dinero que manejan–, y no parecen darse cuenta de que hay cosas espirituales, la mayoría de las que tienen importancia, que no pueden reducirse a números.
Ciertamente no desprecio las estadísticas, que considero necesarias, pero pienso –lo veo claramente– que no debe dárseles la publicidad que a veces se les concede. Y no me baso solo en el recuerdo de la reciente experiencia vivida en España, durante la persecución religiosa del dominio comunista, sino también en lo que conozco de otras naciones.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/cartas-2/223/ (12/11/2024)