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Se usan en ocasiones procedimientos medievales, con secretos infrahumanos que no permiten que nadie se defienda; que obligan al reo a dar golpes en la obscuridad, a angustiarse porque no sabe de quién viene la acusación ni de qué le acusan; y, si pregunta, tampoco le contestan.
Se le atribuyen con frecuencia cosas que ignora –si las supiera, podría fácilmente rebatirlas–, y el único consuelo que le queda es ofrecer sus sufrimientos a Dios y pensar que algo parecido sucedió a Jesús: nemo tamen palam loquebatur de illo propter metum Iudaeorum14, nadie hablaba públicamente de Él, por miedo a los judíos.
No es que el sistema sea simplemente viejo: es que es injusto, aunque se haga un informe o muchos informes, o incluso un proceso, si es que el interesado o sus defensores no pueden conocer las causas de la imputación: porque tantas veces el acusador se mueve por pasión personal, bien ajena a la justicia.
Por eso, en tales tristes casos, suelen darme más pena los acusadores y los que juzgan, que los que aparecen como reos: los primeros se juegan el alma; a los segundos, se les pueden decir las palabras de la primera Epístola de San Pedro: si quid patimini propter iustitiam, beati15; si padecéis por la justicia, sois bienaventurados.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/cartas-2/195/ (12/11/2024)